LA ASTRONAUTA
Hemos quedado en un bar que hay cerca de mi casa al que íbamos algunas veces cuando nos veíamos al salir de currar. Yo he entrado muy despacio, porque hay una escalera que es muy traicionera y he tenido que bajarla agarrándome fuerte a la barandilla. He saludado al camarero levantando a duras penas una mano y he empezado a caminar lentamente, arrastrando los pies e intentando no chocar con las sillas y las mesas, sin entender por qué diablos el dueño las pone tan juntas si sabe que casi no se puede pasar. Un poco antes de llegar a la mesa en la que estaba Mauro, me he mirado las botas y he visto que estaban llenas de servilletas blancas que se me habían ido pegando a la suela. He hecho un amago de quitármelas, pero he sido incapaz porque no podía doblarme bien, así que las he dejado. Qué más da.
Cuando he llegado, Mauro estaba leyendo la contra del periódico. Al levantar la vista ha dado un respingo en el asiento.
—Pero ¡Nata! ¿Qué haces vestida de astronauta?
—Nada.
Me he quitado la escafandra y la he dejado apoyada en un taburete de madera. Me he sacudido el pelo y me he sentado.
—Pídeme una birra, por favor.
—Jajaja, pero ¿se puede saber de dónde has sacado ese traje?
—De ninguna parte. Es mío.
El camarero ha traído las cervezas. He intentado coger el botellín con las manos, pero era imposible.
—Podrías quitarte los guantes, ¿no? Estarás mucho más cómoda.
—Ah, es verdad. Tira.
Mauro ha tirado de las puntas de los dedos de uno de los guantes hasta que ha salido de golpe. Me ha ayudado también con el otro. Cuando por fin he podido, he agarrado la birra sin guantes y me he sentido tan liberada que casi me la bebo entera.
Al principio estábamos un poco cortados, pero enseguida se nos ha pasado, porque como hacía casi cuatro semanas que no nos veíamos teníamos un montón de cosas que contarnos. Me ha dicho que el otro día le llamó Donato para preguntarle si podía hacer un proyecto con ellos y que lo notó muy tranquilo.
—Sí, yo también lo veo tranquilo —he comentado—. Después de la depresión que le entró con lo de los despidos y la separación, ahora parece que está mejor. Dice que cree que las cosas van a ir recuperándose poco a poco.
—Ojalá, a ver si es verdad.
—Sí…
Hemos cambiado de tema porque ése no nos gustaba. Me ha preguntado por Rita y por Carlota, le he dicho que cuando les había contado que había estado no sé cuántos meses con él no podían creerse que lo hubiera mantenido en secreto y me habían preguntado si me lo estaba inventando. Que estaban seguras de que Mauro no existía. Él ha entornado la mirada:
—¿Te imaginas que no existo?
Nos hemos reído y hemos seguido a lo nuestro, hablando de nada importante. Al cabo de un rato, Mauro se ha quedado mirándome fijamente a los ojos y me ha dicho:
—Nata, ayer me llamó Elena.
Sabía que hoy tenía que salir de casa con un traje ignífugo. Lo sabía. Por si el planeta me explotaba en mil pedazos.
—¿Y?
—No sé, me ha dicho que quiere verme. Yo le he dicho que tengo que pensarlo.
—Ah.
Silencio.
—Haz lo que quieras, Mauro, es tu vida.
—Sólo te quiero a ti, Fortunata.
Lo he mirado a los ojos. Tan oscuros y tan brillantes que me he visto reflejada en su pupila con mi traje blanco de astronauta. Le he dado un beso. Me he levantado, me he puesto otra vez la escafandra en la cabeza y me he ido con mucho cuidado para no tropezar.
Porque yo todavía no sé qué quiero.
He llegado a casa, me he quitado el traje de astronauta y me he puesto el pijama.
He mirado en la cocina.
He buscado en el salón.
En el cuarto de baño.
He abierto la ventana y he mirado en el balcón, por si estuvieras agazapado allí.
He buscado debajo de la cama de mi habitación. Nada.
Por fin.
¡Por fin!
Cuando he ido a sentarme en el sofá, he oído que tosías dentro del armario.