CONTRA EL VIENTO
Hoy, antes de subir a la agencia, he parado en la cafetería de enfrente y me he encontrado con Donato, mi jefe, que tenía un careto hasta el suelo.
—Qué madrugadora, ¿no? —me ha dicho como diciendo que siempre llego tarde.
—Sí… —he contestado como diciendo que ya lo sé—. Parece que me he caído de la cama, ¿eh? Es que últimamente me ha dado por levantarme temprano.
Tengo confianza con Donato y, para ser jefe, me cae bastante bien. A los compañeros nos mola que se llame Donato, así podemos llamarlo por el diminutivo y sigue teniendo nombre de jefe: Don. Yo incluso le quiero un poco, porque cuando me separé de Alberto me dio tantos proyectos que estar concentrada en el trabajo me ayudó a no estar dándole vueltas a lo mío veinticuatro horas. A veces pienso que lo hizo aposta para que me curara.
He hecho un gesto al camarero.
—Luismi, cuando puedas ponme un café con leche y una tostada, anda.
Me lo ha traído al minuto. He mojado la tostada en el café, he mirado a mi jefe e, inmediatamente, se ha dado cuenta de que me he dado cuenta de que tenía mala cara.
—Pues yo he dormido fatal —ha dicho sin que le preguntara.
—¿Te pasa algo?
—Nada.
Cuando alguien dice bajo que no le pasa nada es porque le pasa algo.
—¿Cómo que nada? ¿Paula?
Él sabe que sé lo de Paula. Todo el mundo lo sabe.
—No, ya no estamos juntos.
—¿Y eso?
—Se enteró Mayte.
—No fastidies. ¿Cómo?
—Por un mensaje de móvil.
—Qué cutre eres, Don, esas cosas se cuidan.
—Ya lo sé, ya lo sé… —Ha hecho una pausa para darle un sorbo al café—. En el fondo estaba deseando que se enterara, porque la situación estaba pudiendo conmigo, Nata, no puedes imaginarte lo duro que es vivir dos relaciones a la vez.
Resulta que sí me lo imagino pero me he callado y he esperado a que él continuara, porque se notaba a la legua que tenía ganas de hablar.
—Es angustioso sentir que engañas a alguien a quien quieres porque te has encoñado con otra persona.
—Supongo… —He dado unas vueltas con la cucharilla a mi café. No estaba muy segura de querer oír los detalles de la historia, aunque a Donato le ha dado igual, porque ha empezado a hablar como si estuviera solo.
—Es una jodienda… Mi vida se ha ido a la mierda. Cuando Mayte se enteró me dijo que me fuera de casa, me dejó la maleta hecha encima de la cama y me fui a vivir al apartamento de Paula. Al principio bien…, pero a las pocas semanas, porque te juro que fue a las pocas semanas, Nata —me nombró, pero seguía mirando al infinito—, me di cuenta de que no estaba enamorado de ella. Fue como si alguien hubiera apretado un botón una mañana y me hubiera arrancado de cuajo lo que sentía, como si al estabilizarse nuestra relación, al no tener que esconderme ni tener la sensación de que estaba haciendo algo prohibido para sentir que estaba vivo otra vez, porque yo sé que lo hice por eso, porque necesitaba sentirme vivo otra vez, mi amor por Paula hubiese desaparecido. Entonces llamé a Mayte y la invité a cenar. Le dije que los echaba de menos, a ella y a los niños, le pedí perdón, le eché la culpa a la rutina, al trabajo y a los cincuenta recién cumplidos, y reconocí que no podía perder todo lo que había tardado tantos años en construir.
—¿Y qué te dijo Mayte?
—Que no. Que no volvía conmigo ni aunque le pagaran, que ya había pedido los papeles de divorcio. «Si tienes problemas de autoestima porque cumples años como todo el mundo, te las arreglas tú solo, que cuando te liaste con Paula no pensaste en mi autoestima para nada.» Se levantó y se fue. Y yo ahora estoy viviendo en una habitación que tiene libre mi hermano.
—Te lo mereces, por capullo.
—Ay, Nata, niña, cómo eres…
—¿Y por eso tienes esas ojeras?
—No. No es por eso, es por algo mucho peor.
Me asusté. ¿Qué diablos podría ser peor, «mucho peor»?
—La empresa está fatal, Nata. Van a despedir a gente… Van a echar a la mitad de la plantilla.
Se me paró el corazón.
—¿Cuándo?
—Nos dan la lista el viernes.