II

Cuando Querry salió, el padre Thomas dijo:

—Hemos brindado por todos, salvo por el hombre a quien más debemos.

—Él sabe muy bien cuánto se lo agradecemos. Estos brindis no eran cosa seria, padre Thomas.

—Creo que debería expresarle la gratitud de la comunidad, formalmente, cuando vuelva.

—Sólo conseguirá turbarlo —dijo el doctor Colin—. Todo lo que espera de nosotros es que lo dejemos en paz.

La lluvia arreció contra el techo; el hermano Philippe empezó a encender velas sobre el aparador, por si fallaba la corriente eléctrica.

—Fue un día feliz para nosotros cuando llegó aquí —dijo el padre Thomas—. ¿Quién hubiera podido preverlo? El gran Querry.

—Un día aún más feliz para él —respondió el doctor—. Es mucho más difícil curar el espíritu que el cuerpo, pero creo que su cura ya está casi terminada.

—Cuanto mejor el hombre, tanto peor la aridez —dijo el padre Thomas.

El padre Joseph miró con aire culpable su champagne y después a sus camaradas. El padre Thomas los hacía sentirse a todos como bebiendo en la iglesia.

—Un hombre de escasa fe no siente la pérdida temporaria de fe.

Sus sentimientos eran impecables. El padre Paul hizo un guiño al padre Jean.

—Sin duda supone usted demasiado —dijo el doctor—. Su caso puede ser mucho más simple que todo eso. Un hombre puede creer durante la mitad de su vida por razones insuficientes y después descubrir su error.

—Usted habla como todos los ateos, doctor, como si no hubiera algo llamado gracia. La fe sin gracia es inconcebible, y Dios nunca quitará la gracia a un hombre. Sólo el propio hombre puede hacerlo, con sus propias acciones. Hemos visto aquí las acciones de Querry, y todas hablan de por sí.

—Espero que no se decepcione usted —dijo el doctor—. En nuestro tratamiento también tenemos casos acabados. Pero no decimos que sufren de aridez. Sólo decimos que la enfermedad ha seguido su curso.

—Es usted un buen doctor, pero a pesar de eso creo que nosotros somos mejores jueces de la condición espiritual de un hombre.

—Supongo que sí… si existe semejante cosa.

—Usted puede descubrir una placa en la piel donde nosotros no vemos nada. Permítanos tener olfato para… bueno… —el padre Thomas vaciló antes de seguir—. Para la virtud heroica…

Habían alzado un poco la voz sobre el ruido de la tormenta. Empezó a sonar el teléfono.

—El hospital, sin duda —dijo el doctor Colin—. Espero una muerte esta noche.

Se acercó el aparador donde estaba el teléfono y levantó el tubo.

—¿Quién es? —dijo—. ¿La hermana Clare? Debe de ser una de sus hermanas —añadió dirigiéndose al padre Thomas—. ¿Quiere atenderla? No oigo lo que dice:

—Quizá echaron mano de nuestro champagne —dijo el padre Joseph.

El doctor Colin entregó el receptor al padre Thomas y volvió a la mesa.

—Parecía agitada, sea quién fuere —dijo.

—Por favor, hable más lentamente —dijo el padre Thomas—. ¿Quién es? ¿La hermana Hélene? No la oigo… la tormenta es muy fuerte. Repita. No entiendo.

—Qué suerte para nosotros —dijo el Padre Joseph— que las hermanas no tengan una fiesta cada día de la semana.

El padre Thomas se volvió furiosamente del teléfono.

—Cállese, padre —dijo—. No oigo si usted habla. Esto no es una broma. Parece que ha pasado algo terrible.

—¿Alguien está enfermo?

—Dígale a la madre Agnes que estaré allí lo antes posible —dijo el padre Thomas—. Será mejor que lo busque y lo lleve conmigo.

Colgó el tubo y permaneció inclinado como un signo de interrogación sobre el teléfono.

—¿Qué pasa, padre? —dijo el doctor—. ¿Puedo ayudar en algo?

—¿Sabe alguien a dónde ha ido Querry?

—Salió hace pocos minutos.

—Cómo desearía que el superior estuviera aquí.

Todos miraron al padre Thomas con asombro. No podía haber dado una muestra más significativa de desconcierto.

—Por favor, díganos qué pasa —dijo el padre Paul.

—Envidio sus análisis de piel, doctor —dijo el padre Thomas—. Tenía usted razón al prevenirme contra la decepción. También el superior. Dijo más o menos lo mismo que usted. He confiado demasiado en las apariencias.

—¿Querry ha hecho algo?

—Dios prohíbe que condenemos sin oír todos los hechos…

La puerta se abrió y entró Querry. La lluvia se precipitó tras él y tuvo que luchar con la puerta.

—El pluviómetro ya indica medio centímetro.

Nadie habló. El padre Thomas se acercó un poco hacia él.

—Señor Querry, ¿es cierto que cuando usted fue a Luc lo acompañaba madame Rycker?

—Sí, aprovechó mi viaje.

—¿Usando nuestro camión?

—Desde luego.

—¿Mientras su marido estaba enfermo?

—Sí.

—¿Qué significa todo esto? —dijo el padre Joseph.

—Pregúnteselo al señor Querry —respondió el padre Thomas.

—¿Que me pregunten qué?

El padre Thomas se puso los chanclos de goma y buscó su paraguas en el perchero.

—¿De qué me acusan? —dijo Querry, y miró primero al padre Joseph y después al padre Paul.

El padre Paul hizo un ademán que significaba «No comprendo».

—Creo que debe usted decirnos qué ocurre, padre —dijo el doctor Colin.

—Debo pedirle que me acompañe, señor Querry. Ante todo, tenemos que discutir qué haremos con las hermanas. Contra toda evidencia esperaba que hubiera un error. Hasta deseaba que tratara usted de mentir. Habría sido menos descarado. No quiero que Rycker lo encuentre aquí, si llega.

—¿Qué tiene que hacer aquí Rycker? —dijo el padre Jean.

—Quizá busque a su mujer… Marie Rycker está con las hermanas ahora. Llegó hace media hora. Después de tres días de andar a solas por el camino. Espera un hijo —dijo el padre Thomas.

El teléfono empezó a sonar.

—Un hijo suyo.

—Qué disparate —dijo Querry—. Marie no puede haber dicho semejante cosa.

—Pobre muchacha. Supongo que no tuvo el coraje de decírselo en la cara. Ha venido desde Luc en busca de usted.

El teléfono volvió a llamar.

—Parece que me corresponde atender esta vez —dijo el padre Joseph acercándose vacilante al teléfono.

—Nosotros le dimos una cálida bienvenida aquí, ¿no es cierto? No le hicimos preguntas. No espiamos en su pasado. Y como agradecimiento, nos sale usted con este… escándalo —dijo el padre Thomas—. ¿No había bastantes mujeres para usted en Europa? ¿Tenía que hacer de nuestra pequeña comunidad una base para sus operaciones?

Súbitamente volvió a ser el sacerdote nervioso y desesperado que no podía dormir y tenía miedo de la oscuridad. Empezó a llorar, aferrado a su paraguas como un africano a un totem. Parecía haber pasado la noche al raso como un espantapájaros.

—Hola, hola —dijo el padre Joseph—. En nombre de todos los santos, ¿no puede hablar más alto, sea quién fuere?

—Iré a verla inmediatamente con usted —dijo Querry.

—Es su derecho —dijo el padre Thomas—. Ella no está en condiciones de discutir, sin embargo. Sólo ha tenido un paquete de chocolate para comer durante los últimos tres días. Ni siquiera la acompañaba un criado cuando llegó. Si al menos el superior… Madame Rycker, nada menos. Tanta bondad con la misión. Por Dios, ¿qué pasa ahora, padre Joseph?

—Es sólo el hospital —dijo el padre Joseph con alivio, dando el receptor al doctor Colin.

—La muerte que esperábamos —dijo el doctor—. Gracias a Dios, algo parece seguir su curso normal esta noche.