VOLVER
—¿Qué tal estás, Nata?
—Bien, estoy bien.
—¿Estás bien?
No entiendo por qué cada vez que entro en esta consulta me pongo a llorar. No lo entiendo, porque yo entro tranquila, me siento y saludo. Nos quedamos un rato calladas. Me toco las manos. Me cambio el anillo de dedo. Miro la marina de acuarela que hay en la pared y me pregunto por qué habrá colgado ese cuadro ahí, con lo feo que es. Seguro que alguien se lo ha regalado, alguien que, como yo, estuvo un día sentado en esta butaca mirando la pared vacía y se dijo a sí mismo que en aquella pared faltaba algo. A la semana siguiente apareció con el cuadro bajo el brazo y la terapeuta lo colgó por compromiso, y pensó que ya quitaría el cuadro cuando su paciente estuviera curado, pero cuando se curó no se atrevió a quitarlo por si algún día volvía, como yo.
Desvío la mirada del cuadro hacia ella por si arranca a hablar, pero no me dice nada. Vuelvo a tocarme las manos y me pongo el anillo en el dedo de antes. Entonces, por fin oigo su voz haciéndome esa pregunta absurda, retórica e innecesaria: «¿Estás bien?» Porque todo el mundo sabe que cuando alguien entra en la consulta de una terapeuta y, sobre todo, cuando alguien vuelve a la consulta de una terapeuta, es porque no está bien. Y yo respondo que bien, que estoy bien, y se lo digo dos veces para que le quede claro.
—Bien, estoy bien.
Y en ese preciso momento lo que quiero es levantarme y marcharme, pero no lo hago y me pongo a llorar.
—Tranquila, Nata.
Quiero un kleenex. Tengo hipo.
—¿Por dónde empezamos?
Y yo le digo que no sé por dónde empezar porque no hay principio ni final, porque las cosas no son tan fáciles como parecían, y que sí, que sí, que tuvo razón aquella vez cuando me dijo que Beto nunca más iba a querer estar conmigo, pero que se equivocó, porque yo no consigo sacarlo de mi vida. Le cuento que se me aparece, que me habla, que me dice cosas, que me hace comentarios sobre lo que hago o dejo de hacer, que se mete en mi casa y me sigue cuando voy a la cocina o al salón, que quiero que se vaya pero no se va, que no consigo encontrar la manera de echarlo, que quiero que desaparezca pero no lo hace, que se ha aferrado a mis entrañas y condiciona mi tiempo y mi espacio, que hago estupideces por su culpa, y que vigila cada uno de mis movimientos. Me espía. Beto me espía.
—Nata, tranquila.
Qué tranquila ni qué ocho cuartos. Lo que quiero es que él me deje tranquila a mí. ¡A mí, joder! ¡A mí! ¡Que me deje en paz a mí! No he vuelto a llamarle nunca más, no he vuelto a escribirle mensajes, no me he paseado por su calle, no he preguntado por él a sus amigos, no le he mandado ninguna carta ni he vuelto a leer las suyas, ni he leído sus mails, ni me he puesto sus canciones. Yo he hecho bien los deberes, he hecho bien las cosas, pero él no se va. ¡No se va! ¡Y quiero que se vaya de una puta vez de mi vida! ¡Que me deje, que desaparezca, que se muera para siempre, que no vuelva jamás! ¡Jamás!
No puedo parar de llorar.
Me dice que vamos a probar una terapia para borrar a Beto.
—¿Borrarlo?
—Exacto. Borrarlo.
Me pregunta si estoy dispuesta a que él no vuelva a estar en mi mente nunca más. Yo me limpio las lágrimas con las manos y le digo que si me va a lavar el cerebro o qué.
—Te voy a lavar los recuerdos, Nata. Vamos a conseguir que los recuerdos se queden en el pasado, que no formen parte de tu presente. Los recuerdos tienen que estar allí, no aquí, así que hay que expulsarlos, llevarlos a esa otra parte, porque en ésta ya no nos sirven para nada, solamente nos entorpecen. Pertenecen a quienes nosotros éramos antes pero no somos ahora… Para borrarlos hay que asumir que van a dejar de ser nuestros, y necesito saber si estás dispuesta a separarte para siempre de lo que te une a Alberto, si vas a ser capaz de despedirlo.
—Sólo quiero que se vaya. Sólo que se vaya…
Saca un reloj antiguo que hace tictac. Me pregunta si oigo bien cómo marca el tiempo. Tictac. Le digo que sí y le pregunto si me va a hipnotizar, que yo paso de que me hipnotice, no vaya a ser que luego me parezca que todo el mundo va desnudo por la calle como le pasaba a la gente que hipnotizaba aquel tipo en un programa de televisión.
—No, no voy a hipnotizarte —se ríe.
Yo también me río un poco.
—Se trata de ir abordando recuerdos, Nata, de traerlos del pasado al presente para entender que ya no forman parte de nosotros y conseguir que se vayan y no vuelvan nunca más. Y si alguna vez vuelven, que al menos no nos hagan daño.
—Ah… —Me sueno los mocos.
—Tenemos que empezar con el recuerdo de tu relación con Beto que más te duela. No me refiero a lo que más daño te hizo, sino la frase, la escena, el paisaje que compartiste con él y que más te afecte traer al presente. Cierras los ojos y me lo vas narrando mientras oyes el tictac del reloj. Ese tictac te va a ir llevando de un recuerdo a otro, sin que tengas que ordenarlos cronológicamente, hay que dejar que fluyan con el tictac, que salgan como ellos quieran. El reloj te los va a ir colocando a su manera sin que apenas te des cuenta. Saltarás de un recuerdo a otro hasta que yo te pida que vuelvas otra vez al primero, que me lo cuentes de nuevo. ¿Estás preparada?
—Sí…
—¿De qué recuerdo arrancamos, Nata?
—Del de la playa.
—¿Cuál es el de la playa?
—Cuando estábamos en la playa.
—Cierra los ojos, Nata, escucha sólo el tictac del reloj y cuéntame qué pasó en esa playa.
Cierro los ojos. Intento escuchar el tictac pero no lo oigo, sólo oigo que alguien toca el claxon fuera, en la calle. No puedo concentrarme.
—La playa, Nata. ¿Qué pasó en la playa?
—Nada…
Sé que no pasó nada importante en aquella playa, no sé por qué he elegido ese recuerdo, pero qué más da. Cierro los ojos y respiro hondo. Por fin escucho el tictac. Sólo el tictac. Tictac, tictac. El sonido del reloj se mezcla con el rumor de las olas. Empiezo a hablar.
—Estamos Beto y yo solos, no hay nadie más, porque ha hecho frío por la tarde y todo el mundo se ha ido después de comer. Nosotros nos hemos quedado a ver el atardecer y él está grabando con la cámara. Veo una bandada de gaviotas en la orilla, echo a correr hacia ellas batiendo los brazos en el aire, como si volara. Me abraza y me dice que qué loca estoy y que no coja frío. Me siento entre sus piernas, con la espalda apoyada en su pecho, y noto su respiración. Acompaso la mía a la suya. Durante un buen rato no hablamos, sólo miramos el sol que está a punto de tocar el agua. En cuestión de minutos, quizá de segundos, el sol se esconde en el horizonte hasta que ya no queda ni rastro. Siento la arena mojada bajo los pies descalzos mientras Beto me habla de un duende que un día se me aparecerá. «Eso es imposible —le digo— porque los duendes no existen.» Me responde que sólo hay una cosa imposible en el mundo: que él deje de quererme.
Me atraganto con las lágrimas.
—De diez a uno —me dice ella dulcemente—, ¿cuánto te duele este recuerdo?
—Diez.
—Vámonos a otro, Nata. Vete a otro recuerdo.
—No estoy descalza, pero quiero estarlo. Llevo unos tacones que me están machacando los pies. Mis amigas van todas con zapatillas de deporte, pero yo no, porque no me han avisado. No me han dicho nada. Yo no sabía que ya nadie sale con tacones porque hay que saltar moviendo la cabeza de un lado para otro al ritmo de una música que no tiene letra. Me siento sola en un lugar donde hay un montón de gente y quiero desaparecer.
—Otro, Nata —me interrumpe—. Vamos a otro. No abras los ojos. Déjate llevar por el tictac.
Respiro profundamente.
—No se oye nada, sólo el roce de las hojas de los árboles sacudidas por el viento del norte. Estoy tumbada sobre una manta vieja que alguien me ha prestado. Hemos terminado de jugar a las cartas y yo he quedado la última, nunca se me ha dado bien el Continental. Me cuesta sumar. He perdido, pero da igual porque me siento feliz. Alice y sus amigos nos han acogido a Rita, a Carlota, a Alvar y a mí en su espacio vital, en su montaña. Miro una nube que parece un galgo corriendo; tiene ojos, orejas y patas. Cuatro patas. Es un galgo perfecto. Parpadeo y el galgo se ha convertido en un cohete espacial. Sonrío. No quiero parpadear para no perderme la siguiente metamorfosis, aguanto con los ojos abiertos hasta que ya no puedo más.
Tictac
—Mi perra. Mis padres han venido a casa porque no me encuentro bien. Mi madre me ha hecho un caldo y mi padre me ha traído un donut a la cama. Me preguntan que si quiero que me dejen a la perra. Les digo que no, pero quiero decirles que sí. Cuando los tres se marchan, me siento en el sofá con la mirada perdida.
Tictac
—Beto me dice que es sólo por un tiempo. Me rodea suavemente la cara con las manos, me mira a los ojos y me dice: «Es sólo por un tiempo, amor.» Amor. Me llama «amor».
Tictac
—No puedo creer que esté mirándome así después de tanto tiempo. Me está atravesando con su mirada pálida y sé que quiere besarme. Disimulo. Cojo la lata de cerveza, le doy un sorbo y hago como que no me he dado cuenta, pero, desde que nos hemos sentado en la terraza del bar, sé que Diego quiere besarme. Me dice que estoy tan guapa como siempre. Le digo que él sí que está como siempre, que no ha cambiado en nada y que nunca crecerá, que se morirá dentro de mil años creyéndose un Peter Pan cuando todo el mundo sabe que es un viejuno. Me regala un libro de canciones.
Tictac
—Me he puesto un vestido nuevo y me siento completamente feliz. Después de tantos meses sin saber nada de él, Beto ha vuelto a llamarme y a quedar conmigo donde siempre…
Vuelvo a llorar y no puedo seguir hablando.
Tictac
—Miro la camiseta roja de la selección extendida en el respaldo de mi sofá. No sé qué hace ahí, no sé por qué esa camiseta roja está en mi casa como diciendo: «Hola, he venido para quedarme.» Me ahogo.
Tictac
—Tengo unos pantalones rosas y una camisa de rayas rosas que nunca he comprado. Llevo una bolsa del pan rosa que era blanca cuando me la dio la panadera. Los barrotes que toco con las llaves se vuelven rosas con el tintineo. Ha desaparecido el gris del mundo que me rodea.
—Vuelve, Nata, vuelve. —La voz de ella llega desde muy lejos—. No abras los ojos todavía. Sólo quiero que respires profundamente. Profundamente.
Respiro. Estoy cansada. Muy cansada.
—Vuelve a la playa, Nata. Vuelve a mirar la escena del atardecer en la playa.
Regreso a la playa. El atardecer es de color naranja, de un naranja intenso que me inunda y me llena por dentro. El sol besa el agua.
—Abre los ojos, Nata.
Abro los ojos.
—Del uno al diez, ¿cuánto te duele la playa?
Busco el nudo en el estómago. Me pongo la mano en el pecho para palparme el corazón encogido. No lo encuentro. No encuentro el dolor. Estoy calmada.
—Del uno al diez… Uno.
—Bien, Nata. Has empezado a despedirte de él.