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EN CASA DE LOLA

Hemos quedado en casa de Lola porque quería hacernos una demostración a lo avonllamaatupuerta de una línea nueva de cosméticos de una empresa estadounidense de la que se ha hecho representante. Cuando entramos nos dice que está muy feliz porque ha encontrado el trabajo de su vida, nosotras le decimos que enhorabuena, pero que eso mismo se lo hemos oído decir quinientas veces antes. Nos dice que somos unas cabronas y le quitamos la ilusión a cualquiera, le decimos que más cabrona es ella que sólo nos llama cuando quiere vendernos algo y nos dice que sí, que tenemos razón, pero que esta vez no nos vamos a arrepentir.

Entramos en el salón y encima del sofá y de la mesa ha desplegado pintalabios, maquillajes, bases, sombras, rímeles, cremas para la cara, para el contorno de ojos, anticelulíticas, mascarillas e hidratantes. Hemos empezado a probárnoslas a boleo y, cuando ya estábamos a punto del sarpullido, suelta aplaudiendo y dando pequeños saltitos que le movían las tetas de arriba abajo:

—Y ahora, chicas… ¡My Secret Love!

—¡Sííííí! —berreamos nosotras dando también saltos ridículos—. ¡Secret Love!

—¡Saca a los maromos de debajo de la cama, Lola! —gritó Rita.

Pesaban los Baileys que nos estábamos tomando. Yo incluso pensé que iba a sacar al negro de mi gimnasio.

—Anda, idiotas, para qué queremos hombres teniendo esto —respondió completamente seria mientras abría una maleta con un arsenal de consoladores y de objetos sexuales.

A mí se me atragantó el sorbo que acababa de darle a la crema de whisky.

—A ver, chicas —continuó Lola queriendo decir: «Dejad las cremas de una puñetera vez y atendedme»—: En realidad lo que vendo es esto. Lo del maquillaje es de enganche, porque las americanas son muy rancias y si les cuentas lo del tuppersex se hacen las remilgadas y sólo te llaman para las despedidas de soltera. En cambio, les dices que vas a enseñarles cosmética y te organizan un té con pastas y con amigas. Las pintarrajeas a todas y, cuando se ven superexplosivas, tú, que eres la profesional, o sea yo, saco esta otra maleta llena de productos y les cuento que lo que vuelve locos a los maridos y a los amantes, sobre todo a los amantes, son los juguetes. Estos juguetes.

Nos entró la risa al verla tan seria hablando de consoladores.

—Vosotras reíros, reíros, pero mi empresa se está forrando y me ha hecho Product Manager. Vais a flipar con lo que voy a enseñaros.

Sacó unas bolas chinas.

—Estas bolas, por ejemplo. Son buenísimas para la musculatura interna, hay tías que las llevan todo el día puestas.

—¿Por la calle? —preguntó Rita.

—Por la calle. Yo conozco a una que vive aquí, en la glorieta de Quevedo, y se pasa la vida con las bolas dentro. ¿Que se va trabajar? Se pone las bolas. ¿Que tiene que ir al supermercado a hacer la compra? Con las bolas. ¿Que va a visitar a su madre? Las bolas dentro.

—Juer, y ¿cómo es la señora? —pregunté.

—¿Cómo que cómo es? ¿Cómo va a ser? Normal.

—Ah.

Me imaginé a la señora normal por el centro de la ciudad, entre un bullicio de personas caminando como autómatas agarrados a sus bolsos y a sus bolsas de la compra. La señora, de estatura y de edad medianas, lleva unos pantalones negros que se le ajustan un poco a las caderas y unos zapatos planos. El pelo oscuro cortado a tazón. No hay nada en ella que llame la atención, excepto que tiene una sonrisa de oreja a oreja. Aunque no quieras, aunque no tengas ganas de observarla porque estés a otras cosas, los ojos se te acaban yendo a la señora, que sigue caminando entre la gente ajena a todas las miradas. Bruscamente, un helicóptero irrumpe en el cielo haciendo un ruido estrepitoso e infernal. Todos frenan en seco, agarran sus bolsos con fuerza y miran hacia arriba. También la señora, que siente cómo la luz de un foco se cierne sobre ella mientras un policía grita por el megáfono desde las alturas:

—¡Señora! ¡Usted, la del pelo a tazón! ¡Abandone la calle!

La señora hace un gesto con la mano señalándose el pecho como diciendo: «¿Quién? ¿Yo?»

—Sí, usted, usted… ¿Qué se ha creído, que tal como están las cosas puede ir con unas bolas chinas disfrutando todo el día? ¡Estaría bueno! ¡Se saca las bolas chinas o abandona la calle!

—Pero ¿qué pasa? —dice ella.

—¿Qué pasa, Nata? —preguntó Rita—. Te has quedado como ida.

—Nada, nada… Perdón.

—Hija, Nata, qué manía tienes con interrumpir. Sigo.

Lola sacó de la maleta dos cremas para el clítoris, se las extendió en la parte interna de las muñecas y nos explicó que una ardía y la otra congelaba, aunque se puede jugar a combinar las dos.

—No es que se pueda, es que es mejor. Él se pone una y tú te pones otra. Y luego intercambiáis.

—Se te han puesto las muñecas rojas, Lola, te ha dado como reacción —observé.

—De eso se trata, Nata, de que te dé reacción. Sexual —matizó—. Reacción sexual.

—Ah.

—Pues no sé qué decirte —apuntó Rita mirándose la muñeca también enrojecida—, alguno que yo conozco es capaz de llamar a urgencias.

Nos reímos. Ya estaba yo viendo la ambulancia en el portal de la casa de Rita y ella corriendo en bragas detrás de los camilleros: «Que no pasa nada, de verdad, chicos, que sólo es una crema, que pone en las instrucciones que el efecto se pasa en un rato. ¡No os lo llevéis!»

—Pues si no os gustan, las guardo.

Lola devolvió a la maleta las cremas irritantes y sacó una muestra de lubricantes de todos los olores que estuvimos toqueteando para probar las texturas. Carlota dio una chupada a uno para ver si sabía rico.

—Pues no sabe a nada —dijo.

—¿A qué va a saber? Sólo huele —explicó Lola queriendo decir: «Anda queeee…»

Por último, sacó un folleto explicativo de los quince consoladores.

—Cuestan setenta y cinco pavos, pero son de alta tecnología. Elegid.

—Yo paso —dije.

—Sí, tú pasas, pero luego bien que te va a gustar. Anda, elige.

Miré la fila de aparatos rosas, azulones, verdes, blancos, negros, chocolate. Los había clásicos y con forma de gusano, con doble o triple estimulación, e incluso había uno que parecía de acero. Tuve miedo.

—Que no.

—Allá tú, ¿vosotras?

Carlota se lanzó a por uno rosado de doble estimulación y Rita a por el de acero.

—Venga, Nata, no seas tonta, si ya todo el mundo tiene uno, y a los tíos les encanta.

—Que no.

Al regresar a casa con el vibrador en el bolso he pensado que, cuando hablaba de entregarme a la vida cultural, no me refería precisamente a esto.