CARNÉ DE SOCIA
He ido al mediodía porque pensaba que estaría vacío y resulta que estaba hasta los topes porque todo el mundo ha pensado lo mismo.
Nada más entrar me he dicho a mí misma que menos mal que no se me había ocurrido ir en chándal, porque lo mismo el segurata de la puerta no me habría dejado pasar.
Una chica con una falda de colorinchis y una camiseta con la marca sellada en lentejuelas rosas me ha atendido en recepción, me ha dado una toalla y una llave, y me ha dicho que me acompañaba a los vestuarios. He creído que me hablaba a mí cuando bajábamos la escalera, y le he dicho dos veces «¿Qué?», pero no era a mí a quien hablaba, sino al móvil.
Me he puesto mi ropa de gimnasio, un pañuelo en la cabeza para que no me molestara el pelo, me he atado la llave de la taquilla en el cordón de las zapatillas y he ido hacia una sala con bicicletas estáticas llena de televisores con informativos, películas, documentales, deportes y tertulias del corazón. Había de todo para elegir, pero como no tenían audio y no me enteraba de nada, me he ido a otra sala que había al lado con máquinas de entrenamiento.
Mi primer aparato ha sido la cinta de correr. Me he subido, he puesto el cronómetro en intensidad media y he empezado a andar a toda pastilla delante de un espejo que ocupaba toda la pared y en el que todos se estaban mirando a sí mismos menos yo, que estaba mirando al de al lado, que era un señor inmenso que estaba sudando a chorros y empezaba a preocuparme, porque parecía que estuviera a punto de darle un infarto. Cuando por fin el hombre se ha bajado de la máquina, me he quedado más tranquila y me he puesto a lo mío, pero entonces ha llegado una adolescente a ocupar el sitio del señor gordo y se me ha vuelto a escapar la mirada porque no entendía por qué esa flaca tenía que ir al gimnasio, con lo bien que se está en casa sin hacer nada perdiendo el tiempo. Al ratito se ha marchado porque la han llamado al móvil que llevaba sujeto al cinturón y yo he conseguido concentrarme en la máquina. He estado dándole que te pego a la cinta hasta que he pensado que el infarto que no le había dado al señor me iba a dar a mí. He parado en seco. He mirado el contador: doce minutos. Ni en broma he corrido doce minutos. Pero ni en broma. Habrán sido veintiuno y al cronómetro le han bailado los números. Me he puesto a toquetear los botones para arreglarlo, cuando se me acerca un monitor de color negro. Que es negro, quiero decir.
—¿Se te ha bloqueado la máquina, reina?
(¿Reina?)
—No —respondo un poco cortada—. Es que está rota. Pone que he corrido doce minutos, y yo he estado casi media hora.
—A ver, déjame echar un vistazo.
No sé si bajarme de la cinta o quedarme, y como no sé qué hacer, no hago nada y me quedo. El negro mete medio cuerpo (—azo) entre la máquina y yo, y empieza a manipular la pantalla.
—No, cielo…
(¿Cielo?)
—Son doce minutos los que has corrido —me asegura—, pero para la primera vez está perfecto.
—Pero si he corrido veintiuno.
—No, cariño, has corrido doce, pero si quieres correr más, yo te pongo más.
(Reina, cielo, cariño, correr, te pongo… Estoy mareada.)
—Mejor no —contesto.
—¿Te apetece que probemos otro aparato?
(¿Aparato?)
—No.
—¿Quieres que hagamos una tabla de iniciación?
—No —repito.
—¿No? —pregunta.
—No, es que tengo que irme.
—Como quieras. Bye.
—Adiós.
He bajado de la máquina completamente acalorada porque tantas atenciones de golpe me han desconcertado, ya no estoy acostumbrada.
He ido a los vestuarios, me he metido en la ducha y, cuando ya estaba dentro con el grifo abierto y la cabeza enjabonada, he visto el desagüe lleno de pelos y me he dado cuenta de que se me habían olvidado las chanclas. Cuando he salido y he ido a secarme el pelo, me he dado cuenta de que se me había olvidado el secador.