—Recuerdo el día en que llegó usted —dijo Colin—. Caminaba por este camino y le pregunté cuánto se quedaría. Usted me dijo… ¿recuerda?
Pero Querry callaba y Colin comprendió que ya lamentaba haber hablado.
El barco blanco dobló lentamente el recodo del río; una linterna brillaba en la proa y el farol a presión ardía en la sala. Una figura negra, vestida apenas con un taparrabo, estaba inmóvil con una cuerda en la mano, dispuesta a arrojarla desde la cubierta. Los padres se agrupaban con sus blancas sotanas en la galería, semejantes a polillas en torno a un jarro de melaza. Cuando Colin se volvió pudo ver la lumbre del cigarro del superior, que los seguía por el camino.
Colin y Querry se detuvieron al borde del alto barranco, sobre el río. Un africano se zambulló desde la cubierta y nadó hacia la costa al detenerse las máquinas. Tomó la cuerda y la anudó a una roca y la pesada embarcación inclinó a ese lado la proa. Un marinero tendió una planchada para una mujer que desembarcó con dos pavos vivos en la cabeza; luchó con su túnica, ajustándola una y otra vez en torno a la cintura.
—El gran mundo llega hasta nosotros —dijo Colin.
—¿Qué quiere usted decir?
El capitán saludó con la mano desde la ventana del salón. En el estrecho pasillo la puerta del obispo estaba cerrada, pero una luz débil brillaba a través del mosquitero.
—Oh, nunca se sabe qué puede traer el barco. Después de todo, lo trajo a usted.
—Parece que tienen un pasajero —dijo Querry.
El capitán gesticuló hacia ellos desde la ventana; con el brazo los invitaba a subir al barco.
—¿Ha perdido la voz? —preguntó el superior, reuniéndoseles al borde del barranco, y ahuecando las manos aulló con todas sus fuerzas—. ¡Bueno, capitán, llega con retraso!
La manga de una sotana blanca se movió en la oscuridad; el capitán se había llevado un dedo a los labios.
—En nombre del Señor —dijo el Superior—. ¿Ha tenido el obispo en el barco?
Bajó el sendero del barranco y atravesó la planchada.
—Después de usted —dijo Colin, consciente de la vacilación de Querry—. Tomaremos un vaso de cerveza: es la costumbre.
Pero Querry no se movió.
—Al capitán le alegrará verlo de nuevo —siguió Colin, poniendo la mano bajo el codo de Querry para instarlo a bajar el barranco. El superior se abría paso entre las mujeres, los chivos y las cacerolas que atestaban la cubierta, rumbo a la escalerilla de hierro, junto a las máquinas.
—¿Qué dijo usted del mundo? —dijo Querry—. ¿Supone usted de veras?… —y se interrumpió, con los ojos fijos en la cabina que había ocupado; la luz de la bujía oscilaba en ella con la brisa del río.
—Era una broma —dijo Colin—. Le pregunto: ¿se parece esto al gran mundo?
La noche, que cae tan rápidamente en África, había borrado el barco entero, salvo la luz en la cabina del obispo, el farol a presión en la sala donde dos blancas figuras se saludaban en silencio, y la lámpara rompevientos al pie de la escalerilla, donde una mujer en cuclillas preparaba la carne de su marido.
—Vamos —dijo Querry.
Al cabo de la escalera el capitán los saludó.
—De modo que sigue usted aquí, Querry —dijo—. Es un placer volver a verlo.
Hablaba en voz baja; parecía musitar una confidencia. En el salón, la cerveza ya estaba abierta, esperándolos. El capitán cerró la puerta y por primera vez levantó la voz. Dijo:
—Beba rápidamente, doctor Colin. Tengo un paciente para usted.
—¿Alguien de la tripulación?
—No —dijo el capitán, alzando el vaso—. Un pasajero de veras. Sólo he tenido dos pasajeros auténticos en dos años, el primero fue el señor Querry y ahora este hombre. Un pasajero que paga, no un padre.
—¿Quién es?
—Viene del gran mundo —dijo el capitán, haciéndose eco de la frase de Colin—. Ha sido difícil para mí. No habla flamenco y apenas francés, y eso se agravó cuando tuvo fiebre. Estoy muy contento de haber llegado aquí —agregó, y pareció a punto de caer en su habitual silencio.
—¿Por qué ha venido? —preguntó el superior.
—¿Cómo saberlo?… Se lo dije, no habla francés.
—¿Es un doctor?
—No, sin duda; de lo contrario no se habría asustado tanto por un poco de fiebre.
—Quizá sea mejor que lo vea en seguida —dijo Colin—. ¿Qué lengua habla?
—Inglés, creo. Ensayé el latín —dijo el capitán—. Y hasta el griego, pero fue inútil.
—Puedo hablar inglés —dijo Querry sin entusiasmo.
—¿Cómo anda la fiebre?
—Éste es el día peor. Mañana se sentirá mejor. Le dije: «Finitum est», pero creo que entendió que se moría.
—¿Dónde subió?
—En Luc. Tenía una especie de carta de presentación para el obispo… de Rycker, creo. Había perdido el barco de la Otraco.
Colin y Querry siguieron por la estrecha cubierta hasta la cabina del obispo. Colgando al fin del pasillo se veían el deforme salvavidas como una anguila seca, la ducha de vapor, el lavatorio con la puerta rota y, junto a él, la mesa de cocina y la conejera, donde dos conejos mascaban en la oscuridad. Nada había cambiado, salvo los conejos, quizá. Colin abrió la puerta de la cabina. Allí estaba la fotografía de la iglesia bajo la nieve, pero en la cama arrugada en la cual Querry suponía que de algún modo subsistirían sus propias huellas, como la forma de una liebre, yacía el cuerpo desnudo de un hombre muy grueso. Estaba echado de espaldas y en el cuello se le formaban tres canales por donde el sudor corría desde la curva de la cabeza hasta la almohada.
—Supongo que debemos llevarlo a tierra —dijo Colin—. Hay un cuarto vacío en casa de los padres.
En la mesa había una Rolleiflex y una Remigton portátil; en ésta, una hoja de papel en que el hombre había empezado a escribir. Cuando Querry acercó la bujía pudo leer una frase en inglés: «… las eternas selvas se reproducen inmutables a lo largo de los barrancos desde los tiempos de Stanley y sus hombres». No había signos de puntuación. Colin levantó el puño del hombre para tomarle el pulso.
—El capitán tiene razón —dijo—. Estará bien en pocos días. Este sueño indica el fin.
—¿Por qué no dejarlo aquí? —preguntó Querry.
—¿Lo conoce?
—Nunca lo vi hasta ahora.
—Me pareció que estaba usted asustado —dijo Colin—. No sé cómo lo reembarcaremos si ha pagado su pasaje aquí.
El hombre despertó cuando Colin dejó caer su puño.
—¿Es usted el médico? —preguntó en inglés.
—Sí. Soy el doctor Colin.
—Yo soy Parkinson —dijo el hombre con firmeza, como si fuera el único sobreviviente de toda una tribu de Parkinson—. ¿Estoy muriéndome?
—Quiere saber si se muere —tradujo Querry.
—Se repondrá usted en pocos días —dijo Colin.
—Hace un calor del demonio —dijo Parkinson—. Gracias a Dios que hay alguien que por lo menos habla inglés —agregó mirando a Querry.
Volvió la cabeza hacia la Remington y dijo:
—La tumba del hombre blanco.
—Su geografía no es exacta. Ésta no es África occidental —lo corrigió Querry con seca antipatía.
—Ellos no sabrán la diferencia —dijo Parkinson.
—Y Stanley nunca pasó por aquí —siguió Querry, sin intentar disfrazar su antagonismo.
—Oh, sí, pasó. Éste río es el Congo, ¿no es cierto?
—No. Dejó usted el Congo hace una semana, después de Luc.
El hombre repitió ambiguamente:
—No sabrán la diferencia. La cabeza se me revienta…
—Se queja de su cabeza —dijo Querry a Colin.
—Dígale que le daremos algo cuando lo llevemos a tierra. Pregúntele si puede caminar hasta la casa de los padres. Debe de ser un peso terrible de llevar.
—¡Caminar! —exclamó Parkinson, moviendo la cabeza mientras las gotas de sudor se deslizaban a la almohada—. ¿Quiere matarme? Sería un relato formidable, demonios, para cualquiera, salvo para mí. Parkinson enterrado donde Stanley…
—Stanley nunca estuvo aquí —dijo Querry.
—No me importa que haya estado o no. ¿Para qué sigue repitiéndolo? Tengo un calor del demonio. Debería haber un ventilador. Si este tipo es un doctor, ¿por qué no me lleva a un hospital decente?
—No creo que le gustará nuestro hospital —dijo Querry—. Es para leprosos.
—Entonces me quedaré aquí.
—El barco regresa a Luc mañana.
—No entiendo qué dice el doctor —dijo Parkinson—. ¿Es un buen doctor? ¿Puedo confiar en él?
—Sí, es un buen doctor.
—Pero nunca dicen la verdad al paciente, ¿no es cierto? Mi viejo murió creyendo que sólo tenía úlcera en el duodeno.
—Usted no se morirá. Tiene un poco de malaria. Eso es todo. Ha pasado lo peor. Sería mucho más fácil para todos si desembarcara caminando. A menos que desee volver a Luc.
—Cuando empiezo un trabajo —dijo Parkinson oscuramente— lo termino.
Se enjugó el cuello con los dedos.
—Tengo las piernas como manteca —dijo—. Debo de haber perdido un montón de kilos. Lo que me preocupa es el corazón.
—Es inútil —dijo Querry a Colin—. Habrá que transportarlo.
—Veremos qué puede hacerse —dijo Colin, saliendo.
Cuando se quedaron a solas, Parkinson dijo:
—¿Sabe manejar una cámara fotográfica?
—Desde luego.
—¿Con flash?
—Sí.
—¿Quiere usted hacerme un favor y tomar unas fotos cuando me lleven a tierra? Trate de que tengan atmósfera… usted sabe cómo es la cosa… caras negras reunidas y con expresión preocupada y simpática.
—¿Por qué preocupadas?
—Usted puede arreglárselas —dijo Parkinson—. Estarán preocupados, de todos modos, por miedo de arrojarme al suelo… y ellos no sabrán la diferencia.
—¿Para qué quiere la foto?
—Es la clase de cosas que les gusta tener. No se puede desconfiar de una fotografía, o al menos así lo cree la gente. ¿Sabe usted? Desde que entró usted en esta cabina y pude hablar, me siento mejor. Ya no sudo tanto, ¿ve usted? Y mi cabeza… —la movió para probar y gimió—. Oh, bueno, si no hubiera tenido esta malaria, me temo que la habría inventado. Es el detalle exacto.
—Yo no hablaría tanto, en su lugar.
—Demonios, estoy contento de que el viaje en barco haya terminado, se lo aseguro.
—¿Por qué ha venido aquí?
—¿Conoce usted a un hombre llamado Querry? —preguntó Parkinson.
Había hecho un esfuerzo para volverse de lado. El reflejo de la bujía brillaba en los regueros y estanques de sudor y la cara parecía un camino demasiado transitado después de la lluvia. Querry estaba seguro de no haber visto nunca a ese hombre, y sin embargo recordaba que el doctor Colin le había dicho: «El gran mundo llega a nosotros».
—¿Para qué busca usted a Querry?
—Mi tarea es encontrarlo —dijo Parkinson, volviendo a gemir—. Esto no es un picnic. ¿No me mentirá usted, acerca del doctor? ¿Y lo qué dijo?
—No.
—Es mi corazón, se lo dije. Un montón de kilos en una semana. Esta carne demasiado sólida se derrite. ¿Le diré un secreto? El demonio de Parkinson tiene miedo a la muerte.
—¿Quién es usted? —preguntó Querry.
El hombre volvió su cara a otro lado, con irritable indiferencia, y cerró los ojos. Pronto volvió a dormir.
Seguía durmiendo cuando lo sacaron del bote envuelto en un lienzo alquitranado, como un cadáver a punto de ser arrojado al mar. Se necesitaron seis hombres para levantarlo y todos ellos tropezaron entre sí, de modo que mientras luchaban barranco arriba, uno de ellos resbaló y cayó. Querry tuvo tiempo de impedir que el cuerpo cayera. La cabeza le rozó el pecho y el olor de la brillantina del pelo envenenó la noche. No estaba habituado a soportar semejante peso y se sintió sin aliento, sudoroso, cuando llegaron a la cima y encontraron al padre Thomas, que sostenía un farol. Otro africano ocupó el lugar de Querry y Querry caminó junto al padre Thomas. El padre Thomas dijo:
—No debió hacer eso… un peso semejante, con este calor. Es imprudente, a su edad. ¿Quién es?
—No sé. Un extraño.
—Quizá un hombre pueda juzgarse por su imprudencia —dijo el padre Thomas.
La lumbre del cigarro del superior se les acercó a través de la oscuridad.
—No encontrará usted demasiada imprudencia aquí —siguió el padre Thomas con irritación—. Ladrillos, morteros, las cuentas mensuales… sólo en eso se piensa. Nada de la samaritana en el camino a Jericó.
—Tampoco es mi caso. Sólo di una mano por unos minutos.
—Deberíamos aprenderlo todo de usted —dijo el padre Thomas tomándole el brazo por el codo, como si hubiera sido un viejo que necesitaba el sostén de un discípulo.
El superior los alcanzó.
—No sé dónde vamos a ponerlo —dijo—. No tenemos ningún cuarto libre.
—Que comparta el mío. Hay lugar para los dos —dijo el padre Thomas y sacudió el brazo de Querry como si hubiera deseado transmitirle: «Al menos he aprendido su lección. No soy como mis hermanos».