IRME
Me voy. A Buenos Aires, por ejemplo. Lo primero que tengo que hacer es poner mi casa en alquiler; lo segundo, hablar con el novio, ex novio, rollo, ex rollo o lo que sea el argentino de Rita para que me busque un amigo que pueda adoptarme durante un tiempo en su casa; lo tercero, hablar con mi jefe, que como se sentirá culpable por haberme despedido y tiene contactos con agencias en la capital me encontrará un hueco en alguna. Si no lo consigue, que me busque curro en un bar y me pongo a servir copas.
El bar está lleno de argentinos y están todos buenísimos; un poco pesados, pero buenísimos. La música suena a todo trapo y yo estoy detrás de la barra, con minifalda y el pelo rapado, que se liga mogollón. La gente se pone en fila para pedirme un fernet con coca-cola y yo les cobro de menos aposta, porque quiero caer bien y porque el amigo de Donato, el dueño del bar, es también español y me ha dado barra libre si quiero invitar, porque los dos sabemos que cuando más dinero se gasta la gente es cuando más borracha está.
Llega la hora de cerrar, son las seis de la mañana, salgo del garito y unos amigos están esperándome en la puerta con un todo terreno destartalado y descapotable para llevarme a Tigre, donde tenemos una lanchita que nos acerca hasta la casa de Martín, que tiene el pelo hasta la cintura y pronuncia mi nombre entero y a lo largo (¡Fortunaaaaataaaaa!) porque le hace mucha gracia que me llame como la protagonista de Galdós. Dice que eso sí que es echarle un órdago a la vida. Yo le digo que mis padres lo hicieron para compensar el apellido Fortuna y, justo después de decirlo, pienso que esa frase: «Mis padres lo hicieron para compensar el apellido Fortuna» es la que más veces he repetido en toda mi vida. Sonrío, le doy un abrazo y me siento bien. Huele a porro. Alguien habla de nosotros. De los españoles.
—¿Qué les pasó a los españoles? La que está cayendo y están como dormidos…
—Bueno —respondo al tiempo que doy una calada—, yo no lo veo así… De dormidos nada. De todas formas, yo revisaría los canales de televisión que os llegan de España, no vaya a ser que vuestra presidenta se los haya quedado.
—Sí, tenés razón… qué viva que es… —dice Martín como hablando para sí—. Le gusta quedarse con todo lo que pilla…
Es lo que mola de discutir fumando canutos, que nadie se siente molesto por nada. Levantamos la copa y brindamos por la hermandad en plan épico. La música suena en el equipo que hay en la terraza-embarcadero y nos levantamos para bailar hasta el amanecer sin que yo tenga que meterme la mano en el bolsillo como cuando no sabía. De pronto me doy cuenta de que llevo más de cinco horas sin hacerle caso al móvil y voy a buscarlo al bolso. Lo enciendo y tengo tres mensajes de un tío con el que me enrollé hace dos días, un actor de moda en Argentina que no puede entender por qué carajo paso de él. En vez de contestar, apago el teléfono, lo meto otra vez en el bolso y vuelvo a la terraza-embarcadero. Martín cocina unas pizzas en un hornillo que nos comemos acompañadas de unas cervezas bien frías. Se va abriendo el cielo del nuevo día y está azul, no gris.
Después de comer me acercan a casa y me meto en la cama de una habitación de un piso superchulo que he conseguido alquilar porque el argentino de Rita pasó de mí y al final tuve que encontrarlo en Internet, y es mucho mejor de lo que nunca habría podido imaginar. Cuando me despierto de la siesta son las siete de la tarde, voy a la cocina y, al abrir la nevera, hay tantas cosas que no sé cuál elegir. Me decido por las natillas y me voy al living, porque tengo living. Pongo por decimonovena vez El lado oscuro del corazón y, cuando arranca la peli, voy hablando a la vez que Darío Grandinetti mientras recita el poema de Oliverio Girondo: «No sé… Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en eso soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar, pierden el tiempo conmigo.»
Mañana es viernes y la vida en Buenos Aires me parece maravillosa.