LA MANI
Hemos quedado a las diez y media, un poco temprano para ser domingo, pero no nos ha importado madrugar. Nos hemos tomado un café para despejarnos y, como era imposible llevar el coche al centro, hemos cogido el metro hasta Colón, donde habíamos quedado con Alvar. Cuando hemos salido de la estación ya no cabía un alfiler en la Castellana; menos mal que llevábamos móvil, si no, no lo hubiéramos encontrado.
Nos hemos pegado al mogollón y hemos canturreado todas las canciones y berreado todas consignas, a cual más ingeniosa. Siempre me pregunto quién y cómo se las inventarán, si las traerán sabidas de casa o las crearán sobre la marcha. Algunas me hacen tanta gracia que me da la risa y no puedo seguir.
Vamos andando a paso de tortuga entre toda la gente que no sabe dónde pisa porque va muy entretenida tuiteando y haciendo fotos para colgarlas. Yo he sacado mi móvil un par de veces, pero enseguida lo he guardado, porque con la tontería he estado a punto de perderme. Nos hemos encontrado con mis padres, que estaban con unos amigos, aunque sólo hemos estado con ellos cinco minutos porque queríamos ir a buscar a Hugo, a ver si lo encontrábamos con sus pasquines y su altavoz. Había miles de personas. Cientos de miles. Millones. Bueno, millones no, pero casi. Me he acordado de la señora de las bolas chinas y el pelo a tazón y he mirado al cielo buscando el helicóptero que vigilaba la zona, esperando ver el foco encendido y al policía con el megáfono llamándole la atención.
—¡Fortunata Fortuna!
Alguien grita mi nombre y mi apellido. Me doy la vuelta.
—¡Mauro!
Qué sorpresa. Pero ¡qué sorpresa!
—Cuánto tiempo sin verte, Nata.
—Sí.
Me he quedado tan cortada que sólo se me ha ocurrido decir «Hola».
—¡Hola!
—¿Qué haces luego? —me ha preguntado con una sonrisa que le inundaba la cara—. ¿Te apetece que nos tomemos algo?
—Vale.
Vale, pues quedamos luego. Hace meses que no veo a Mauro y voy a verlo luego. Hace meses que pienso en aquella noche en la que me marché de repente porque no me había llevado el documento para que no me hiciera daño y voy a verlo luego. Nos escribimos un par de mensajes, no me atreví a llamarle porque soy una cobarde y voy a verlo luego. Nunca más nos vimos y voy a verlo luego. Y entonces nos tomaremos unas cervezas y quizá me pregunte por qué no di señales de vida nunca más y yo le responda que por qué no las dio él. Y puede que tenga la oportunidad de decirle que, durante todo este tiempo, la única persona que ha venido a mi pensamiento a escondidas ha sido él, porque aquella noche algo se me removió por dentro cuando me besó, y no es fácil que alguien consiga removerte el corazón cuando lo tienes a prueba de bombas atómicas. Igual me besa. Igual no. Igual pasa como la otra vez, que me besa y me voy; igual ni siquiera lo intenta. Qué lío. Igual es mejor no ir, y así no arriesgo. La marea de gente me arrastra hacia el interior de un remolino de gritos y de música. Estoy completamente turbada. Mauro. Me he encontrado con Mauro. Ya sí que no me voy a Buenos Aires ni a ningún otro sitio. Me tiran de la camiseta por detrás.
—¡Nata!
—¡Rita!
—¿Estás boba o qué? Creía que te habías perdido de verdad.
—Es que me he despistado.
—Vamos, anda, que ahora ya no sé por dónde he dejado a Alvar.
—Sí, vamos.