Capítulo segundo

I

El barco del obispo debía llegar dos veces por mes con las provisiones para el lazareto, pero a veces pasaban muchas semanas sin una visita. Esperaban su llegada con forzada paciencia; quizá el capitán del buque de la Otraco, que llevaba el correo, llevara también noticias sobre su pequeño rival… un tronco hundido en el río podía haber perforado la quilla; acaso había encallado en un banco de lodo; tal vez el timón había dado contra un árbol caído; acaso el capitán tenía fiebre o el obispo había recurrido a un profesor de griego que no encontraba un sacerdote para reemplazarlo. No era una tarea muy popular entre los miembros de la orden. No exigía conocimientos de navegación, ni siquiera de mecánica, porque la tripulación africana estaba virtualmente a cargo de las máquinas y el puente de mando. Cuatro semanas de soledad en el río, cada viaje, el intento de descubrir, en cada parada, algún cargamento no absorbido por la Otraco… semejante vida no sobrellevaba favorablemente la comparación con un destino en la catedral de Luc o aun en el seminario del bush.

Era el atardecer cuando los habitantes del lazareto oyeron la campana del tan esperado barco; el sonido llegó hasta Colin y Querry, que bebían la primera copa de la noche sentados en la galería del doctor.

—Al fin —dijo Colin, terminando su whisky—. Si al menos trajeran el nuevo aparato de rayos X…

Con el crepúsculo, flores blancas se habían abierto en la larga avenida; se encendían fuegos para la comida y la misericordia de la oscuridad caía por fin sobre los deformes y horrendos. Las riñas nocturnas no habían empezado aún y había paz: algo que podía tocarse como un pétalo, olerse como humo de leña.

—¿Sabe? Me siento feliz aquí —dijo Querry al doctor Colin.

Se contuvo demasiado tarde: la frase se le había escapado en el dulce aire del crepúsculo como una admisión.