8

EL TIEMPO ENRARECIDO

Hemos quedado para comer en casa de Alvar y Blas y, cuando he llegado a la panadería de Curro a comprar los pasteles para el postre, he visto que tenía colgado el cartel de cerrado y me he tenido que ir tres calles más abajo hasta encontrar otra pastelería.

—¿Cómo es que Curro no abre hoy? —he preguntado al subir.

—No es que no abra hoy —ha dicho Alvar mientras llevaba mi bolso y mi chaqueta al dormitorio—. Es que ha cerrado para siempre.

—No fastidies, ¿y eso?

—Ya ves —ha dicho Blas desde la cocina—. La crisis, chica, que está acabando con todo.

Ha sonado el telefonillo y Rita ha subido con Hugo y con Rober, que también estaban invitados y han coincidido en el portal. Nos hemos besado y nos hemos dicho que cuánto tiempo sin vernos, que parece mentira, que ni nos acordamos de cuándo fue la última vez. Alvar ha comentado que no se extraña de que no nos acordemos, porque la última vez que nos vimos todos fue en la inauguración de la casa hace un par de años y acabamos a gatas.

—Ahora que ya tiene vida, os ha quedado muy chula —ha dicho Rober, que les había hecho el proyecto de reforma—. Lo que ha cambiado bastante es el barrio, ¿no? Está desconocido.

—Y tan desconocido —aseguró Hugo—, como que lo han tomado los chinos.

—¿La panadería se la ha quedado un chino? —preguntó Rita, que también había visto que estaba cerrada.

—No, no, la panadería todavía no sabemos quién se la ha quedado, supongo que lo veremos en breve… De todas formas, no sabéis el disgusto que nos hemos llevado con lo de Curro, ¿verdad, Blas?

Muchas veces, Alvar dice «¿Verdad, Blas?» o «¿No, Blas?» sin esperar a que él le conteste, lo dice como por costumbre. Y Blas también lo hace pero al revés: «¿Verdad, Alvar?»

—Ya habíamos hecho las paces con él y volvíamos a bajar a diario, y un día le preguntamos «¿Qué tal?», pues eso, lo típico que preguntas cuando entras, y en vez de decirnos «Bien… Aquí, tirando, que no es poco», que era lo que solía contestarnos, va y nos dice que la cosa está muy mal, «Pero fatal, chicos, fatal». Y ahí a nosotros ya nos extrañó, porque lo notamos realmente preocupado, y Blas y yo lo comentamos al subir, ¿no, Blas?

—Y a la semana siguiente va… —continuó Blas siguiendo el hilo de Alvar, con esa cosa de hablar dándose el relevo— y nos dice que ya no saben qué hacer para pagar el alquiler. Y a la semana siguiente que ya no pueden pagar a los proveedores y que lo mismo tienen que cerrar…

—… Una tienda que habían montado sus padres y que ha estado abierta más de cuarenta años. Es que es muy fuerte.

—Total, que el otro día llegamos… ¡y la están desmontando! Y si veis a los padres, mayores, porque son mayores, que el padre debe de tener por lo menos ochenta años, vaciando los estantes de las pocas cosas que les quedaban, guardando la máquina registradora en la que todavía el hombre hacía sus cuentas cuando le echaba una mano al hijo, y la madre recogiendo las blondas…

—… Y Curro cabizbajo, con el delantal todavía puesto… Se nos caía el alma a los pies, que os diga Blas.

Nos quedamos un rato callados. Sólo se oía el ruidito de la vajilla al sacarla del armario y el cuchillo golpeando la madera mientras Rober cortaba cebolla.

—Todo el mundo está igual, ¿eh? —ha soltado Rita—. No sólo los comercios. No importa que sean médicos, profesores o transportistas. Da igual que llevaran veinte años trabajando o que estuvieran de becarios. Están cayendo como chinches. No tienes ni que preguntar siquiera, porque se lo ves en las caras, que nos hemos vuelto todos de color gris.

—Imagínate a nosotros cómo nos van las cosas. A los arquitectos la burbuja nos ha explotado, pero así, de lleno, ¡plaf! —Rober hizo un gesto en el aire con el cuchillo de la cebolla—. En todo el careto. Que yo he pasado de tener un estudio con cuatro empleados porque no dábamos abasto con los proyectos a estar pensando en cerrar como Curro, pero, claro, ¿cómo vas a cerrar? Aguantas, despides a la mitad y esperas a que pase, porque digo yo que pasará…

Silencio. Otra vez se oía sólo nuestro trajinar. Rita colocaba el mantel en la mesa, Alvar sacaba brillo a las copas, Hugo abría una botella de vino y Blas estaba pendiente del horno, al lado de Rober, que seguía con la verdura. Yo llevaba los platos a la mesa. A los seis nos parecía un poco raro haber sacado el tema del trabajo, porque nosotros casi siempre hablamos de política: al fin y al cabo, parece cosa de otros, los pones a parir y te quedas nuevo, pero hablar de trabajo es otra cosa. El trabajo, especialmente cuando las cosas no están bien, es muy de uno. Da pudor. Es como ponerte en bolas delante de la gente.

—¿Vosotros qué tal, Blas? —preguntó Rober.

—¿Cómo vamos a estar? Nos han bajado el sueldo un cinco por ciento, y ya no es por lo que te quitan de sueldo, sino que es un poder adquisitivo que ya no vas a recuperar nunca. Te lo digo porque lo sé, porque también nos tragamos la crisis del 93… Aunque te advierto que lo peor es el miedo. Te vienen con que esto se va a pique, que el sistema es insostenible, blablablá… ¿Y tú qué haces? Pues agachas la cabeza y cuando te quieres dar cuenta te han reducido la nómina y encima han despedido a no sé cuántos y te han puesto horas de más… En fin, qué os voy a contar que no sepáis.

Nos sentamos a la mesa. Alvar sacó las ensaladas de frutos secos y empezó a servir el gazpacho.

—Pero bueno, lo que yo digo —comentó mientras servía—, que yo no sé quién tiene más culpa, porque aquí todos hemos vivido con la puñetera burbuja de la que tú hablabas antes, Rober. Que hemos vivido como hemos querido, que venimos de una generación que nos ha enseñado que no valía con tener una casa en la ciudad, sino que además había que tener una casa en la playa y otra en la montaña, y dinero para pagarte una semana de vacaciones en agosto… ¿O no es así?

—Bueno, bueno, perdona, que estoy hasta los huevos de oír que la culpa la tenemos todos…, pero ¡hasta los huevos! —replicó Hugo—. Los culpables serán los que han permitido que viviéramos así y, si no me equivoco, quienes lo han permitido han sido los bancos, que se han inflado a darnos créditos a treinta años para que se los devolviéramos multiplicados por siete… Joder, a ver si ahora vamos a creernos el discursito ese de que la culpa la tenemos todos. No, no. La culpa la tienen los que la tienen, y los demás somos las víctimas. V-í-c-t-i-m-a-s. Tú, tú, tú, tú, tú y yo. Aquí estamos seis. Y encima va a tocarnos pagar. A ver si nos queda a todos claro, hombre, que me pone enfermo ver cómo va calando el mensaje de que nosotros somos responsables porque tenemos una clase política que es una incompetente.

—Pues enfermo no te pongas, que el hospital vas a tener que pagarlo tú.

Rober, Rita y yo nos reímos. A Hugo le explotó la vena en la frente.

—No me saques el temita de la sanidad… porque ésa es otra.

Nos encanta pincharle.

—¿La sanidad? —dijo Rober—. A ver, Hugo, que lo de la sanidad gratis para todos se acabó, que ha sido un chollo insostenible.

—¡Ya estamos con lo de la insostenibilidad y con lo de que si hemos vivido en los mundos de Yupi! Joder, ¡es que me cabreáis, coño! Que eso no es, que la sanidad no es gratis, que la pagamos todos. Que la putada de un sistema de bienestar es que la gente no tiene conciencia social.

—Relájate, tío, que al final tenemos que llevarte a urgencias de verdad.

—Vamos a ver, Hugo. —Blas se sirvió vino otra vez—. Yo estoy de acuerdo contigo en que no estamos educados para vivir en una democracia con derechos sociales, porque eso incluye necesariamente la solidaridad social, que no la tenemos. Que todo hijo de vecino, cuando le llega la nómina, lo primero que piensa es «Estos cabrones están quedándose con mi sueldo». ¿O no? ¿O no lo pensáis vosotros? ¿Y eso sabéis por qué lo pensamos? Porque no estamos educados para cuidar lo público, porque sólo nos han enseñado a cuidar lo privado… Que no tenemos ni puta idea de lo que significa «conciencia social».

—Pues pasa el vino, concienciado, que te has servido tú solo —protestó Rober.

—Ah, perdón. —Blas pasó la botella.

—Y luego está lo de la universidad, que ésa es otra…

—Vale, pero no te enrolles, Blas, que coges el hilo y no hay quien pille la palabra, te lo digo con todo el cariño —le dijo Alvar.

—¡Joer, si no me enrollo, lo que pasa es que nunca me dejáis acabar! A mí… —dijo retomando la conversación antes de que nadie pudiera meter baza—, a mí lo que me parece es que la reforma no tiene que estar en la universidad, sino antes. Ahí sí que están los cimientos para una sociedad sana: en la escuela… Y mira lo que tenemos: la ESO. «¿Tú qué estudias?» «Yo la eso.» Que es como decir: «Yo estudio una cosa.» ¡Cosa! Una cosa que como no sabían qué nombre ponerle le pusieron «ESO», una palabra indeterminada, sin definición…

—¡Con lo que molaba la EGB! —interrumpió Alvar. Blas frunció el ceño—. Perdón. Sigue.

—Y mientras no empiecen la reforma por ahí, estarán perdiendo el tiempo… —Blas dio un sorbo al vino y pinchó un poco de ensalada—. Porque la gente no se forma a los veinte ni a los veinticinco, se forma a los seis, a los siete, a los ocho, y si no trabajas con ellos los conceptos sociales a esa edad, no pretendas metérselos cuando ya son adultos.

—Adultos a los veinticinco conozco pocos…

—¡Y a los cuarenta menos! Jajaja.

—Una cosa, chicos —interrumpió Rita bajando un poco la voz, en plan apuntador—: que va a llegar el segundo plato, todavía no hemos hablado del euro y se nos va a echar la tarde encima.

—Tienes razón —concedió Alvar—. Os voy a resumir la situación en una sola una frase para que luego nadie diga que soy un coñazo, como otros. —Se levantó y echó a correr como si alguien lo persiguiera, gritando—: ¡Socorro, que viene Europaaaaaaaa! —Se metió en la cocina y asomó la cabeza por la puerta—: ¿O es ex Europa?

Nos descojonamos y, ya que había salido el tema de los ex, les contamos lo de Jonás y Carlota.

—¿Se han separado? ¡Si parecían superenamorados!

Les dijimos que sí, que lo parecían, pero que ya no. Les contamos lo de los mensajes por el cumpleaños.

—Hay que ver cómo es Carlota, qué tía…

—¿Y por qué no ha venido hoy? —preguntó Rober.

—Porque se ha ido a Asturias, a un curso para aprender a hacer fabes con almejas —contesté.

Rober, Hugo y Alvar se atragantaron con el vino.

—Es lo que tiene estar sola —añadí tranquilamente después de darle una larga calada a mi cigarro—. Que te apuntas a todo.

Después de comer me levanté para preparar el café.

—¿Y el sábado que viene vais a ir a la mani o qué? —pregunté cuando volvía con la bandeja de pasteles—. Rita y yo sí.

Alvar contestó que él también. Blas dijo que él no sabía. Alvar comentó que entonces se venía con nosotras. Hugo respondió que sí, claro, que además había estado fotocopiando pasquines. Rober dijo que él no iba, que no le hacía el juego a los sindicatos ni de coña.

—Yo no sé qué va a pasar, pero voy a deciros una cosa —apuntó Hugo mientras subía la copa para que hiciéramos un brindis—: Vamos de culo.

Siempre ha sido un tremendista.