EL BARCO
Salgo de la consulta completamente agotada. Hoy ha sido mi última sesión y estoy tan cansada que creo que me voy a desmayar, he tenido que sentarme un rato en las escaleras del portal hasta que se me ha pasado un poco el mareo. Cuando salgo está lloviendo a cántaros, y para variar he salido sin paraguas. No importa, sólo quiero llegar hasta el coche para ir a casa.
Tendré que llamar a Rita y a Carlota para decirles que estoy bien, porque durante estas semanas de terapia no he querido ver a nadie. No es que no quisiera, es que no podía. Las llamaré cuando llegue a casa por si quieren que nos veamos mañana. Tengo que decidir si les cuento lo que me han hecho, porque no es fácil confesar que a una le han borrado todos los recuerdos hasta dejarla vacía.
Camino por la calle en dirección al coche y cuando llego a donde pensaba que lo tenía aparcado no lo encuentro. Me quedo un momento parada en el hueco en el que juraría que lo había dejado, pero hay otro coche en su lugar. El mío no está. ¡Ah, no, qué susto! ¡Que no es esta calle, joder, que ese restaurante no estaba! Menos mal, ya pensaba que me lo habían robado. Doblo la esquina y camino hacia el siguiente cruce. Vaya, tampoco es esta calle. Debe de ser la siguiente. Doblo otra esquina y hay una fila de coches larguísima, pero ninguno es el mío. Sigo andando y doblo otra esquina. Qué lío, esta ciudad es un laberinto. Cada vez llueve más. ¿Dónde narices habré dejado mi coche? Aprieto el botón del mando por si estuviera cerca y se le encendieran las luces al verme. Nada, no se enciende nada… Lo mejor es que vuelva a la puerta de la consulta y deshaga el camino hasta encontrarlo.
Llueve muchísimo, estoy empapada. Giro por una calle y aparezco en la puerta lateral de un teatro, donde hay un minibús aparcado y unos cuantos matrimonios esperando para subir. Seguro que han venido de otra ciudad para ver la obra y ahora vuelven todos a casa comentando durante el viaje lo que han visto, si les han gustado los trajes y la escenografía y si los actores lo han hecho bien. Son mayores, deben de estar ya jubilados y fijo que llevan la tira de años casados, treinta o más. Dentro de un rato llegarán a casa y harán la cena juntos, aunque sea tarde. Se dormirán abrazados. Jope, treinta años. En treinta años da tiempo a todo. Quizá alguna de las personas que están subiendo al minibús haya sido alguna vez infiel. Quizá no. Quizá alguna de las parejas no se soporte y sólo mantenga las apariencias cuando está delante de otras parejas, como ahora, y luego en casa no se dirijan la palabra. Quizá sigan mirándose a los ojos como si fuera el primer día. Quizá se amen.
¿Qué más da lo que hagan? Lo importante es que están llenos de recuerdos. Sus vidas serán ricas para siempre en eso, en recuerdos. No como la mía, que ya no tiene ninguno.
Me da rabia haberme quedado sin ellos. Mucha rabia. ¿Por qué diablos lo he hecho? ¿Por qué he accedido a que me borraran lo único que tenía? Me arrepiento. Los quiero otra vez conmigo. Paso de que estén pululando por el limbo, mezclándose con recuerdos de otras personas que no conocen de nada… Cuando llegue a la puerta de la consulta, voy a subir a pedirle a la terapeuta que me los devuelva, que para eso son míos. ¿Y si cuando suba está haciendo un conjuro con ellos? ¿Y si no es doctora, sino bruja? Igual ha querido hacerme un hechizo para que me olvide de Beto, y también de Mauro, y de paso me olvide de todos los hombres del mundo, porque quiere que me quede sola, porque cree que el planeta está lleno de gente que no se quiere, que son los que van a su consulta, y ha decidido construir un universo donde únicamente haya personas solas y quiere empezar por mí y por eso me ha borrado los recuerdos. ¡Socorro! Yo así paso de vivir.
Qué tonterías pienso.
Joder, cómo llueve, nunca había visto llover tan fuerte, ahora sí que no voy a encontrar el coche ni de coña, porque no hay visibilidad, las calles se han emborronado y estoy completamente perdida. No veo nada. ¡Ostras! Pero ¿qué es eso que viene volando? ¡Es la tapa de una alcantarilla que ha saltado por los aires! ¡No! ¡No! ¡A mí no! Echo a correr para que no me golpee en la cabeza. Corro sin parar, como una loca.
—¡Hey! ¡Hey!
Alguien me dice «¡Hey!» desde una ventana. Freno en seco. A lo mejor sabe dónde está mi coche. Miro hacia el edificio de enfrente para ver de dónde sale la voz. ¡Hala! ¡Pero si es un barco! ¿Qué diablos hace un barco amarrado en Madrid? Me limpio el agua de la cara y enfoco bien. ¡Un barco!
—¡Aquí!
Un señor vestido de marinero me grita desde la cubierta. Tiene pinta de capitán, porque lleva una gorra blanca ribeteada de dorado.
—¡Fortunata!
Sabe mi nombre. ¡Sabe que me llamo Fortunata! Levanto la mano para que sepa que lo he visto.
—¡Ven! ¡Corre! —dice con acento extranjero—. Llueve mucho y te estás calando. Sube al barco y te invito a un café.
Qué amable. Qué gustito me da pensar en que dentro de un minuto estaré tomándome un café caliente en el camarote de un barco. Un barquito. Nuestro sueño. La libertad. Me pongo toda contenta.
—¡Voy!
Echo a correr mucho más aprisa que cuando escapaba de la tapa de la alcantarilla. Piso los charcos y llevo los pantalones mojados hasta la rodilla, pero qué más da, no quiero hacer esperar al capitán.
El chirrido de unas ruedas patinando en el asfalto.
Un golpe seco atraviesa la lluvia. El minibús.
Caigo al suelo desplomada.
El minibús.
No soy capaz de levantarme, no sé qué me pasa.
Me toco el labio. Creo que me he hecho una herida.
No es la herida del labio lo que tiñe de rojo el charco. Es la sangre que está saliendo de mi boca. Jope.
Hay murmullos alrededor, pero nadie se acerca. Oigo que alguien dice que no me toquen, que debo de estar destrozada por dentro.
Ahora lo entiendo todo. Quedarme sin recuerdos sólo era el paso previo a la muerte.
Me estoy muriendo.
—Nata, tranquila.
—¡Beto!
—Tranquila, Nata, tranquila. He venido a buscarte.
—Gracias, gracias, gracias…
Aun sin poder moverme, soy capaz de levantarme lo suficiente como para agarrarme a su camiseta y conseguir aferrarme a su cintura. Abro los ojos un momento para mirarlo y sentir que me pierdo abrazada a él.
—¿Por qué llevas esa camiseta roja, Beto?
No me contesta.
—¿Por qué llevas puesta la camiseta roja de Mauro, Beto?
—Soy yo, Nata.
Intento decir algo, pero ya no puedo.
Intento quedarme pegada a él, pero ya no puedo.
Todo es blanco a mi alrededor.
Silencio.
Menuda mierda. Morirme una noche lluviosa atropellada por un minibús de jubilados en una calle llena de barro.