Capítulo tercero

I

El doctor Colin tenía ante sí una tarjeta donde se veía la silueta de un hombre. Él mismo la había dibujado; las tarjetas las había encargado en Luc, porque desesperaba de obtener nada semejante en ese lugar. Lo malo es que costaba demasiado poco; las facturas habían caído como polvillo en la bandeja oficial que cernía sus pedidos de ayuda. En los últimos niveles del Ministerio local no existía nadie con autoridad para permitir un gasto de seiscientos francos, y nadie tenía bastante coraje para molestar a un oficial mayor con pedido tan mísero. Ahora, cada vez que utilizaba las tarjetas Colin se irritaba contra sus propios dibujos. Hizo correr los dedos sobre la espalda de un paciente y sintió un nuevo espesamiento de la piel bajo el omoplato izquierdo. Marcó el punto en la tarjeta y llamó al siguiente. Quizá habría previsto esa placa si el nuevo hospital hubiera estado listo y el nuevo aparato instalado para tomar la temperatura de la piel. «No importa lo que he hecho —pensó—, sino lo que voy a hacer». Esta frase optimista tenía un sentido particularmente irónico para el doctor Colin.

Cuando llegó al país por primera vez, había un viejo tendero que vivía en Luc, un hombre de más de setenta años famoso por su reserva. Pocos años antes se había casado con una joven africana que no sabía leer ni escribir. La gente se preguntaba qué clase de contacto podían tener, a su edad, con la reserva de él y la ignorancia de ella. Un día el hombre vio que su empleado africano estaba acostado con ella en la trastienda, junto a unos sacos de café. No dijo nada, pero al día siguiente fue al banco y retiró sus ahorros. Los puso casi todos en un sobre y lo depositó en la puerta del orfelinato local, siempre atestado de indeseados mestizos. Llevó consigo el resto colina arriba, hasta un garage que vendía autos usados y allí compró el más barato que pudieron venderle. Era tan viejo y barato que hasta el vendedor, quizá porque era griego, tuvo escrúpulos. El auto sólo arrancaría en la cima de una colina, pero el viejo dijo que no importaba. Su ambición era manejar un auto antes de morir… un antojo, si puede decirse así. Le enseñaron a poner en marcha el auto, a acelerar. Empujaron el auto, que pudo arrancar. El viejo guió hacia la plaza de Luc donde estaba situada su tienda y no bien llegó empezó a tocar bocina. La gente se paraba a mirar ese extraño espectáculo del viejo guiando su primer automóvil, y cuando pasó frente a la tienda, el empleado salió para divertirse. El hombre dio la vuelta a la plaza por segunda vez… de todos modos era imposible detenerlo, porque no habría arrancado en terreno llano. El empleado agitaba la mano en el umbral para alentarlo. Entonces hizo girar el volante, apretó el acelerador y se dirigió rectamente contra su empleado y la tienda; el auto se detuvo contra la caja registradora. Entonces bajó y dejando el auto donde estaba, fue a su sala y esperó a la policía. El empleado no estaba muerto, pero tenía las piernas destrozadas y la pelvis rota: ya no serviría para ninguna mujer. Al fin apareció el comisionado de policía. Era un hombre joven y ése era su primer caso. El griego gozaba de mucho respeto en Luc.

—¿Qué ha hecho? —preguntó cuando entró en la sala.

—No importa lo que hice —dijo el viejo—, sino lo que voy a hacer. Tomó un revólver bajo un almohadón y se disparó un tiro en la cabeza. Desde esos días el doctor Colin solía acudir a la cautelosa frase del viejo tendero griego.

«El siguiente», volvió a llamar. Era un día de extremo calor y humedad y los pacientes eran lánguidos y pocos. Nunca dejaba de sorprender al doctor que los seres humanos jamás de habitúan a su propio clima; los africanos padecían a causa del calor tanto como cualquier europeo. Había conocido a un sueco que sufría en la larga noche invernal como si hubiera nacido en una tierra sureña. El hombre que apareció ante el doctor no buscó sus ojos. En la tarjeta tenía el nombre de Atención, pero ahora cualquier atención suya estaba en otra parte.

—¿Anduvo mal otra vez, como la otra noche? —preguntó el doctor.

El hombre miró por encima del hombro del doctor como si alguien a quien temiera se acercara y dijo: «Sí». Tenía los ojos pesados, inyectados de sangre. Echaba adelante los hombros a cada lado de su pecho hundido como si fueran los ángulos de un libro que tratara de cerrar.

—Pronto acabará —dijo el doctor—. Tenga paciencia.

—Tengo miedo —dijo el hombre en su lengua—. Por favor, cuando llegue la noche, que me aten las manos.

—¿Tan malo es?

—Sí. Tengo miedo por mi hijo. Duerme a mi lado.

Las tabletas de D. D. S. no eran una cura simple. Las reacciones de la droga solían ser terribles. Cuando se trataba de dolor en los nervios podía tratarse al paciente con cortisona, pero en algunos casos sobrevenía una especie de locura durante las horas de oscuridad.

—Tengo miedo de matar a mi hijo —dijo el hombre.

—Eso pasará —dijo el doctor—. Una noche más, y basta. Recuerde que tiene que aguantar. ¿Puede usted leer la hora?

—Sí.

—Le daré un reloj que brilla, de modo que podrá leer en la oscuridad. La cosa empezará a las ocho. A las once se sentirá peor. No luche. Si le ato las manos, luchará. Mire el reloj. A la una se sentirá muy mal, pero en ese momento empezará a pasar. A las tres no se sentirá peor que ahora mismo, y después cada vez menos… La locura se irá. Mire el reloj y recuerde lo que estoy diciéndole. ¿Lo hará?

—Sí.

—Antes de la noche le llevaré el reloj.

—Mi hijo.

—No se preocupe por él. Pediré a las hermanas que lo cuiden hasta que pase la locura. Usted tiene que mirar el reloj. Si las manos se mueven, la locura se mueve también. Y a las cinco el reloj hará sonar una campanilla. Entonces podrá dormir. Su locura habrá pasado. No volverá.

Trataba de hablar con convicción, pero sentía que el calor embotaba la fuerza de su tono. Cuando el hombre se marchó, sintió que algo había sido arrancado de él y arrojado al vacío.

—No puedo ver más pacientes hoy —dijo al ayudante.

—Sólo hay seis más.

—¿Soy el único que no debe sentir el calor?

Pero sintió un poco la vergüenza de un desertor cuando se alejaba de su minúsculo ámbito en el campo de batalla del mundo.

Quizá fue esa vergüenza la que guió sus pasos hacia otro paciente. Cuando pasó ante el cuarto de Querry, lo vio ocupado en su tablero de dibujo. Siguió adelante y entró en el cuarto del padre Thomas. El padre Thomas se había tomado la mañana libre: sus escuelas, como el consultorio, estarían medio desiertas a causa del calor. Parkinson estaba sentado en la única silla, con los pantalones de su pijama: el cordón parecía flojamente anudado en torno a un huevo. El padre Thomas hablaba, al entrar el doctor, en una lengua que el propio Colin reconoció como un curioso inglés. Oyó el nombre «Querry». Apenas había espacio entre las dos camas.

—Bueno, ya lo ve usted, señor Parkinson —dijo Colin—: no se ha muerto. Nadie se muere de una fiebrecita.

—¿Qué dice? —preguntó Parkinson al padre Thomas—. Estoy harto de no entender. ¿Para qué sirvió la conquista normanda, si ahora no hablamos la misma lengua?

—¿Para qué vino aquí, padre Thomas? ¿Lo ha averiguado?

—Me hace montones de preguntas sobre Querry.

—¿Por qué? ¿Qué le importa Querry?

—Me dijo que ha venido especialmente para hablar con él.

—Entonces más le hubiera valido regresar con el barco, porque Querry no hablará.

—Querry, eso es, Querry —dijo Parkinson—. Es estúpido de su parte ocultarse. Nadie quiere ocultarse de Montagu Parkinson. ¿No soy yo la meta del deseo de cualquier hombre? Cita. Swinburne.

—¿Qué le ha dicho usted, padre?

El padre Thomas respondió, como a la defensiva:

—Sólo he confirmado lo que Rycker le dijo.

—¡Rycker! Entonces habrá escuchado un montón de mentiras.

—¿La historia de Deo Gratias es una mentira? Espero haber sido capaz de situar la historia en el contexto adecuado, eso es todo.

—¿Cuál es el contexto adecuado?

—El contexto católico —respondió el padre Thomas.

La Remington portátil estaba sobre la mesa del padre Thomas, junto al crucifijo. Al otro lado del crucifijo, como el segundo ladrón, la Rolleiflex colgaba de su correa, anudada a un clavo. El doctor Colin miró la hoja escrita a máquina, sobre la mesa. Podía leer inglés mejor de lo que hablaba. Leyó el título: «El recluso del gran río». Después miró acusadoramente al padre Thomas.

—¿Sabe usted qué es esto?

—La historia de Querry —dijo el padre Thomas.

—¡Este absurdo!

Colin volvió a mirar la página. «Éste es el nombre que los nativos han dado a un extraño recién llegado al corazón de la más oscura África».

Qui êtes-vous? —dijo Colin.

—Parkinson —dijo el hombre—. Ya se lo he dicho. Montagu Parkinson. ¿Este nombre no le dice nada? —agregó con desaliento.

Más abajo en la página, Colin leyó: «… tres semanas en barco para llegar a esta región salvaje. Abatido después de siete días por las picaduras de las moscas tsetsé y los mosquitos, fui llevado inconsciente a la costa. Donde Stanley se abrió paso una vez con fusiles Maxim, está librándose ahora otra lucha… esta vez por la causa del africano, en contra de la mortal infección de la lepra. Al despertar de mi fiebre me encontré en un lazareto…».

—Pero éstas son mentiras —dijo Colin al padre Thomas.

—¿Qué está gruñendo? —preguntó Parkinson.

—Dice que lo que ha escrito usted es… no es exactamente cierto.

—Dígale que es más cierto que la verdad —dijo Parkinson—. Es una página de historia moderna. ¿Cree usted realmente que César dijo Et tu, Brute? Es lo que debió decir y algún otro… el viejo Herodoto, no, ése era griego, ¿no es cierto?, debió de ser otro, quizá Suetonio… bueno, otro agregó lo necesario. La verdad se olvida siempre. Pitt, en su lecho de muerte, pidió pasteles de puerco de Bellamy, pero la historia alteró ese hecho.

Ni siquiera el padre Thomas podía seguir los meandros del pensamiento de Parkinson.

—Mis artículos se recordarán como la historia. Al menos de un domingo a otro. El titular del próximo domingo: «Un santo con pasado».

—¿Entiende usted algo de todo esto? —preguntó Colin.

—No mucho —admitió el padre Thomas.

—¿Ha venido aquí para armar un lío?

—No, no. Nada de eso. Parece que su diario lo mandó a África para que escribiera sobre algunos disturbios en el territorio británico. Llegó demasiado tarde, pero entonces tuvimos nuestros disturbios en la capital, de modo que vino.

—¿Sin saber francés?

—Tenía un pasaje de primera clase de vuelta a Nairobi. Me dijo que su diario no podía pagar a escritores importantes para que viajaran a África, de modo que le mandaron un cable para que se trasladara a nuestro territorio. Volvió a llegar demasiado tarde, pero entonces oyó rumores sobre Querry. Me dijo que tenía que regresar con algo. Cuando llegó a Luc, conoció a Rycker en casa del gobernador.

—¿Qué sabe del pasado de Querry? Nosotros mismos…

Parkinson seguía la discusión con profundo interés. Sus ojos viajaban de uno a otro. De cuando en cuando, una palabra significaba algo para él y entonces sacaba rápidas, ágiles, equivocadas conclusiones.

—Parece que los diarios británicos —dijo el padre Thomas— tienen lo que llaman una morgue. Lo único que él tiene que hacer es cablegrafiarles y ellos le mandarán un resumen de cuanto se ha publicado sobre Querry.

—Es como una investigación policial.

—Oh, estoy seguro de que no encontrarán nada que lo perjudique.

—¿Pero es que ninguno de los dos —preguntó Parkinson con tono lastimero— ha oído nunca mi nombre, Montagu Parkinson? Sin duda es bastante memorable.

Imposible decir si se reía de sí mismo.

El padre Thomas empezó a responderle:

—Para decirle la verdad, hasta que usted llegó.

—Mi nombre está escrito en el agua. Cita. Shelley —dijo Parkinson.

—¿Sabe Querry algo de todo esto? —preguntó Colin al padre Thomas.

—Todavía no.

—Empezaba a ser feliz aquí.

—No sea apresurado —dijo el padre Thomas—. Hay otro lado en todo esto. Nuestro lazareto puede hacerse famoso… tan famoso como el hospital de Schweitzer. Y los británicos tienen fama de generosos.

Quizá el nombre de Schweitzer permitió a Parkinson pescar el sentido del padre Thomas. Rápidamente exclamó:

—Mis artículos circulan en los Estados Unidos, Francia, Alemania, Japón y Sudamérica. Ningún otro periodista…

—Hasta ahora nos hemos arreglado sin publicidad, padre —dijo Colin.

—La publicidad no es sino otro nombre de la propaganda. Y tenemos un colegio para eso en Roma.

—Quizá la propaganda sea más posible en Roma, padre, que en África central.

—La publicidad puede ser un reactivo para la virtud. Por mi parte, estoy persuadido de que Querry…

—Nunca me han gustado los deportes cruentos, padre. Y menos que nada la caza del hombre.

—Exagera, doctor. De todo esto puede salir mucho bien. Usted sabe que siempre hemos andado cortos de dinero. La misión no puede suministrarlo. Tampoco el Estado. Sus pacientes merecen consideración.

—Quizá Querry sea también un paciente —dijo Colin.

—Eso es absurdo. Pensaba en los leprosos… siempre ha soñado usted con una escuela de rehabilitación, ¿no es cierto?, si conseguía dinero. Para esos pobres acabados.

—También Querry puede ser un caso acabado —dijo el doctor mirando al hombre gordo en su silla—. ¿Dónde podremos encontrar ahora su terapia? Las candilejas no son demasiado buenas para los mutilados.

El calor del día y la irritación momentánea que sentían el uno hacia el otro les hacía perder cautela: Parkinson fue el único en ver que el hombre sobre el cual discutían ya estaba en el umbral del cuarto del padre Thomas.

—¿Cómo está usted, Querry? —dijo Parkinson—. No lo reconocí cuando me lo presentaron en el barco.

—Tampoco yo a usted —dijo Querry.

—Gracias a Dios —dijo Parkinson— usted no ha terminado como los disturbios. De todos modos, ya tengo una historia. Tenemos que hablar, usted y yo.