39 Y MEDIO
Es jueves y estoy mala. El martes me levanté con fiebre, pero como sólo tenía 38 me tomé un ibuprofeno y me fui a trabajar. Y por la noche me puse el termómetro y tenía 39 y medio, no tenía tanta fiebre desde que era pequeña. Tener fiebre es una sensación rarísima en el cuerpo, pero si encima te duele la garganta y no puedes respirar porque tienes mocos, además de rarísima es una sensación repugnante. Mandé un mensaje a mi madre a las 7.00 de la mañana y las 7.45 se presentaron los dos en casa para llevarme al médico de urgencia. Es lo bueno de tener padres, que sea a la hora que sea, vienen a buscarte. El médico me recetó antibiótico y me mandó a la cama, así que mis padres vinieron a estar un rato conmigo en casa porque les di penilla. Todavía no entienden que me haya dejado Beto y no haya sido al revés:
—Ya se dará cuenta, ya… Y cuando vuelva, la que va a decirle que nanay vas a ser tú.
Me hace mucha gracia cuando mi madre se pone así y dice «nanay» subiendo el dedo corazón.
En todo el tiempo que llevo viviendo aquí, nunca ha olido tan bien como cuando ella me estaba haciendo el caldo. Mientras tanto, mi padre se fue al súper a hacerme la compra y le encargamos fresas y donuts. Cuando regresó, me llenó la nevera de tantas cosas ricas que me emocioné y le hice una foto con el móvil. Luego ellos se fueron y yo me quedé todo el día en la cama. Por la tarde me subió otra vez la fiebre hasta 39 y, cuando me bajó, empapé el pijama de lo que sudaba.
Tuve pesadillas. En una yo iba corriendo entre unos edificios lúgubres y me daba mucho miedo porque había un monstruo que me perseguía. Cuando estaba a punto de alcanzarme, cuando estaba a punto de agarrarme el jersey con su zarpa terrible, yo giraba por una calle y conseguía darle esquinazo. Corría tanto y con tanta fuerza que me dolían las plantas de los pies y se me salía el corazón por la boca, pero yo sólo quería escapar. A mí me parecía que el monstruo eras tú, y no entendía por qué estaba huyendo y por qué me dabas tanto miedo, pero de repente aparezco en una plaza muy luminosa, una plaza grande y clara, y te veo esperándome con los brazos bien abiertos gritándome: «¡Venga, Nata, ven! ¡Ven conmigo!» Entonces echo a correr hacia ti, me abrazas y siento que ya nada malo puede ocurrir en el mundo.
Cuando me desperté, estiré la mano para tocar tu piel como hacía siempre, pero no estabas.
Acaban de llamar mis padres, que por qué no me quedo con la perra unos días y así no estoy tan sola. Les he dicho que no sean exagerados y que no estoy sola pero sí, estoy sola.