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SÓLO ES ESO

Jonás ha dejado a Carlota.

—Pero, vamos a ver, ¿qué te ha dicho?

—Nada, no me ha dicho nada —me contó por teléfono—. Cuando llegué el domingo por la noche, estaba como lo había dejado el viernes: tumbado en el sofá y con un careto hasta el suelo. Le pregunté otra vez que si le pasaba algo y me dijo que no y que no le apetecía hablar. Yo me fui a la cama porque estaba agotada y él se quedó viendo la tele. El lunes por la mañana nos fuimos los dos a trabajar y durante el día no hablamos nada, ni me llamó ni lo llamé, y por la noche volví a preguntarle que si le pasaba algo y me dijo que no, que no le pasaba nada.

—Pero ¿seguía raro? —pregunté.

—Igual que antes de irme a la montaña o peor. Gruñendo todo el rato, como si fuera un oso.

—¿Y entonces qué?

—Y entonces el martes le digo que si me lo va a soltar de una vez y me dice que deje de preguntarle porque no quiere hablar. Es más, no me lo dice, me lo ruega: «Te ruego, Carlota, que dejes de preguntarme.» Y, claro, yo me callé, pero el miércoles estuve pensando todo el día que de aquella noche no pasaba. «De esta noche no pasa ni de coña», me dije. Y no pasó.

—¿Y qué? —pregunté.

—Pues nada, que estábamos cenando y me suelta de repente que no puede seguir así y que se va. «Me voy», me dice. «¿Que te vas?», pregunté. Y él me contesta: «Sí, Carlota, me voy.» «Pero ¿qué me estás contando, Jonás? ¿Que te vas adónde?» «A casa de un amigo, de momento», y entonces me mira con ojos de cordero degollado y me dice: «Te estoy haciendo demasiado daño, Carlota, y no puedo seguir así.» Y el viernes cuando llegué de currar se había llevado todas sus cosas.

—¿También los esquíes y la bici?

—También.

—¿Y la caja de herramientas?

—También. No ha dejado nada.

—Flipo.

—Pues imagínate yo.