Capítulo segundo

En los últimos tres meses, el hospital hizo grandes progresos. Ya no eran unos cimientos parecidos a las excavaciones de una villa romana: las paredes se habían alzado. Los vanos de las ventanas esperaban las telas de alambre; hasta era posible calcular cuándo se colocaría el techo. Los leprosos trabajaban con más rapidez al ver acercarse el fin. Querry atravesaba el edificio con el padre Joseph; pasaban a través de puertas inexistentes como dos fantasmas, entraban en cuartos ausentes, en el futuro anfiteatro para operaciones, en la cámara de rayos X, en el cuarto a prueba de fuego con los tanques de parafina para las manos paralizadas, en el dispensario, en las salas principales.

—¿Qué hará usted cuando todo esté listo?

—¿Qué hará usted, padre?

—Desde luego, son el superior y el doctor quienes decidirán, pero me gustaría construir un lugar donde los mutilados pudieran aprender a trabajar… terapia ocupacional, creo que la llaman allá. Las hermanas hacen lo que pueden con los individuos, pero a los africanos no les importa demasiado ser individuos, sobre todo a los mutilados. Nadie quiere ser un caso especial. Aprenderían mucho más en una clase donde pudieran bromear un poco.

—¿Y después de eso?

—Siempre habrá más edificios que hacer durante los próximos veinte años, siquiera sean lavatorios.

—Siempre habrá algo que yo pueda hacer, padre.

—Un arquitecto como usted es un derroche para el trabajo que podemos ofrecer aquí. Son apenas trabajos de constructor.

—Me he convertido en un constructor.

—¿No tiene ganas de volver a ver Europa?

—¿Y usted, padre?

—Hay una gran diferencia entre nosotros. Europa es para los miembros de nuestra orden más o menos lo mismo que esto… un grupo de edificios, muy semejantes a éstos. Nuestros cuartos no son diferentes, ni la capilla (hasta las Estaciones son las mismas), ni las aulas, ni la comida, ni las ropas, ni las caras. Pero para usted Europa significa sin duda más que esto: teatros, amigos, restaurantes, bares, libros, tiendas, la compañía de sus iguales, los frutos de la fama, sean cuales fueren.

—Estoy contento aquí —dijo Querry.

Era casi la hora del almuerzo, y regresaron hacia la misión, pasando ante la casa de las monjas y la casa del doctor y el mísero cementerio. No estaba bien mantenido: el cuidado de los vivos llevaba demasiado tiempo a los padres. Sólo en la noche de todos los santos se reverenciaba propiamente el campo santo, cuando brillaba una vela o un farol en cada tumba, pagana o cristiana. Casi la mitad de las tumbas tenían cruces, y eran tan simples y uniformes como las de los muertos anónimos en un cementerio de guerra. Querry ya sabía qué tumba pertenecía a madame Colin. No tenía cruz y estaba un poco apartada, pero el único motivo de esa separación era dejar espacio para el doctor Colin.

—Espero que también encontrarán ustedes espacio para mí —dijo Querry—. No les costaré una cruz.

—El padre Thomas hará objeciones… Dirá que una vez bautizado, es usted cristiano para siempre.

—Convendrá entonces que muera antes de que regrese.

—Apúrese, pues. Volverá antes de lo que creemos.

Hasta sus camaradas estaban más cómodos sin el padre Thomas; era imposible no sentir una mezcla de aversión y lástima por hombre tan poco atractivo.

La advertencia del padre Joseph se vio inmediatamente confirmada. Absortos por el examen del nuevo hospital, no oyeron la campana del barco de la Otraco. El padre Thomas había desembarcado con la caja de cartón en que llevaba sus objetos personales. Estaba en el umbral de su cuarto y los saludó cuando pasaron. Tenía un aire curioso y tenso, como si los recibiera como a huéspedes.

—Bueno, padre Joseph, ya ve que estoy de vuelta antes de lo pensado.

—Ya lo vemos —dijo el padre Joseph.

—Ah, señor Querry, tengo que discutir algo muy importante con usted.

—¿Sí?

—Cuando llegue el momento. Paciencia. Han ocurrido muchas cosas mientras he estado afuera.

—No nos tenga sobre ascuas —dijo el padre Joseph.

—Durante el almuerzo, durante el almuerzo —dijo el padre Thomas, llevando la caja de cartón alta como una custodia.

Cuando pasaron frente a la ventana siguiente pudieron ver al superior de pie junto a su cama. Metía un cepillo, una esponja y una caja de cigarros en su alforja kaki, reliquia de la última guerra que llevaba por el mundo entero como un recuerdo. Tomó la cruz de su escritorio, la envolvió en un par de pañuelos y la metió en la alforja.

—Empiezo a temer lo peor —dijo el padre Joseph.

Durante el almuerzo, el superior se mostró silencioso y preocupado. El padre Thomas estaba a su derecha. Desmenuzó su pan con una hermética expresión de importancia. Sólo cuando se acabó el almuerzo, habló el superior. Dijo:

—El padre Thomas me ha traído una carta. El obispo me necesita en Luc. Quizá esté ausente algunas semanas, quizá meses. Pediré al padre Thomas que me reemplace durante mi ausencia. Es usted el único que tiene tiempo, padre —agregó—, para ocuparse de las cuentas.

Era una disculpa ante los demás padres y una oculta desaprobación del orgullo que ya empezaba a demostrar el padre Thomas: muy poco tenía que ver con la figura lastimosa y vaga que había sido un mes antes. Quizá una promoción temporaria era cura suficiente para una vocación que desfallecía.

—Usted sabe que puede confiar en mí —dijo el padre Thomas.

—Puedo confiar en cualquiera, aquí. Mi trabajo es el menos importante. No sé construir como el padre Joseph o vigilar la dínamo, como el hermano Philippe.

—Trataré de que la escuela no se resienta.

—Estoy seguro de que lo conseguirá, padre. Descubrirá usted que mi trabajo apenas le quitará tiempo. Un superior siempre es sustituible.

Cuanto más desnuda es una vida, tanto más temible es todo cambio El superior bendijo la mesa y buscó sus cigarros, pero ya los había empacado. Aceptó un cigarrillo de Querry, pero lo sostuvo con la misma torpeza con que había llevado un traje de lego. Los padres se veían incómodos, poco habituados a las despedidas. Querry se sintió como un extraño en medio de un problema doméstico.

—El hospital quedará terminado, quizá, antes de que regrese —dijo el superior con cierta tristeza.

—No pondremos el techo de troncos hasta tenerlo de nuevo aquí —respondió el padre Joseph.

—No, no, prométanme que no demorarán nada. Padre Thomas, éstas son mis últimas instrucciones: el techo de troncos no bien sea necesario, y mucho champagne… si encuentran un donante… para celebrarlo.

En esa serena e inmutable rutina, los padres habían olvidado durante años que eran hombres sujetos a obediencia. Ahora lo recordaban súbitamente. ¿Quién sabía qué aguardaba al padre superior, qué cartas habían intercambiado el obispo y el general en Europa? El superior decía que volvería al cabo de pocas semanas (el obispo, había explicado, lo citaba para una consulta), pero todos ellos sabían que quizá no regresaría nunca. Acaso ya se habían tomado decisiones. Miraban al superior con discreción, con afecto, como se mira a un moribundo (sólo el padre Thomas estaba ausente: ya se había marchado a mudar sus papeles al otro cuarto), y el superior, a su vez, miraba a todos y también el triste refectorio donde había pasado sus años mejores. Era cierto lo que había dicho el padre Joseph. Los edificios eran siempre los mismos en cualquier parte; los refectorios variaban tan poco como los aeropuertos coloniales. Pero por ese mismo motivo, los padres se habituaban tanto más a las diferencias menudas. Siempre habría la misma reproducción en colores del retrato del papa, pero ésta tenía una mancha en un ángulo, porque el leproso que había hecho el marco había dejado caer el tinte de nogal. Las sillas también habían sido hechas por leprosos, que habían usado como modelo la silla reglamentaria suministrada a los empleados oficiales menos importantes: la clase de silla que se encuentra en cualquier misión. Pero una de las sillas se había vuelto única por su poca seguridad; siempre la habían tenido contra la pared, desde que un sacerdote que los visitó, el padre Henry, había tratado de imitar una proeza circense balanceándose sobre dos patas. Hasta la biblioteca tenía una debilidad individual: un estante era oblicuo. Y había en la pared manchas que recordaban algo a cada hombre. Las manchas de una pared diferente evocaban una imagen diferente. En cualquier misión podían encontrarse compañeros con los mismos nombres (no hay tantos santos para elegir), pero el nuevo padre Joseph no sería nunca el mismo que el anterior.

Del río llegó el llamado de la campana del barco. El superior se quitó el cigarrillo de la boca y lo miró como preguntándose en qué forma había llegado hasta allí. El padre Joseph dijo:

—Creo que deberíamos beber un vaso de vino…

Buscó una botella en el aparador y encontró una que habían casi terminado en la última fiesta. Pero quedaba un trago para cada uno.

Bon voyage, padre.

La campana volvió a llamar.

El padre Thomas apareció en la puerta y dijo:

—Creo que debería usted partir, padre.

—Sí. Tengo que buscar mi alforja.

—Aquí la tengo —dijo el padre Thomas.

—Bueno, entonces…

El superior echó otra furtiva mirada al cuarto; el retrato manchado, la silla rota, el estante torcido.

—Que vuelva usted sano y salvo —dijo el padre Paul—. Voy en busca del doctor Colin.

—No, no, está durmiendo la siesta. El señor Querry le explicará qué ha pasado.

Lo acompañaron hasta el barranco, junto al río, y el padre Thomas llevó su alforja. El superior la tomó en la planchada y se la echó al hombro con un gesto casi militar. Tocó al padre Thomas en el brazo y le dijo:

—Creo que encontrará las cuentas en orden. Postergue cuanto pueda el mes próximo… por si vuelvo. Cuídese, padre Thomas —agregó después de una vacilación y con una sonrisa desaprobadora—. No demasiado entusiasmo…

Después el barco y el río se lo llevaron.

El padre Joseph y Querry volvieron juntos a la casa.

—¿Por qué eligió al padre Thomas? —preguntó Querry—. Ha estado aquí menos tiempo que cualquiera de ustedes.

—Él mismo lo explicó. Todos nosotros tenemos tareas fijas, y para decirle la verdad, el padre Thomas es el único que tiene una idea mínima sobre cómo llevar libros.

Querry se echó en su cama. A esa hora del día el calor hacía imposible trabajar y casi imposible dormir, salvo modorras superficiales. Pensó que estaba con el superior en el barco que se alejaba, pero en su sueño el barco tomó la dirección contraria de Luc. Siguió por el río que se estrechaba en la selva cada vez más densa, y acabó siendo el barco del obispo. En la cabina del obispo yacía un cadáver y ellos dos lo tomaban para la ceremonia del Pendélé. Lo sorprendió pensar que antes se había equivocado al punto de creer que el barco había llegado al fin de su viaje en el interior cuando arribó al lazareto. Ahora volvía a moverse, a hundirse más hondo en la selva.

El roce de una silla lo despertó. Pensó que era la quilla del barco rozando un tronco sumergido en el río. Abrió los ojos y vio al padre Thomas sentado junto al lecho.

—No quise despertarlo —dijo el padre Thomas.

—Sólo estaba medio dormido.

—Le traigo mensajes de un amigo suyo —dijo el padre Thomas.

—No tengo amigos en África, salvo los que he conocido aquí.

—Tiene usted más amigos de los que cree. Mi mensaje es del señor Rycker.

—Rycker no es amigo mío.

—Sé que es un poco impetuoso, pero es un hombre que siente gran admiración por usted. Algo que le ha dicho su mujer le ha hecho pensar que no procedió correctamente hablando de usted al periodista inglés.

—Entonces su mujer tiene más sentido común que él.

—Por suerte, todo ha salido muy bien —dijo el padre Thomas—. Y se lo debemos al señor Rycker.

—¿Qué ha salido bien?

—El periodista ha escrito sobre usted y todos nosotros, aquí, de un modo maravilloso.

—¿Ya?

—Telegrafió su primer artículo desde Luc. El señor Rycker lo ayudó en el correo. Puso como condición que debía leer el artículo antes. El señor Rycker, desde luego, no habría permitido algo que nos perjudicara. El periodista escribió un juicio verdadero sobre usted. Ya ha sido traducido en Paris Dimanche.

—¿Ese pasquín?

—Tiene una circulación enorme.

—Una diario de escándalo.

—Tanto más loable, pues, que su mensaje aparezca allí.

—No sé de qué está usted hablando… Yo no tengo ningún mensaje.

Se volvió con impaciencia de los ojos escudriñadores e insinuantes del padre Thomas y permaneció de cara a la pared. Oyó un roce de papel. El padre Thomas tomaba algo del bolsillo de su sotana.

—Permítame leerle un fragmento —dijo—. Le aseguro que le dará gran placer. El artículo se llama: «Un arquitecto de almas. Ermita del Congo».

—Que basura nauseabunda. Le aseguro, padre que nada de lo que ese tipo escriba puede interesarme.

—Es usted demasiado rudo. Sólo lamento no haber tenido tiempo de habérselo mostrado al superior. Comete un pequeño error sobre el nombre de la orden, pero qué otra cosa puede esperarse de un inglés. Escuche usted cómo termina: «Cuando un famoso estadista francés se retiró a la profundidades del país para evitar la carga de la oficina, se dijo que el mundo hizo un camino hasta su puerta».

—Nunca puede decir nada exacto —dijo Querry—. Nada. Era un escritor, no un estadista. Y el escritor era norteamericano, no francés.

—Ésas son fruslerías —dijo el padre Thomas con tono de reproche—. Escuche esto. «Todo el mundo católico ha comentado la misteriosa desaparición del gran arquitecto Querry. Querry, cuyas realizaciones se extienden desde la última catedral de los Estados Unidos, un palacio de acero y cristal, hasta una pequeña capilla dominicana en la Côte d’Azur…».

—Ahora me confunde con Matisse, ese aficionado —dijo Querry.

—No se preocupe de los detalles marginales.

—Espero, por usted, que los evangelios sean más exactos en los detalles marginales que el señor Parkinson.

—Querry fue echado de menos en sus ámbitos habituales. Seguí su rastro desde su restaurante favorito, L’Epaule de Mouton…

—Qué absurdo. ¿Cree que soy un turista gourmand?

—«… hasta el corazón de África. Cerca del lugar donde Stanley fijó campamento entre las tribus salvajes, al fin di con Querry…».

El padre Thomas levantó los ojos y agregó:

—Aquí es donde dice muchas cosas amables sobre nuestra labor. «Desprendidos… devotos… en las blancas túnicas de su vida sin tacha». Realmente, tiene cierto sentido del estilo. «¿Qué ha impulsado a Querry a abandonar una carrera que le dio honor y riquezas para consagrar su vida a servir a los intocables del mundo? Yo no podía formularle esa pregunta cuando súbitamente descubrí que mi busca había cesado. Inconsciente, ardiendo de fiebre, me llevaron a tierra desde mi piragua, la frágil embarcación que había penetrado en lo que Joseph Conrad llamaba el Corazón de la Oscuridad, unos pocos y leales nativos que me habían seguido desde el gran río con la misma fidelidad de sus abuelos para con Stanley».

—No puede dejar en paz a Stanley —dijo Querry—. Debe de haber habido muchos otros en África Central, pero supongo que los ingleses nunca oyeron hablar de ellos.

—«Desperté para encontrar la mano de Querry tomándome el pulso y los ojos de Querry escrutando los míos. Entonces sentí un gran misterio».

—¿Pero de veras le gusta a usted esa melaza? —preguntó Querry, sentándose impaciente en su cama.

—He leído muchas vidas de santos escritas en pésimo estilo —dijo el padre Thomas—. El estilo no lo es todo. Las intenciones del hombre son sólidas. Quizá no sea usted el mejor juez. Sigo leyendo: «Fue de labios de Querry como me llegó la sensación del misterio. Aunque Querry me habló como acaso nunca habló a otro ser humano, con ardiente remordimiento por un pasado tan colorido y aventurero como el de San Francisco en las oscuras callejas de la ciudad junto al Arno…». Cómo me hubiera gustado estar aquí —agregó el padre Thomas con avidez— cuando habló usted de eso… Suprimido el pasaje que sigue, referente sobre todo a los leprosos. Parece que Parkinson ha reparado especialmente en los mutilados… Una pena, pues da una impresión demasiado sombría de nuestro hogar…

En su nueva condición de superior, el padre Thomas se hacía una imagen de la misión menos sombría que un mes antes.

—Y aquí llega lo que Parkinson llama el núcleo de la historia. «El secreto me lo reveló el amigo más íntimo de Querry, André Rycker, encargado de una plantación de palmeras. Quizá sea característico de Querry mantener secreto de los padres para quienes trabaja lo que es capaz de revelar a este plantador, la última persona que imaginaríamos unida por íntima amistad al gran arquitecto. “¿Quiere usted saber qué lo angustia?”, me dijo Rycker. “Creo que es el amor, un amor absolutamente desprendido, sin barreras de color o de clase. Nunca he conocido a un hombre tan profundamente versado en cuestiones de fe. Sentado a esta misma mesa durante la noche entera, he discutido con el gran Querry la naturaleza del amor divino”. Así se unieron las dos mitades de Querry. Querry me habló de las mujeres a quienes quiso en el mundo europeo, y a ese oscuro amigo, en su fábrica de la selva, habló de su amor a Dios. En esta era atómica, el mundo necesita santos. Cuando un famoso hombre de estado francés se retiró a las profundidades del país para evitar la carga de su puesto, se dijo que el mundo hizo un sendero hasta su puerta. No es probable que el mundo, que descubrió el camino hacia Schweitzer, en Lambarene, no encuentre la ermita del Congo». Creo que debió suprimir la referencia a San Francisco. Puede interpretársela erróneamente.

—Qué cúmulo de patrañas —exclamó Querry.

Se levantó de la cama y se acercó al tablero de dibujo, con el papel extendido.

—No permitiré que ese hombre… —agregó.

—Es un periodista, desde luego —dijo el padre Thomas—. Son apenas exageraciones profesionales.

—No me refiero a Parkinson. Es su trabajo. Pienso en Rycker. Nunca hablé con Rycker de amor o de Dios.

—Él me dijo que tuvo una conversación muy interesante con usted.

—Nunca. No hubo conversación. Toda la charla, se lo aseguro, estuvo a cargo de él.

El padre Thomas bajó los ojos hasta el recorte del periódico.

—Habrá un segundo artículo —dijo—; aparecerá dentro de una semana. Aquí lo dice: «El próximo domingo “El pasado de un santo. La redención por el sufrimiento. El leproso perdido en la jungla”.». Supongo que será Deo Gratias. Hay también una fotografía del inglés hablando con Rycker.

—Démela —dijo Querry, y rompió el papel en pedazos, que arrojó al suelo—. ¿Está abierto el camino?

—Lo estaba cuando salí de Luc. ¿Por qué?

—Tomaré un camión, entonces.

—¿A dónde va?

—A cambiar unas palabras con Rycker. ¿No se da usted cuenta, padre, de que debo hacerlo callar? Esto no puede seguir. Estoy luchando por mi vida.

—¿Su vida?

—Mi vida aquí. Es todo lo que tengo.

Volvió a sentarse, lleno de desánimo, en la cama.

—Ha sido un largo camino. Si me marcho, ya no tendré a dónde ir.

—Para un hombre bueno, la fama es siempre un problema —dijo el padre Thomas.

—Pero padre… yo no soy un hombre bueno. ¿No puede creerme? ¿Es que va usted a torcerlo todo, como Rycker y ese hombre? Ningún noble motivo me trajo aquí. Me busco a mí mismo, como he hecho siempre, pero ¿no cree que hasta un hombre egoísta tiene derecho a un poco de felicidad?

—Tiene usted, sin duda, una maravillosa condición: humildad —dijo el padre Thomas.