A LA MONTAÑA
Siguiendo con los planes para la vida real y, en concreto, la entrega incondicional a la naturaleza, este fin de semana nos hemos ido a la montaña Alvar, Rita, Carlota y yo. El viernes, después de salir del curro, cargamos el maletero del coche, pusimos la música a tope y salimos de Madrid con destino a los Pirineos, a casa de Alice, una amiga nuestra que tiene nombre extranjero pero nació en Chamberí y hace unos meses se cansó de la ciudad y se fue a vivir a la montaña.
A las dos horas aparecimos en Burgos.
—Un momento, chicas —dijo Alvar, que se había pedido el primer turno de conducir—. ¿Por dónde se coge la carretera a Huesca? No lo pone en ningún cartel.
—Santander, Logroño, Bilbao —leí los paneles en voz alta—. Pues no, no lo pone.
—¡Ostras! —gritó Carlota—. ¡Que estamos en Burgos! ¡Que nos hemos equivocado de carretera!
—Pero ¿qué dices? —Alvar soltó el volante y se llevó una mano a la cabeza.
—¡Que teníamos que haber cogido la A-2 y hemos cogido la A-1!
—¡Tooooooooma ya! —A Rita no se le ocurrió otra cosa y empezó a aplaudir.
Carlota cogió el móvil y marcó un número rápidamente.
—Alice, que no sabes lo que nos ha pasado, tía, que resulta que estamos en Burgos, que nos hemos equivocado de carretera… ¿Que cómo? Pues ni idea, chica, que somos así de torpes… No, no, no nos esperéis para cenar, porque vamos a llegar tarde, vosotros cenad tranquilos y cuando vayamos a llegar os ponemos un mensaje… Vaaale, sí, sí, no os preocupéis, que vamos despacio… Nada, nada… Hala, un beso, ciao!
Cuelga.
—Solucionado. Llegamos más tarde y punto. Tira hacia Logroño, Alvar, que nos vamos de tournée.
Es lo que tiene viajar con colegas. Si eso te pasa con tu pareja, lo dejas directamente: que si la culpa es tuya, que si por qué no has mirado el mapa antes de salir de casa, que si no hubieras tardado tanto en arreglarte a lo mejor no iba luego con prisas y no me habría equivocado, que si no te gusta cómo me oriento te orientas tú, que por qué no hemos comprado el navegador si te dije que lo compráramos, que si yo contigo paso de viajar, que si anules el hotel porque ya no merece la pena, que si mejor des la vuelta que nos volvemos a Madrid. Y se te fastidia el viaje. En cambio, con amigos todo parece maravilloso: ¿que te equivocas y tienes que dar la vuelta a España para llegar? Pues la das. Mejor. Más rato para hablar en el coche.
Pasamos todo el trayecto cantando las canciones que había grabado Rita y recordando cosas de hace mil años que ya hemos recordado cientos de veces pero que cada vez que las contamos nos gustan más y nos hacen más gracia. Cuando estábamos a punto de llegar a nuestro destino, Carlota bajó la música.
—Os tengo que contar algo que me tiene un poco preocupada… —Hizo una pausa y suspiró—. Jonás está muy raro. Casi no me habla, se pasa el día malhumorado y no sé qué hacer.
—Tendrá una mala semana, el pobre.
—Ya, Alvar, pero es que no es sólo una semana, es que lleva así más de un mes.
—¿Y por qué no nos lo has contado antes? —preguntó Rita.
—Yo qué sé, porque pensé que se le pasaría, pero…
—Bueno, chica, será una crisis —interrumpió Alvar—. Todo el mundo tiene derecho a tenerla.
—Sí, claro, todo el mundo tiene derecho a tener una crisis, por supuesto. Pero vivimos juntos, ¿no? Digo yo que las crisis se comparten con la pareja… Y él la debe de estar compartiendo con su móvil, porque no se separa un minuto de él, se lo lleva hasta para cagar.
—¿Y antes no? —pregunté.
—No, antes no. Antes lo dejaba encima de la mesa, no se metía con el móvil en el cuarto de baño. Y encima le ha puesto una clave.
«Le ha puesto una clave… Eso sí que es una movida», pensé. Rita y Alvar también lo pensaron, pero ninguno le dijimos nada a Carlota.
—¿Y le has preguntado si le pasa algo?
—Sí, Nata, pero me dice que no le pasa nada, que sólo está un poco agobiado por el curro y que no le apetece hablar.
—Bueno, tía, tú ahora desconecta, que nos está esperando la vida en la montaña —dijo Alvar para darle ánimos—. Verás como el aire puro te oxigena las neuronas.
Y se nos oxigenaron pero bien. Cuando llegamos, Alice estaba esperándonos en un bar con sus amigos montañeros y estuvimos tomando cervezas hasta las dos y media o las tres de la madrugada, que decidimos irnos a casa porque al día siguiente queríamos hacer senderismo.
Estábamos deshaciendo las maletas antes de acostarnos, cuando oímos que Alvar, desde su habitación, le preguntó a Alice que si tenía perchas.
—¿Perchas? —repuso ella desde la cocina—. ¿Para qué?
—Para que no se me arruguen las camisas —respondió él.
Las cuatro soltamos una carcajada porque no nos podíamos creer que Alvar se hubiera traído camisas desde Madrid, si en la montaña todo el mundo va con la ropa de ayer. Nos contestó que lo dejáramos en paz, que él era como era, y que si los demás salían hechos unos zorros no era su problema. Y que los amigos de Alice le habían caído muy bien y que estaban como un cañón, pero que no había conseguido entender en toda la noche, por más que lo había intentado, que entraran en los garitos y no se quitaran el gorro de lana, con el calor que hacía dentro. Alice dijo que sí, que a ella al principio también le extrañó, pero que luego se había acostumbrado y ahora ella tampoco se lo quitaba. «Si me quito el gorro es como si me faltara algo», reconoció.
Entonces, Alvar sacó de su maleta un gorro de lana multicolor, se puso unas gafas de sol, se bajó el pantalón hasta la mitad del culo con el calzoncillo por fuera y empezó a bailar en medio del salón la música que había puesto Alice en el ordenador. Nosotras también fuimos a por nuestros gorros y nuestras gafas, nos abrimos unas cuantas birras más y al final nos dieron las mil con la tontería. A las cinco nos fuimos a dormir porque habíamos quedado por la mañana temprano.
Nos levantamos a las nueve, nos hicimos unos bocatas y bajamos al bar donde estaban esperándonos los amigos de Alice. Nos pedimos un café con leche, un zumo y una tostada con tomate y aceite. Uno comentó que el pan lo hacía un vecino suyo en un horno de leña que había heredado de su bisabuelo y nosotros dijimos que sí, que ya habíamos notado que el pan era casero, porque tenía un sabor completamente distinto, igual que el tomate, que sabía a huerta. El amigo de Alice contestó que si nosotros lo decíamos que vale, pero que él había visto esa semana al del bar comprando tomates en el súper. Rita replicó que menudo chasco y Alvar que a él le daba igual que fueran del súper o transgénicos, que le sabían a gloria. Nos reímos y el colega y Alvar brindaron con la taza del café. Pagamos, recogimos nuestras mochilas y nos fuimos de senderismo.
Caminamos un par de horas hasta llegar al claro de una pradera, donde extendimos unas esteras y nos pasamos la tarde tirados y mirando las nubes mientras Alice y sus amigos nos contaban lo que mola vivir en un pueblo, alejados del tumulto de la ciudad. Casi todos se habían quedado sin curro en Madrid y, después de un currículum tras otro, cuando ya no podían pagar el alquiler en la ciudad, se hicieron el petate y se marcharon. Entre las pistas de esquí y las tiendas y restaurantes van más o menos tirando. Dicen que tampoco se necesita tanto para vivir, que en el campo aprendes a desprenderte de las cosas y a no estar todo el día consumiendo, que descubres que puedes entablar una relación con la naturaleza que antes ni se te pasaba por la cabeza que existía y que te das cuenta de que muchas de las cosas que te parecían imprescindibles son superfluas, y pasas de ser un animal de consumo a lo que eres en realidad: un animal a secas. Carlota contó que hay un documental en el que hablan precisamente de eso, de la modificación genética que nos produce la civilización y preguntó que si no lo habían visto en la tele. Dijeron que no, que no tenían tele. Que la tele te amarga la vida, porque el mal rollo se contagia y que por eso estamos yendo a peor. Que ellos prefieren respirar a ahogarse. Me hizo gracia oír lo del mal rollo mientras se liaban un canuto, y me daba mucha envidia escucharlos con sus rastas, sus tatuajes y sus frases de poeta. Pensaba si yo tendría huevos algún día de hacer lo mismo: dejarlo todo y empezar de cero en otro lugar.
Echamos una partida de cartas y cuando empezó a hacerse de noche recogimos nuestras cosas e iniciamos el camino de regreso cantando las canciones de Vetusta Morla. Cuando llegábamos al estribillo —«A veces noooooooooo soooooooooooy yo, busco un difraaaaz mejoor»—, parábamos en seco y nos desgañitábamos hasta quedarnos roncos. Compartir las canciones a gritos es una sensación fabulosa.
El domingo después de comer metimos las maletas en el coche, miramos bien el mapa para no hacer el primo otra vez, y enfilamos la carretera de vuelta a casa.
—Pues nada, a ver el panorama que me encuentro cuando llegue. —Carlota miró por la ventanilla y suspiró—. Espero que se le haya pasado el mal humor a Jonás.
Le dijimos que no se preocupara, que seguro que sólo estaba un poco agobiado por el curro.
—Verás como sólo es eso.