II

Eran aproximadamente las once de la noche cuando pasaron el pequeño puerto fluvial y entraron en Luc. El barco del obispo estaba amarrado. Un gato se paró en mitad de la planchada y los miró. Querry hizo un viraje para evitar un perro muerto en mitad del camino, a la espera de los buitres matutinos. El hotel, separado de la casa del gobernador por la plaza intermedia, estaba engalanado con las reliquias de la alegría. Quizá los directores de la cervecería local habían celebrado su asamblea anual, o algún empleado oficial que se consideraba afortunado había festejado su vuelta a Europa. En el bar había guirnaldas de papel de color malva y rosa sobre las sillas tubulares de acero que daban al lugar todo el aspecto funcional y severo de un cuarto de máquinas. Siluetas que representaban el hombre de la luna centelleaban en los brazos de las luces.

En los cuartos de los pisos superiores no había aire acondicionado y las paredes no llegaban al cielo raso, de modo que cualquier aislamiento era imposible. Desde el cuarto vecino todo movimiento era audible: Querry pudo seguir cada paso de la muchacha, el deslizarse del cierre relámpago de su alforja, el ruido de la percha, el tintineo de una botella de vidrio contra la palangana de porcelana. Se oyeron caer zapatos en el suelo desnudo, se oyó correr el agua. Querry se sentó y se preguntó qué debía hacer para consolarla si el doctor confirmaba, a la mañana siguiente, que estaba encinta. Recordó de larga vigilia con Deo Gratias. También entonces sintió el temor de verse obligado a consolar. Oyó el crujido de la cama.

Tomó una botella de whisky de su saco y se sirvió un vaso. Ahora fue él quien produjo tintineos, quien hizo correr el agua. Era como un prisionero que responde desde su celda a las señales en código de un camarada de prisión. A través de la pared le llegó un sonido extraño… le pareció que Marie lloraba. No sintió lástima; sólo irritación. Ella se le había impuesto y ahora amenazaba con impedirle dormir. Querry no se había desvestido aún. Tomó la botella de whisky y llamó a su puerta.

Descubrió en seguida que se había equivocado. Marie estaba sentada en la cama, leyendo un libro: había tenido tiempo de meter eso también en su alforja.

—Discúlpeme —dijo—. Creí que estaba llorando…

—Oh, no —dijo ella—. Estaba riéndome.

Querry vio que era una novela muy popular sobre la vida de un mayor inglés en París.

—Es comiquísima.

—Le traje esto, por si necesitaba ayuda.

—¿Whisky? Nunca bebo eso.

—Puede empezar. Quizá no le guste.

Querry vació a medias el vaso de material plástico y le sirvió un whisky flojo.

—¿No le gusta?

—Me gusta la idea. Beber whisky a medianoche, en un cuarto para mí sola.

—Todavía no es medianoche.

—Usted me entiende… Y leyendo en mi cama. Mi marido no me deja leer en la cama. Sobre todo libros como éste.

—¿Qué tiene de malo ese libro?

—No es serio. No es sobre Dios. Desde luego, tiene sus buenas razones. Yo no he sido educada con propiedad. Las monjas hicieron lo posible, pero no sirvió de nada.

—Me alegra que no esté preocupada por lo de mañana.

—Quizá me den buenas noticias. En este momento me duele un poco el estómago. ¿No será el whisky, verdad?

Las frases dueña-de-casa habían volado al limbo donde yacía la enseñanza de las monjas. Marie había vuelto al dormitorio de la escuela. Era absurdo considerar que alguien tan inmaturo podía estar en cualquier peligro.

—¿Era feliz cuando estaba en la escuela? —preguntó él.

—Era una maravilla… ¿Por qué no se sienta? —preguntó, levantando las rodillas.

—Ya debería estar dormida.

Le era imposible no tratarla como a una niña. En vez de violar su virginidad, Rycker la había sellado definitivamente.

—¿Qué hará usted? —preguntó ella—. Quiero decir, cuando acabe el hospital.

Era la pregunta que todos le hacían, pero esa vez Querry no hurtó el cuerpo. Hay una teoría según la cual hay que decir a los jóvenes la verdad desnuda.

—Me quedaré —dijo él—. No volveré nunca.

—Tendrá que irse, alguna vez… de vacaciones.

—Los otros, quizás. No yo.

—Acabará enfermándose, si se queda.

—Soy muy fuerte. ¿Y qué importa, de todos modos? Tarde o temprano, todos tendremos la misma enfermedad: la vejez. ¿Ve usted estas marcas pardas en el reverso de mis manos? Mi madre solía llamarlas marcas de la tumba.

—Sólo son pecas —dijo Marie.

—Oh, no. Las pecas provienen del sol. Éstas provienen de la oscuridad.

—Qué morboso es usted —dijo ella, hablando como la directora de la escuela—. De veras, no lo entiendo. Yo tengo que quedarme aquí. Pero Dios mío, si fuera libre como usted…

—Le contaré un cuento —dijo él, sirviéndose un segundo whisky triple.

—Demasiado whisky. ¿No será usted un bebedor, como mi marido?

—Sólo soy un buen bebedor. Este whisky es para ayudarme a contar el cuento. ¿Cómo se empieza? Había una vez…

—Me parece que usted y yo somos demasiados crecidos para cuentos de hadas.

—Sí. Pero ya verá usted que el cuento es así. Había una vez un chico que vivía en el interior del país…

—¿Usted?

—No, no busque parecidos. Se dice que un novelista escoge siempre entre su experiencia general de la vida, no entre hechos especiales. Yo nunca he vivido fuera de ciudades, antes de ahora.

—Siga.

—Este chico vivía con sus parientes en una granja… no muy grande, pero sí lo bastante para ellos, dos criados, seis jornaleros, un perro, un gato, una vaca… Supongo que había también un cerdo. No sé mucho de granjas.

—Demasiados personajes. Me dormiré si trato de recordarlos.

—Es lo que espero… Sus padres solían contarle al chico cuentos sobre el rey que vivía en una ciudad a kilómetros de distancia, más o menos la distancia de la estrella más alejada.

—Qué disparate. Una estrella está a billones y billones…

—Sí, pero el chico creía que la estrella estaba a cien kilómetros de distancia. No sabía nada de años luz. No sabía que la estrella que miraba quizá había muerto y se había oscurecido antes de que se hiciera el mundo. Los padres le decían que aunque el rey estaba lejos, miraba todo lo que ocurría en todas partes. Cuando un cerdo paría, el rey lo sabía, y también cuando una mariposa moría contra una lámpara. Cuando un hombre y una mujer se casaban, él también lo sabía. Y le complacía el casamiento, porque cuando tenían hijos aumentaría el número de sus súbditos. Y los recompensaba. A veces no se veía la recompensa, pues la mujer solía morir al dar a luz, y el niño nacía a veces sordo y ciego, pero después de todo no se puede ver el aire, y parece que existe, según los que saben. Cuando los criados dormían juntos en el granero, el rey los castigaba. No siempre podía verse el castigo… el hombre encontraba un puesto mejor y la muchacha era más bonita sin su virginidad y acababa casándose con el capataz, pero eso era sólo porque el castigo se posponía. A veces se posponía hasta el fin de la vida, pero no había diferencia, porque el rey era también el rey de los muertos y nadie podía decir qué cosas terribles les haría en la tumba. El chico creció. Se casó y fue premiado por el rey, aunque su único hijo murió y él no progresó en su profesión: siempre había querido labrar estatuas, grandes como la Esfinge. Después de la muerte de su hijo, se peleó con su mujer y fue castigado por el rey. Desde luego, tampoco se vio el castigo, como no se vio el premio: hubo que darlos por sentado. Con el tiempo, el chico se convirtió en un famoso joyero, porque una de las mujeres a quien él había satisfecho le dio dinero para que aprendiera el oficio. Y él hizo cosas hermosas en honor de su amante y, desde luego, del rey. Así empezaron a caerle montones de recompensas. También dinero. Del rey. Todos decían que venía del rey. Dejó a su mujer y a su amante, dejó a un montón de mujeres, pero siempre se divirtió mucho con ellas antes de dejarlas. Ellas decían que eso era amor, y también él… Violó todas las normas posibles, y sin duda debió de ser castigado por ello, pero no pudo verse el castigo. Cada vez se hizo más rico y cada vez hizo alhajas más hermosas. Y las mujeres eran cada vez más tiernas con él. Lo pasaba muy bien, según todos decían. Lo único malo era que se aburría, se aburría cada vez más. Nadie le decía nunca que no. Nadie lo hacía sufrir… siempre eran los demás quienes sufrían. A veces, para cambiar, deseaba sentir el dolor del castigo que el rey debía de estar infligiéndole. Podía viajar a donde se le antojaba y al cabo de un tiempo le pareció que había ido mucho más lejos que los cien kilómetros que lo separaban del rey, más lejos que la estrella más lejana. Pero cada vez que partía llegaba al mismo lugar, donde ocurrían las mismas cosas: los artículos de los diarios elogiaban sus alhajas, las mujeres engañaban a sus maridos y se acostaban con él, los sirvientes del rey lo aclamaban como un súbdito leal y fiel. Y como la gente sólo veía las recompensas y el castigo era invisible, adquirió una reputación de hombre excelente. A veces las gentes se quedaban un poco perplejas al pensar que un hombre bueno había gozado de tantas mujeres… era algo desleal para con el rey, que había proclamado leyes muy diferentes. Pero aprendieron a tiempo el modo de explicárselo: dijeron que tenía una gran capacidad de amor y el amor siempre había sido considerado por ellos como la más alta de las virtudes. El amor, en verdad, era el premio más alto que podía conceder el rey. Tanto más alto cuanto que era más invisible que esas recompensas materiales ínfimas, el dinero, el éxito, la dignidad académica. El propio hombre empezó a creer que amaba mucho mejor que todas las llamadas buenas gentes que, evidentemente, no podían ser tan buenas cuando uno las conocía (sólo había que considerar los castigos que recibían: pobreza, niños muertos, ambas piernas perdidas en un accidente ferroviario, etcétera). Fue para él una impresión terrible, un día, cuando descubrió que no amaba.

—¿Cómo lo descubrió?

—Fue el primero de varios descubrimientos importantes que hizo. ¿Le dije que era un hombre muy agudo, mucho más que todos los que lo rodeaban? Ya de niño había descubierto por sí sólo la verdad sobre el rey. Desde luego, estaban los cuentos de sus padres, pero eso no probaba nada. Podían haber sido cuentos de solteronas. Ellos decían que amaban al rey, pero él los superó. Probó que el rey existía por métodos históricos, lógicos, filosóficos y etimológicos. Sus padres le dijeron que ésa una pérdida de tiempo: ellos habían visto al rey. «¿Dónde?». «En nuestros corazones, desde luego». Cómo rió él de su sencillez y su superstición. ¿Cómo podía el rey estar en sus corazones, cuando él podía probar que no se había movido nunca de la ciudad? Su rey existía objetivamente, y no había más que ése.

—No me gustan las parábolas, y no me gusta su héroe.

—Tampoco él siente simpatía por sí mismo, y por eso nunca habló antes… salvo de este modo.

—Lo que dijo usted… «no había más rey que ése»… me recuerda un poco a mi marido.

—No acuse usted a un escritor de utilizar personajes reales.

—¿Cuándo llegará usted al climax? ¿Hay un final feliz? Si no, me dormiré en seguida. ¿Por qué no describe a alguna de las mujeres?

—Se parece usted a muchos críticos. Quiere que escriba su propia clase de cuentos.

—¿Leyó Manon Lescaut?

—Hace años.

—Todas la adorábamos en el convento. Desde luego, estaba estrictamente prohibida, pasaba de mano en mano, y le habían puesto las tapas de la Historia de las guerras religiosas de Lejeune. Todavía la tengo.

—Déjeme terminar mi cuento.

—Bueno… —dijo ella con resignación, reclinándose contra las almohadas—. Si es necesario…

—Ya le hablé del primer descubrimiento de mi héroe. El segundo ocurrió mucho después, cuando descubrió que no era un artista nato: sólo un joyero muy hábil. Hizo una alhaja en forma de huevo de avestruz: era toda de esmalte y oro, y al abrirla se encontraba una figurilla de oro sentada a una mesa y un pequeño huevo de oro y esmalte en la mesa, y al abrir ese huevo… no necesito seguir. Todos dijeron que era un técnico insuperable, pero también lo alabaron por la seriedad de su intención, porque en la punta de cada huevo había una cruz de oro con piedras preciosas en honor del rey. Lástima que no se preocupó de la ingenuidad de su diseño, y súbitamente, cuando trabajaba en el contenido del último huevo, con un vidrio óptico… lo que llamaban vidrio de aumento en los viejos días en que transcurre el relato, porque desde luego no existe referencia a nuestra época y cualquier semejanza con personajes vivos es fortuita…

Bebió un largo trago de whisky. No recordaba haber sentido el extraño júbilo que lo poseía en ese momento.

—¿Qué estoy diciendo? Creo que estoy un poco borracho. El whisky no puede producirme este efecto.

—Algo sobre un huevo —respondió una voz adormilada, bajo las sábanas.

—Oh, sí, el segundo descubrimiento.

Empezó a pensar que era una historia cierta, una historia triste, de modo que era difícil entender esa sensación de libertad y alivio, semejante a la de un prisionero que al fin «se pone en claro» y admite cuanto quiere su interrogador. ¿Ésa era, acaso la recompensa que a veces obtiene un escritor? «Ya lo he dicho todo: cuélguenme, ahora».

—¿Qué dijo?

—El último huevo.

—Oh, sí. Súbitamente, nuestro héroe advirtió qué aburrido estaba. Y ya no quiso volver a montar una alhaja. Había acabado con su profesión… había llegado al fin. Nada podía ser más ingenuo, ni más inútil, como lo que ya había hecho, ya no podría oír elogios más altos que los recibidos. Y sabía qué malditos estúpidos podían ser con sus elogios.

—¿Y entonces?

—Fue en una casa número 49 en una calle llamada Rue des Remparts, donde vivía su amante desde que había abandonado a su marido. Se llamaba Marie, como usted. Había una multitud, fuera. Estaba el doctor, la policía, porque una hora antes ella se había matado.

—Qué desagradable.

—No para él. Mucho antes había llegado al final del placer, así como había llegado al final del trabajo. Aunque es verdad que seguía practicando el placer como un bailarín retirado que sigue ensayando día tras día en la barra, porque se ha pasado así todas sus mañanas y no se le ocurre parar. De modo que nuestro héroe no sintió más que alivio: la barra se había roto, no necesitaba preocuparse por obtener otra. Aunque un mes o dos, desde luego, la obtuvo. Pero ya era demasiado tarde… el hábito matinal se había interrumpido y nunca lo readquirió con el mismo celo.

—Es una historia de hadas muy antipática —dijo la voz.

Querry no podía verle la cara, porque se la había tapado con la sábana. No prestó atención a su crítica.

—Le digo que no es más fácil dejar una profesión que dejar a un marido. En ambos casos, la gente habla mucho sobre el deber… Muchas personas le pidieron huevos con cruces (era su deber para con el rey y los servidores del rey). Por la alharaca que hacían parecía casi que ningún otro era capaz de hacer huevos o cruces. Para tratar de desalentarlos y demostrarles hasta qué punto había cambiado su espíritu, talló unas cuantas piedras más con toda frivolidad, exquisitos sapillos para que las mujeres los llevaran en el ombligo: durante un tiempo, las alhajas para el ombligo se pusieron de moda. Hasta fabricó suaves mallas de oro, con una piedra hueca como un ojo vigilante en la punta, para que los hombres guardaran en ellas su sexo. Por algún motivo se llamaron Cartas de Marque y durante algún tiempo se convirtieron en los regalos de moda. (Usted sabe qué difícil es para una mujer regalar algo a un hombre para Navidad). De modo que nuestro héroe recibió más dinero y recompensa, pero lo que más lo irritó fue que esas fruslerías se consideraron tan seriamente como los huevos y las cruces. La gente declaró que era un moralista y que ésas eran severas sátiras contra la época… lo cual acabó estropeando el negocio de las cartas, como puede usted imaginar. Pocos hombres quieren llevar una sátira moral en esa parte, y a la mujeres les era difícil tocar una sátira moral cuando les habría gustado tocar una suave malla alhajada y ceñida. Sin embargo, el hecho de que esas alhajas dejaran de ser populares lo hizo más popular aún con los conocedores que desconfían del éxito general. Empezaron a escribir libros sobre su arte; especialmente los que alardeaban de conocer y amar al rey escribieron sobre él. Todos los libros decían en buena parte las mismas cosas, y cuando nuestro héroe hubo leído uno fue como si hubiera leído todos. Casi siempre había un capítulo llamado «El sapo en el agujero: el arte del Hombre Caído», o bien otro llamado «De los huevos de Pascua a las Cartas de Marque, o el joyero del pecado original».

—¿Por qué sigue llamándolo joyero? —dijo la voz bajo la sábana—. Usted sabe muy bien que era arquitecto.

—Le advertí que no supusiera personajes reales en mi cuento. Acabará identificándose con la otra Marie. Sin embargo, gracias a Dios usted no es de las que se matan.

—Le sorprendería saber qué soy capaz de hacer —dijo ella—. Su historia no se parece a Manon Lescaut, pero de todos modos es muy triste.

—Lo que ninguna de esas personas sabía es que un día nuestro héroe hizo un descubrimiento sensacional: dejó de creer en todos esos argumentos históricos, filosóficos, lógicos y etimológicos que había elaborado para la existencia del rey. Sólo quedó el recuerdo de un rey que había vivido en el corazón de sus padres y no en ningún lugar determinado. Por desgracia, su corazón no era como el que sus padres compartían: estaba anquilosado de orgullo y éxito, y sólo podía latir de orgullo cuando un edificio…

—Dijo edificio…

—Cuando una alhaja estaba lista o cuando una mujer lloraba bajo él «ahora, ahora, ahora».

Miró el whisky en la botella: no valía la pena guardar el poco que quedaba. Lo vació en su vaso y no se cuidó de agregarle agua.

—Se había engañado a sí mismo, como había engañado a los demás —siguió—. Había creído sinceramente que cuando quería su trabajo amaba al rey y cuando hacía el amor con una mujer estaba imitando de manera imperfecta el amor del rey por su pueblo. Después de todo, el rey había amado tanto el mundo que había enviado un toro y una lluvia de oro y…

—Está confundiéndolo todo —dijo la muchacha.

—Pero cuando descubrió que no había rey, advirtió también que todo lo había hecho por amor a sí mismo. ¿De qué serviría seguir haciendo alhajas o practicando el amor por su propio placer solitario? ¿Quizá había llegado al fin de su sexo y al fin de su vocación antes de descubrir la verdad sobre el rey o quizá ese descubrimiento lo había llevado al fin de todo? No lo sé, pero sé que hubo momentos en que se preguntó si su incredulidad no era al cabo sino una prueba definitiva de la existencia del rey. Esa vacuidad total podía ser su castigo por haber violado conscientemente las leyes. Hasta era posible que eso fuera lo que la gente llamaba dolor. El problema se complicaba hasta lo absurdo, y el hombre empezó a envidiar el corazón simple de sus padres, en el cual ellos habían creído siempre que vivía el rey… y no en un palacio grande como el de San Pedro, a kilómetros de distancia.

—¿Y entonces?

—Se lo dije, ¿no es cierto?… es tan difícil abandonar una profesión como abandonar un marido. Si usted deja a su marido no sabrá cómo cruzar kilómetros y kilómetros de luz, y también kilómetros de oscuridad… y desde luego, habrá los llamados telefónicos y las averiguaciones de los amigos y las frases de los diarios. Pero esta parte del cuento no tiene interés.

—Entonces él tomó un crédito de vuelos y… —dijo ella.

El whisky se había acabado y el día ecuatorial se insinuaba en la ventana como algo súbitamente aplastado en la concavidad del cielo, fluyendo en una corriente verde pálido, amarillo pálido, rosa flamenco, a lo largo del horizonte, para dejarlo después con el mismo feo gris de cualquier otro jueves.

—La he mantenido despierta toda la noche —dijo él.

—Hubiera preferido una historia romántica. Pero me distrajo.

Rió bajo las sábanas y agregó:

—Casi podría decirle que pasamos la noche juntos, ¿no es cierto? ¿Cree usted que Rycker se divorciaría? Supongo que no. La Iglesia no admite el divorcio. La Iglesia dice, la Iglesia ordena.

—¿Es usted de veras tan desdichada?

No obtuvo respuesta. En los jóvenes, el sueño sobreviene tan rápidamente como el día en la ciudad tropical. Querry abrió la puerta suavemente y salió al pasillo, todavía en penumbra, donde ardía pálidamente una luz nocturna. Un trasnochador o un madrugador cerró una puerta, cinco cuartos más allá: una letrina hizo un gargarismo y se tragó el agua en el silencio.

Querry se sentó en la cama y la luz aumentó a su alrededor: era la hora del fresco. Pensó: «El Rey ha muerto, viva el Rey». Quizá había encontrado allí un país y una vida.