8

MENSAJES

Nos hemos escrito un par de mensajes por primera vez. Románticos, quiero decir. Él me ha puesto: «Llevo todo el día pensando en ti.» Y yo: «Yo también. Acuérdate de traerme esta tarde el libro que me prometiste.» «Sí, ya lo he cogido. No se me olvidan las cosas que tienen que ver contigo.»

Cuando ha llegado a mi casa, lo traía escondido en la espalda y hemos estado un buen rato jugando hasta que he conseguido que me lo diera. Al verlo, me he quedado estupefacta.

—Mauro, es un libro de autoayuda.

—¿Qué pasa? ¿No te gustan?

—Pues no, no me gustan.

—Pero si éste no lo has leído.

—Ya, pero no me gustan.

—Ay, princesa, los prejuicios, ¡qué daño nos hacen!

Iba a decirle que qué prejuicios ni qué ocho cuartos, que esos libros son una estupidez y punto, pero me he callado, porque si empiezo no acabo. Si me arranco y le suelto que tampoco podía imaginarme que no viera las pelis en versión original, ni que fuera a llamarme horteradas como «princesa» y «cariño», lo mismo coge y se pira de mi casa, así que me he callado y le he dado un beso larguísimo en el cuello.

—Lo leeré. Muchas gracias.

—No voy a hacerte un examen para comprobarlo —ha respondido riéndose—. Si quieres leerlo, bien, y si no, lo dejas en la estantería y santas pascuas.

Eso es lo que me gusta de Mauro, que le da a las cosas la importancia justa. No como yo.

Nos hemos puesto a preparar la cena y cuando estaba haciendo la ensalada me ha venido a la cabeza una pregunta absurda.

—¿Tú lo has leído?

—¡Claro! ¿Crees que te paso un libro que no me he leído o qué?

Me he quedado callada. Un libro de autoayuda no se lee así porque sí, sólo se lee cuando uno cree que lo necesita. He seguido cortando el tomate en cuadraditos mientras me juraba que no haría la siguiente pregunta, pero me ha salido sin querer:

—¿Y por qué lo leíste?

—Porque lo necesitaba. Estaba pasando un mal momento.

—Ah.

(Un mal momento. ¿Cuándo ha pasado Mauro un mal momento? Y lo más importante… ¿Con quién ha pasado Mauro un mal momento?)

He apretado los dientes con fuerza para no seguir preguntando. Si llego a tener cerca la caja de los hilos, me coso la boca.

—¿Con quién?

(¿Dónde está la puñetera caja de los hilos?)

—¿Con quién, qué?

—Que con quién estabas pasando un mal momento…

—Con mi ex.

—Ah.

(O sea, que tiene una ex.)

—¿Quieres que te lo cuente? —me pregunta.

—No, no, qué va. No.

He pensado que definitivamente tendría que haberme cosido la boca y he seguido cortando el tomate, pero en vez de cuadraditos han empezado a salirme trozos enormes, de los que cuesta tragar.

—Se llama Elena.

—No te he preguntado.

—Ya, pero quiero contártelo.

—Ya, pero no te he preguntado.

—Vale, pues no te lo cuento. Mejor.

Hemos puesto la mesa y nos hemos sentado a cenar. Yo callada, no me apetecía hablar. Podría haberme pasado antes, podría no haberme apetecido hablar diez minutos antes, la verdad. Maldita ex. Todos tienen una.

—No pasa nada, Nata —ha dicho él mirándome fijamente a los ojos—. Estuvimos cuatro años juntos y se acabó. Tú también estuviste con Alberto, ¿no?

—Claro, claro, si yo no digo nada. Te he dicho que no hace falta que me lo cuentes.

Y cuando estamos tumbados en el sofá, coge y me lo cuenta.

—Durante los dos primeros años todo fue bien. Yo estaba loco por ella, se me caía la baba, y supongo que a ella también. Estábamos flipando los dos. Elena me parecía guapa, lista, simpática… Era la mujer perfecta. El único defecto que tenía eran los celos, y al principio yo no les daba mucha importancia, pensaba que cuando estuviéramos más seguros de la relación se le pasarían, pero ocurrió justo lo contrario, y cuando nos fuimos a vivir juntos empezó la pesadilla. No podía hacer nada, no podía salir con mis amigos, no podía ir a una cena de trabajo, no podía organizar un solo plan que no la incluyera a ella. Teníamos unas movidas que no puedes ni imaginarte. Era como si se le cruzaran los cables de repente. Si llegaba a casa un poco más tarde de lo que ella esperaba, me gritaba, me decía que me odiaba y que me pirara de casa. Yo no entendía lo que estaba pasando, te juro que no lo entendía. Cogía la puerta y me iba, pero a la mañana siguiente ella me mandaba un mensaje en el que me decía que se había pasado la noche llorando, que me echaba de menos y que no podía vivir sin mí, y yo, como un idiota, volvía corriendo a buscarla porque sentía que tampoco podía vivir sin ella. Y entramos en un bucle increíble, era como estar todo el día subido en una montaña rusa: ahora sí, ahora no. Ahora te odio, ahora te quiero… Los reencuentros eran alucinantes. Bajábamos a los infiernos para tocar después el cielo juntos, conscientes de que en cuanto pasara la tregua volverían a caer las bombas sobre nuestras cabezas. Yo no rezo, Nata, pero te juro que durante aquella época rezaba para encontrar a alguien que me hiciera olvidarla, para conseguir salir del pozo emocional en el que me había metido. Conocí a algunas chicas, pero nada, me acostaba con ellas sólo para darme cuenta de que amaba a Elena… Sorprendentemente, al cabo de unos meses la relación se estabilizó de veras. No sé cómo pasó, supongo que crecimos y nos hartamos de jugar. Ella se tranquilizó, yo me tranquilicé y empezamos a ser una pareja normal. No nos peleábamos ni nos gritábamos, solamente nos queríamos, o eso parecía. Salíamos con otras parejas de amigos, decidimos comprarnos una casa con una hipoteca a treinta años, hicimos planes de futuro pensando que estaríamos siempre juntos… Pero, lejos de hacernos crecer, precisamente eso que durante tanto tiempo habíamos deseado que ocurriera, acabó con nosotros. Vino la rutina, empezamos a aburrirnos y fin.

Mauro se ha separado un poco de mí, se ha colocado otra vez en el sofá y me ha abrazado. He dado un respingo.

—Entonces un día apareciste tú. Cuando ya no lo esperaba, te encontré a ti. Fue aquel día que coincidimos en la cena que organizó la empresa… Nos fumamos aquel cigarro y enseguida dijiste que te ibas dentro. Llegaste como si nada y te fuiste igual, Nata, como si nada. Apenas me dio tiempo a pensar quién serías, sólo sabía que currabas en la misma agencia para la que yo trabajaba. Conseguí tu mail y te escribí por si querías que nos tomáramos algo pensando que ni de coña ibas a responderme. Pero recibí tu mail. Y fuimos a aquel bar, ¿te acuerdas?

—Sí.

—Y hablamos de viajes, y de música, y de un montón de tonterías, pero mientras te escuchaba pensé que eras un regalo que me acababa de enviar el cielo, o el destino, o como quieras llamarlo. Un regalo. Eras un regalo. Miraba cómo te brillaban los ojos al hablar, cómo sonreías por cualquier cosa, cómo te movías… ¡Dios, era como si estuvieras a varios centímetros de la Tierra…! Entonces te besé y tú te piraste sin mediar palabra. Nos enviamos un par de mensajes y nunca más volviste a dar señales de vida… Pensé que tendrías tu vida montada y no quise insistir, creí que jamás volvería a verte… Pero llegó el día de la mani y fue como si aquella mañana se iluminara para mí. Estabas perdida entre un montón de gente, pero te encontré. Te miré y te juro, Nata, que había luz.

Nos hemos quedado abrazados y callados.