Querry y el doctor Colin estaban sentados en los escalones del hospital, tomando el fresco de la mañana. Cada pilar tenía su sombra y cada sombra un paciente acuclillado. Al otro lado del camino el superior decía la misa ante el altar, porque era la mañana del domingo. La iglesia tenía los lados abiertos, apenas interrumpidos por un entejado de ladrillos para impedir el paso del sol, de modo que Querry y Colin podían ver la congregación recortada como por una sierra: las monjas sentadas en sillas, en la primera fila, y detrás de ellos los leprosos, en bancos de medio metro de alto, hechos de piedra porque la piedra podía desinfectarse mejor y más rápidamente que la madera. A esa distancia ofrecían un alegre espectáculo, con el sol salpicando los hábitos blancos de las monjas y las brillantes túnicas de las mujeres. Las ajorcas que las mujeres llevaban en las piernas tintineaban como rosarios cuando se arrodillaban para rezar, y todas sus mutilaciones quedaban selladas por la distancia y la reja de ladrillos, que les ocultaba los pies. Tras el doctor, en el último escalón, estaba sentado el anciano con elefantiasis; el escalón siguiente le sostenía el escroto. Hablaban en un susurro para que sus voces no perturbaran la misa que seguía su curso (un susurro, un tintineo, un roce, movimientos privados cuyo sentido casi habían olvidado Querry y el doctor, tanto tiempo hacía que no los presenciaban).
—¿Es realmente imposible operar? —preguntó Querry.
—Demasiado arriesgado. Su corazón quizá no soportaría la anestesia.
—¿De modo que tendrá que andar arrastrando eso hasta el día que muera?
—Sí. No pesa tanto como usted imagina. Pero parece injusto padecer todo eso y además la lepra, ¿no es cierto?
En la iglesia hubo un suspiro y un restregar de pies al sentarse la congregación.
—Algún día le sacaré dinero a alguien y compraré una cuantas sillas de ruedas para los casos más graves —dijo el doctor—. Ése necesitaría una especial, desde luego. ¿Sería capaz un famoso arquitecto eclesiástico de diseñar una silla para testículos hinchados?
—Le enviaré los planos —dijo Querry.
La voz del superior les llegó a través del camino. Predicaba en una mezcla de francés y criollo; de cuando en cuando deslizaba una frase en flamenco y una o dos palabras que Querry suponía dichas en mongo o cualquier otra lengua de las tribus ribereñas.
—Y les digo la verdad: me sentí avergonzado cuando ese hombre me dijo: «Ustedes, los klistianos, son los peores ladrones, ustedes roban esto, ustedes roban lo otro, ustedes roban todo el tiempo. Oh, sé que ustedes no roban dinero. No se meten en la choza de Thomas Olo para llevarse su nuevo aparato de radio, pero de todos modos son ladrones. Peores ladrones que eso. Ustedes ven a un hombre que vive con una mujer y no le pega y la cuida cuando las medicinas, en el hospital, le duelen mucho, y dicen que ése es amor klistiano. Van a los tribunales y oyen a un buen juez que dice al ladrón que ha robado azúcar del aparador del hombre blanco: “Eres un ladrón arrepentido. No te castigo, y tú no has de volver aquí. No máz azúcar palava”, y ustedes dicen que ésa es misericordia klistiana. Pero cuando dicen eso son unos grandísimos ladrones, porque están robando el amor de este hombre y la misericordia de aquel otro. Cuando ven a un hombre con un puñal en su espalda ensangrentada, muriéndose, ¿por qué no dicen: “Ésta es furia klistiana?”».
—Creo que es una respuesta a algo que le dije —murmuró Querry con una mueca que el doctor Colin empezaba a reconocer como una sonrisa rudimentaria—. Pero yo no lo dije así…
—Por qué no decir, cuando Henry Okapa se compró una bicicleta nueva y alguien le rompió el freno, «Ésta es envidia klistiana». Ustedes son como el hombre que sólo roba la buena fruta y deja que la mala se pudra en el árbol. Está bien. Ustedes me dicen que yo soy el ladrón número uno, pero yo les digo que cometen un grave error. Todo hombre puede defenderse ante su juez. Todos ustedes, en esta iglesia, son mis jueces, ahora, y ésta es mi defensa.
—Hace mucho que no escucho un sermón —dijo el doctor Colin—. Nos hace volver a las largas y aburridas horas de la niñez, ¿no es cierto?
—Ustedes rezan a Yezu —decía el superior, torciendo la boca por costumbre, como si pasara su cigarro de uno a otro lado—. Pero Yezu hizo el mundo. Cuando ustedes hacen una canción están en la canción, cuando cocinan pan están en el pan, cuando engendran un niño están en el niño, y como Yezu los hizo a ustedes, está en ustedes. Cuando quieren, es Yezu quien quiere, cuando son piadosos es Yezu quien es piadoso. Pero cuando odian o envidian no es Yezu, porque todo lo que Yezu hace es bueno. Las cosas malas no están aquí… no son nada. Odio significa falta de mor. Envidia significa falta de justicia. Son como espacios vacíos donde debería estar Yezu.
—Demasiadas peticiones de principios —dijo el doctor Colin.
—Ahora les digo que cuando un hombre quiere, debe ser klistiano. Cuando un hombre es misericordioso, debe ser klistiano. En esta aldea, ¿creen ustedes que son los únicos klistianos… ustedes, que vienen a la iglesia? Hay un doctor que vive cerca de la conocida casa de Marie Akimbo y reza a Nzambe y practica una mala medicina. Adora a un dios falso, pero una vez en que alguien estaba enfermo y su padre y su madre estaban en el hospital no pidió dinero: practicó una mala medicina, pero no pidió dinero. Hizo un embuste formidable con Nzambe para el enfermo, pero no le pidió dinero. Les digo, pues, que era un klistiano, un cristiano mejor que el hombre que rompió el freno de la bicicleta de Henry Okapa. Él no cree en Yezu pero es un klistiano. Yo no soy un ladrón que robo su caridad para dársela a Yezu. Devuelvo a Yezu sólo lo que Yezu hizo. Yezu hizo el amor, hizo la misericordia. Todos tienen en el mundo algo hecho por Yezu. Y por eso todos en el mundo son klistianos. ¿Cómo podré ser ladrón, entonces? No hay hombre tan perverso que no muestre alguna vez en su vida algo hecho por Dios en su corazón.
—Esto nos convierte en cristianos —dijo Querry—. ¿Se siente usted cristiano, doctor?
—No me interesa el problema —dijo Colin—. Querría que el cristianismo redujera el precio de la cortisona, eso es todo. Vámonos.
—Odio las simplificaciones —dijo Querry, sentándose.
—No les digo que hagan cosas buenas por amor de Dios —dijo el superior—. Eso es muy difícil. Demasiado difícil para la mayoría de nosotros. Es mucho más fácil demostrar misericordia porque un niño llora o amor porque una muchacha o un joven agrada a nuestros ojos. Eso no está mal, eso está bien. Pero recuerden que el amor que sienten y la misericordia que demuestran fueron hechas en ustedes por Dios. Deben seguir usándolos y quizá, si rezan oraciones klistianas, les será más fácil demostrar misericordia la segunda vez, y la tercera…
—Y querer a una segunda muchacha y a una tercera —dijo Querry.
—¿Por qué no? —preguntó el doctor.
—Misericordia… amor… —dijo Querry—. ¿Nunca habrá visto a alguien matar por amor y matar por misericordia? Cuando un sacerdote dice esas palabras suenan como si no tuvieran sentido fuera de las sacristías y las reuniones eclesiásticas.
—Creo que es lo contrario de lo que quiere decir.
—¿Quiere que culpemos a Dios a causa de amor? Más bien culparía al hombre. Si hay un Dios, por lo menos hagámoslo inocente. Vámonos, Colin, antes de que se convierta usted y se crea un cristiano inconsciente.
Se pusieron de pie y se alejaron del murmullo del Credo, hacia el dispensario.
—Pobre hombre —dijo Colin—. Es una vida dura, y pocos se lo agradecen. Hace lo que puede por todo el mundo. Si cree que soy un criptocristiano será conveniente para mí, ¿no es cierto? Hay muchos sacerdotes que no se sentirían felices trabajando con un colega ateo.
—Debiera haber aprendido junto a usted que un hombre inteligente puede construir su vida sin Dios.
—Mi vida es más fácil que la de él. Tengo una rutina que llena mis días. Sé cuándo un hombre está curado por los análisis de piel negativos. No hay análisis de piel para una buena acción. ¿Qué lo llevó a usted, Querry, cuando siguió a su sirviente a la selva?
—La curiosidad. El orgullo. No el amor klistiano, se lo aseguro.
—De todos modos —dijo el doctor Colin—, habla usted como si hubiera perdido algo que amó. No es mi caso. Creo que yo siempre he tenido simpatía por quienes están a mi lado. Tener simpatía es mucho más seguro que querer. No pide víctimas. ¿Quién es su víctima, Querry?
—No tengo ninguna, ahora. Estoy seguro. Estoy curado Colin —agregó Querry sin convicción.