III

El padre Thomas estaba junto a su puerta, mirando a través del tejido de alambre que cubría la mal iluminada avenida del lazareto. Tras él, sobre la mesa, había preparado una bujía y la llama brillaba pálidamente bajo la lamparilla eléctrica desnuda; en cinco minutos todas las luces se apagarían. Ése era el momento que él temía. Las oraciones no eran eficaces para remediar la oscuridad. Las palabras del superior habían reavivado su urgencia de Europa. Lieja podía ser una ciudad fea y brutal, pero no había ninguna hora de la noche en que un hombre, levantando su cortina, no pudiera ver una luz brillando en la pared opuesta de la calle o quizá un paseante tardío que regresaba a su casa. Pero allí, a las diez, cuando la dínamo cesaba su trabajo, se necesitaba un acto de fe para saber que la selva no se había acercado hasta el umbral del cuarto. A veces le parecía que podía oír las hojas rozando el mosquitero. Miró su reloj… cuatro minutos todavía.

Había admitido ante el superior que lo asustaba la oscuridad. Pero el superior había ignorado ese miedo como cosa baladí. El padre Thomas sentía un ansia inmensa de confiarse a alguien, pero era casi imposible confiarse a hombres de su propia orden, así como un soldado no puede admitir su cobardía ante otro soldado. No podía decir al superior: «Cada noche rezo para que no me llamen a asistir a algún agonizante, en el hospital o en su cocina, para no tener que encender la lámpara de mi bicicleta y pedalear a través de la oscuridad». Pocas semanas antes había muerto un anciano, pero había sido el padre Joseph quien había salido en busca del cadáver sentado en una silla destartalada con un fetiche para Nzambe en su regazo y una medalla bendita colgada al cuello. El padre Joseph le había dado una absolución condicional a la luz de la bicicleta, porque no se encontraban velas. El padre Thomas creía que el superior envidiaba su admiración hacia Querry. Sus compañeros se pasaban la vida entre preocupaciones ínfimas que podían discutir fácilmente entre sí: el costo de los baños de pies, una avería de la dínamo, un paro en el horno de ladrillos. Pero las cosas que lo preocupaban a él no podían discutirse con nadie. Envidiaba al hombre casado que tenía una confidente siempre dispuesta en la cama y durante las comidas. El padre Thomas estaba casado con la Iglesia, y la Iglesia respondía a su confianza sólo con los lugares comunes del confesionario. Recordó que aún en el seminario su confesor lo había contenido cada vez que iba más allá de las trivialidades corrientes. La palabra «escrúpulo» estaba plantada como una señal de tránsito en cualquier dirección que tomara el espíritu. «Quiero hablar, quiero hablar», exclamó en silencio el padre Thomas cuando las luces se apagaron y cesó el ruido de la dínamo. Alguien llegó por la galería, en la oscuridad. Sus pasos fueron más allá del cuarto del padre Paul y habrían seguido aún más lejos, si el padre Thomas no lo hubiera llamado:

—¿Es usted, señor Querry?

—Sí.

—¿No quiere entrar un momento?

Querry abrió la puerta y entró en el menguado fulgor de la bujía.

—Acabo de explicar al superior la diferencia entre un bidet y un baño de pies —dijo.

—¿No quiere usted sentarse? No puedo dormir tan temprano, y no tengo ojos tan buenos para leer a la luz de una vela.

Ya en una sola frase había admitido ante Querry mucho más de lo que había dicho nunca a su superior, pues sabía que el superior le habría dado inmediatamente un farol y el permiso de leer cuanto quisiera después de apagarse las luces. Pero ese permiso habría atraído la atención hacia su debilidad. Querry buscó una silla.

Sólo había una, y el padre Thomas empezó a abrir el mosquitero de la cama.

—¿Por qué no ir a mi cuarto? —preguntó Querry—. Tengo un poco de whisky allí.

—Hoy es mi día de ayuno —dijo el padre Thomas—. Por favor, siéntese. Yo me sentaré en la cama.

La bujía ardía recta, hasta su humoso pináculo, como un lápiz.

—Espero que esté contento aquí —dijo el padre Thomas.

—Todos han sido muy amables conmigo.

—Es usted la primera visita que recibo desde que llegué.

—¿De veras?

El padre Thomas tenía la nariz larga y fina, curiosamente torcida en la punta, lo cual producía la impresión de que olía de lado algún olor fugaz.

—Se necesita tiempo para adaptarse a un lugar como éste —dijo riendo nerviosamente—. Yo no estoy seguro de haberme adaptado aún.

—Lo comprendo —dijo Querry mecánicamente, a falta de cosa mejor que decir; pero el padre Thomas tragó ese bromuro como vino.

—Sí, usted es muy comprensivo. A veces pienso que un lego tiene más capacidad de comprensión que un sacerdote. Y a veces —agregó—, más fe…

—Eso no es cierto en mi caso —dijo Querry.

—Nunca dije a nadie esto —siguió el padre Thomas como si sostuviera en las manos algún objeto precioso que dejaría para siempre a cargo de Querry—. Cuando terminé el seminario solía pensar que sólo mediante el martirio podría salvarme… si podía morir antes de perderlo todo.

—Nadie muere antes de eso —dijo Querry.

—Quise que me enviaran a China, pero rehusaron.

—Su trabajo aquí debe ser tan valioso como en China —contestó Querry despachando sus respuestas mecánicamente, rápidamente, como cartas de juego.

—¿Enseñando el alfabeto?

El padre Thomas se deslizó en la cama y un paño del mosquitero cayó sobre su cara como un velo nupcial o una red contra las abejas. Lo apartó, pero volvió a caer, como si hasta un objeto inanimado tuviera bastante conciencia para saber cuál es el mejor momento para atormentar.

—Bueno, es hora de acostarse —dijo Querry.

—Discúlpeme. Sé que estoy reteniéndolo. Lo fatigo.

—Nada de eso —dijo Querry—. Además, no duermo bien.

—¿De verdad? Es el calor. Yo no duermo más que unas pocas horas.

—Puedo darle algunas píldoras.

—Oh no, no, gracias. Debo convencerme que de algún modo, éste es el lugar a que me ha enviado Dios.

—Sin duda, vino usted como voluntario.

—Desde luego, pero de no haber sido por Su voluntad…

—Quizá es Su voluntad que tome usted un embutal. Déjeme traerle uno.

—Me hará mucho mejor hablar con usted un poco. Usted sabe que en una comunidad no se habla… de nada importante. ¿No estoy distrayéndolo de su trabajo?

—No puedo trabajar a la luz de una vela.

—Lo dejaré libre muy pronto —dijo el padre Thomas sonriendo débilmente y volvió a callar.

La selva podía aproximarse, pero por una vez tenía un compañero. Querry estaba sentado con las manos entre las rodillas, esperando. Un mosquito zumbaba junto a la llama de la bujía. El peligroso deseo de confiarse creció en el espíritu del padre Thomas como la presión de un orgasmo.

—No imagina usted —dijo— cuánto necesita uno a veces fortificar la propia fe hablando con un hombre que cree.

—Tiene usted a los padres —dijo Querry.

—Hablamos sólo de la dínamo y las escuelas —dijo el padre Thomas—. A veces creo que si me quedo aquí perderé la fe por completo. ¿Puede usted comprenderlo?

—Oh, sí, puedo comprenderlo. Pero creo que debería usted hablar con su confesor, y no conmigo.

—Deo Gratias habló con usted, ¿no es cierto?

—Sí. Un poco.

—Usted hace hablar a la gente. Rycker…

—¡Líbreme Dios! —Querry se movió inquieto en la dura silla—. Lo que yo podría decirle no lo ayudaría para nada. Créalo. No soy un hombre de… fe.

—Es usted un hombre humilde —dijo el padre Thomas—. Lo hemos advertido.

—Si conociera usted la magnitud de mi orgullo…

—Un orgullo que construye iglesias y hospitales no es tan malo.

—No trate de usarme para apuntalar su fe, padre. Yo sería el punto débil. No quiero decirle nada que lo perturbe más… pero no tengo nada para usted, nada. Ni siquiera me llamaría católico, a menos que estuviera en el ejército o en la prisión. Soy un católico legal, eso es todo.

—Los dos tenemos nuestras dudas —dijo el padre Thomas—. Quizá yo las tenga más que usted. Y cuando vienen a mí, en el altar, con la Hostia en mis manos…

—Hace mucho que he dejado de tener dudas. Padre, si he de hablar llanamente, no creo en absoluto. En absoluto. He descartado la fe de mi sistema… como las mujeres. No quiero convertir a los demás a la incredulidad, o siquiera preocuparlos. Quiero quedarme con la boca cerrada, si me dejan.

—No puede usted imaginar qué bien me ha hecho nuestra conversación —dijo el padre Thomas apasionadamente—. No hay aquí un sacerdote al que pueda hablar como hemos hablado nosotros. A veces necesitamos desesperadamente un hombre que haya experimentado la misma flaqueza que nosotros mismos.

—Pero usted no me ha comprendido, padre.

—¿No advierte usted que quizá le ha sido concedida la gracia de la aridez? Tal vez pisa las huellas de San Juan de la Cruz, la Noche oscura…

—Qué lejos está usted de la verdad —dijo Querry, haciendo con las manos un movimiento de azoramiento o rechazo.

—He estado observándolo —dijo el padre Thomas—. Soy capaz de juzgar los actos de un hombre.

Se inclinó hasta que su cara estuvo muy cerca de la de Querry. Querry olió el líquido que el padre Thomas usaba contra la picadura de los mosquitos.

—Por primera vez desde que vine a este lugar, sentí que podía ser útil —siguió—. Si alguna vez siente la necesidad de confesarse, recuerde que estoy aquí.

—La única confesión que me gustaría hacer —dijo Querry—, sería ante un fiscal acusador.

—Ja, ja —el padre Thomas pescó la broma al vuelo y la confiscó como una pelota de escolar bajo su sotana—. Esas dudas que tiene… Puedo asegurarle que las conozco. ¿Pero no podríamos examinar juntos los argumentos filosóficos… para ayudarnos?

—No pueden ayudarme a mí, padre. Usted busca la fe y supongo que la encuentra. Pero yo no busco eso. No quiero ninguna de las cosas que sé perdidas. Si la fe fuera un árbol que crece al final de la avenida, le prometo que nunca iría en esa dirección. No quiero decir nada que lo hiera, padre. Lo ayudaría, si pudiera. Si sus dudas le duelen, es evidente que siente usted el dolor de la fe, y le deseo buena suerte.

—¿Usted comprende de veras, no es cierto? —dijo el padre Thomas y Querry no pudo contener una expresión de irritado desaliento—. No se fastidie… Quizá lo conozco a usted mejor que usted mismo. Nunca he encontrado tanta comprensión «en todo Israel», si podemos llamar así a la comunidad. Usted ha hecho tanto bien… Quizá… otra noche… podamos volver a hablar. De nuestros problemas, los suyos y los míos.

—Quizá, pero…

—Y rece usted por mí, señor Querry. Apreciaré sus oraciones.

—Yo no rezo.

—No es lo que me ha dicho Deo Gratias —dijo el padre Thomas, entreabriendo los labios en una sonrisa como una barra de regaliz: oscura, dulce, pegajosa—. Hay oraciones interiores, las oraciones del silencio. Hay inclusive oraciones inconscientes, cuando los hombres tienen buena voluntad. Un pensamiento suyo puede ser una oración ante los ojos de Dios. Piense usted en mí de cuando en cuando, señor Querry.

—Desde luego.

—Me gustaría ayudarle, como usted me ha ayudado.

Se detuvo, como esperando algún llamado, pero Querry se llevó la mano a la cara y se quitó las pegajosas hilas que una araña había dejado pendientes entre él y la puerta.

—Esta noche dormiré —dijo el padre Thomas, amenazadoramente.