Capítulo segundo

Con anticuada cortesía el superior aplastó el cigarro, pero no bien Madame Rycker se sentó, encendió otro distraídamente. El escritorio estaba cubierto de catálogos de ferreterías y pedazos de papel en los cuales había hecho cálculos que siempre arrojaban resultados diferentes, porque era un mal matemático: para él, la multiplicación era una forma elaborada de la suma y una serie de sustracciones reemplazaba una larga división. La página abierta de un catálogo mostraba un bidet que el superior había tomado por una nueva clase de baño para los pies. Cuando madame Rycker entró, procuraba calcular si podía permitirse comprar tres docenas de ellos para el lazareto: era exactamente lo que se necesitaba para lavar los pies de los leprosos.

—¡Vaya, madame Rycker! Qué visita inesperada. Acaso su marido…

—No.

—Largo camino para hacerlo sola…

—Tuve compañía hasta la casa de los Perrin. Pasé la noche allí. Mi marido me pidió que le trajera a usted dos tambores de aceite.

—Muy amable de su parte.

—Me temo que hacemos muy poco por el lazareto.

El superior pensó que podía pedir a los Rycker algunos de los nuevos baños de pies, pero no sabía cuántos podían permitirse. Para un hombre sin bienes materiales cualquier hombre con dinero parece rico… ¿debía pedirle un solo baño o tres docenas? Empezó a empujar las fotografías hacia Marie Rycker, cautelosamente, de modo que pareciera que sólo estaba buscando algo entre sus papeles. Le sería mucho más fácil hablar si ella exclamara: «Qué interesantes estos nuevos baños de pies». Entonces él diría…

Pero Marie lo confundió cambiando el tema.

—¿Cómo siguen los planes para la nueva iglesia, padre?

—¿La nueva iglesia?

—Mí marido me dijo que usted estaba construyendo una iglesia maravillosa, grande como una catedral, en estilo africano.

—Qué idea extraordinaria. Si tuviera dinero para eso…

Con todos sus borradores no podría calcular el costo de una «iglesia como una catedral».

—Vaya… podríamos construir cien casas, cada una con un baño para pies.

Dirigió el catálogo un poco más hacia ella.

—El doctor Colin nunca me perdonaría si gastara mi dinero en una iglesia.

—Me pregunto por qué mi marido…

El superior se preguntó si ésa era una alusión en el sentido de que los Rycker estaban dispuestos a financiar… Apenas podía creer que el encargado de una fábrica de aceite de palmera se hubiera hecho tan rico. Pero Madame Rycker, desde luego, podía haber heredado una fortuna. Claro que todo Luc habría hablado de la herencia, pero él sólo viajaba una vez por año a la ciudad.

—La vieja iglesia, sabe usted, puede servirnos largo tiempo todavía —dijo—. Sólo la mitad de nuestra gente es católica. De todos modos, es inútil tener una gran iglesia si la gente sigue viviendo en chozas de barro. Ahora nuestro amigo Querry está viendo cómo reducir en un cuarto el costo de un cottage. Sabíamos tan poco aquí hasta que él vino…

—Mi marido dijo a todos que Querry está construyendo una iglesia.

—Oh no, puede ayudarnos mucho mejor que con eso. El hospital nuevo está lejos de terminarse. Todo el dinero que podamos pedir o robar será para equiparlo. Precisamente estaba viendo en estos catálogos…

—¿Dónde está Querry ahora?

—Oh, supongo que trabaja en su cuarto. A menos que esté con el doctor.

—Todos hablaban de él en casa del gobernador, hace dos semanas.

—Pobre Querry.

Un niño negro que medía apenas un metro entró en el cuarto sin llamar, semejante a un jirón de sombra que huyera del resplandor del mediodía. Estaba completamente desnudo y su pequeño sexo pendía como un frijol bajo el vientre redondo. Abrió un cajón en el escritorio del Superior y tomó un dulce. Después se marchó.

—Oh, fueron muy amables con él —dijo Madame Rycker—. Es cierto… que su sirviente se perdió y…

—Algo así ocurrió. No sé qué dice la gente.

—Que se quedó con él toda la noche, rezando.

—No veo a Querry rezando.

—Mi marido piensa mucho en él. Hay tan pocas personas con quien mi marido pueda hablar. Me pidió que viniera a invitarlo…

—Muchas gracias por los dos tambores de aceite. Con lo que así nos ahorramos, podremos comprar…

Dirigió la fotografía del bidet un poco más cerca de Madame Rycker.

—¿Cree usted que podré hablar con él?

—Bueno, ésta es su hora de trabajo, Madame Rycker.

Ella dijo en tono implorante:

—Sólo quiero poder decir a mi marido que lo he invitado.

Pero su vocecilla sin entonación no contenía ningún llamado obvio, y el superior miraba a otra parte, a una parte del baño para pies que no comprendía muy bien.

—¿Qué piensa usted de esto? —preguntó.

—¿De qué?

—De este baño para pies. Quiero encargar tres docenas para el hospital.

La miró a causa de su silencio y se sorprendió al verla ruborizarse. El superior pensó que era realmente una niña.

—¿Cree usted?… —dijo.

Marie estaba confundida, recordando las bromas ambiguas que hacían sus compañeras más atrevidas en el convento.

—En realidad no es un baño para pies, padre.

—¿Y para qué puede usarse, entonces?

Ella dijo con un principio de humorismo:

—Pregúntelo usted al doctor, o al señor Querry…

Se movió un poco en la silla y el superior tomó su actitud como una seña de que se marchaba.

—Es un largo camino el que la espera hasta la casa de los Perrin, querida. ¿Quiere usted una taza de café, o un vaso de cerveza?

—No, no, gracias.

—¿Un poco de whisky?

En todos sus largos años de abstinencia, el superior nunca había aprendido que el whisky es demasiado fuerte para el sol de mediodía.

—No, gracias. Por favor, padre. Sé que está usted ocupado. No quiero ser una molestia, pero si pudiera ver al señor Querry y preguntarle…

—Yo le daré su mensaje, querida. Prometo no olvidarlo. Vea usted, ya lo escribo.

Vaciló antes de escribir junto a una cifra «Querry-Rycker». Era imposible para él decirle que había dado su palabra a Querry de evitar que lo molestaran, «sobre todo ese beato imbécil de Rycker».

—No es lo mismo, padre, no es lo mismo. Le prometí que yo misma lo vería. No creerá que he hecho lo posible.

Se interrumpió, confusa, y el superior pensó: «Creo que estaba a punto de pedirme un justificativo, esa clase de justificativos que los niños llevan a la escuela diciendo que han estado de veras enfermos».

—No estoy siquiera seguro de que esté aquí —dijo el superior, destacando la palabra «seguro» para evitar una mentira.

—Yo podría buscarlo.

—No puede usted andar por allí bajo este sol. ¿Qué diría su marido?

—Eso es lo que temo. Nunca creerá que hice todo lo posible.

Evidentemente estaba a punto de llorar y esto la hacía parecer más joven, de modo que era fácil asociar esas lágrimas a la pena rápida y trivial de un niño.

—Se me ocurre una cosa —dijo el superior—. Lo llamaré por teléfono… cuando la línea esté en condiciones.

—Sé que no le tiene simpatía a mi marido —dijo ella con triste franqueza.

—Querida niña, es sólo imaginación suya —y eso fue cuanto se le ocurrió al superior—. Querry es un tipo raro —agregó—. Nadie de nosotros lo conoce. Quizá no nos tiene simpatía…

—Se queda con ustedes. No los evita.

El superior sintió un impulso de cólera contra Querry. Esas personas le habían mandado dos tambores de aceite. Sin duda merecían en compensación un poco de cortesía.

—Quédese aquí —dijo—. Veré si Querry está en su cuarto. No podemos admitir que lo busque por todo el lazareto.

Salió del estudio y doblando la esquina de la galería se dirigió al cuarto de Querry. Pasó frente a los cuartos del padre Thomas y el padre Paul, que se distinguían apenas por la elección individual de un crucifijo y un diferente grado de desaseo; después la capilla; después llegó al cuarto de Querry. Era único en ese lugar completamente desnudo de símbolos, y en verdad estaba desnudo de todo. Sin fotografías de una comunidad o de un pariente. Aun en el calor del mediodía, el cuarto parecía frío y duro al superior, como una tumba sin cruz. Querry estaba sentado ante una mesa, con una carta delante, cuando el superior entró. No levantó hacía él su mirada.

—Lamento molestarlo —dijo el superior.

—Siéntese, padre. Un momento, mientras acabo esto.

Volvió la página, y agregó:

—¿Cómo termina usted sus cartas, padre?

—Depende. ¿«Hermano suyo en Cristo», acaso?

Toute à toi. Recuerdo que solía poner esa frase. Qué falsa suena ahora.

—Tiene usted una visita. He dado mi palabra y la he cumplido hasta el fin. No pude hacer más. No lo habría molestado, en caso contrario.

—Me alegra que haya venido. No puedo estar a solas con esto. Ya lo ve usted… el correo me ha atrapado. ¿Cómo han sabido que estoy aquí? ¿Este maldito diario local circula también en Europa?

Madame Rycker está aquí, y pregunta por usted.

—Oh, bueno, al menos no es su marido.

Tomó el sobre.

—¿Ve usted? Hasta ha acertado con el número exacto del apartado del correo. Qué paciencia. Debió de escribir a la Orden.

—¿Quién es?

—Una mujer que fue mi amante. La dejé hace tres meses, pobre mujer… y esto es hipocresía. No tuve lástima. Lo siento, padre. No quise turbarlo.

—No me ha turbado. Es Madame Rycker quien… Trajo dos tambores de aceite y quiere hablar con usted.

—¿Tanto merezco?

—Su marido la envía.

—¿Es la costumbre, aquí? Dígale que no tengo interés.

—Sólo quiere invitarlo, pobrecita. ¿No puede usted verla y agradecerle y decirle que no? Parece medio asustada de regresar, a menos que pueda decir que lo ha visto. No tendrá usted miedo de ella, supongo.

—Quizá. En cierto modo.

—Perdóneme por decirlo, Querry, pero no me parece usted un hombre que se asuste de la mujeres.

—¿Nunca ha dado usted con un leproso, padre, que teme golpearse los dedos porque sabe que ya no le dolerán?

—He conocido hombres que se alegraron cuando recobraron sus sensaciones, inclusive de dolor. Pero tiene usted que dar una oportunidad al dolor.

—Puede uno tener un espejismo de dolor. Pregúnteles a los amputados. Está bien, padre, tráigala. De todos modos, es mucho mejor que ver al desdichado de su marido.

El superior abrió la puerta. En el umbral estaba la muchacha, en el resplandor del sol, boquiabierta, como alguien sorprendido por una cámara fotográfica en un club nocturno, mirando hacia el fogonazo, con una torpe mueca de dolor. Se volvió bruscamente y caminó hacia el automóvil. Querry y el Superior pudieron oír sus vanos intentos de ponerlo en marcha. El superior la siguió. Una fila de mujeres que volvía del mercado lo demoró. Corrió un poco tras el automóvil, aún con el cigarro en la boca y con el blanco casco ladeado, pero ella siguió y pasó el gran arco que llevaba el nombre del lazareto, mientras su criado miraba con curiosidad las cabriolas del sacerdote a través de la ventanilla. El superior regresó cojeando, porque se había golpeado un dedo.

—Niña tonta —dijo—. ¿Por qué no esperó en mi cuarto? Habría podido pasar la noche con las monjas. Nunca llegará a casa de los Perrin cuando oscurezca. Sólo espero que su sirviente sea de fiar.

—¿Cree usted que oyó?

—Claro que oyó.

—Usted no bajó la voz, precisamente, cuando habló de Rycker. Cuando se quiere a un hombre no ha de ser agradable saber cómo es acogido…

—Es mucho peor, padre, cuando no se lo quiere.

—Pero ella lo quiere. Es su marido.

—El amor no es una de las características más comunes del matrimonio, padre.

—Los dos son católicos.

—Ni lo es de los católicos.

—Ella es una joven muy buena —dijo obstinadamente el superior.

—Sí, padre. Y qué vida desierta ha de llevar aquí, sola con ese hombre.

Miró la carta que aguardaba en su escritorio y esa frase de inmolación que todos usan y algunos piensan de veras: toute à toi. Se le ocurrió que es posible sentir el reflejo de un dolor ajeno cuando se ha dejado de sentir el propio. Se puso la carta en el bolsillo.

—Qué lejos la han llevado de su Pendélé —dijo.

—¿Qué es Pendélé?

—No sé… un baile en casa de un amigo, un muchacho de cara simple y resplandeciente, que va a misa los domingos con la familia y se duerme en una cama de una plaza, quizá.

—La gente tiene que crecer. Estamos llamados a cosas más complicadas que ésas.

—¿Usted cree?

—Cuando somos niños pensamos como niños.

—No puedo cotejar citas bíblicas con usted, padre, pero sin duda también hay algo acerca de tener que ser como niñitos si hemos de heredar… Hemos crecido bastante mal. Las complicaciones se han ramificado demasiado… debimos detenernos con la ameba… no, mucho antes, con los silicates. Si su Dios quería un mundo adulto debió darnos un cerebro adulto.

—La mayoría de nosotros nos creamos nuestras propias complicaciones, señor Querry.

—¿Para qué nos dio genitales si quería que pensáramos claramente? Un doctor no prescribe marihuana para aclarar el pensamiento.

—Pensé que no tenía usted interés en nada.

—No lo tengo. He llegado al otro lado, a la nada. Al mismo tiempo no me gusta mirar atrás —dijo, y la carta crujió apenas cuando se movió.

—El remordimiento es una clase de fe.

—Oh, no, no lo es. Usted trata de meterlo todo en la red de su fe, padre, pero no puede usted robarse todas las virtudes. La dulzura no es cristiana, el auto-sacrificio no lo es, la caridad no lo es, el remordimiento no lo es. Supongo que el hombre de las cavernas lloraba al ver las lágrimas de otro. ¿Y no ha visto usted llorar a un perro? Cuando el mundo se enfríe, cuando la vacuidad de su creencia quede definitivamente revelada, habrá siempre algún tonto perplejo e incrédulo que cubrirá el cuerpo de otro con el suyo para darle una hora más de vida.

—¿Cree usted eso? Pero recuerdo haberlo oído decir que era usted incapaz de amor.

—Lo soy. Lo espantoso es saber que será mi cuerpo el que otro cubrirá. Sin duda una mujer. Tienen pasión por los muertos. Sus misales están repletos de tarjetas recordatorias.

El superior se arrancó de la boca el cigarro y después encendió otro mientras caminaba hacia la puerta. Querry le gritó:

—He llegado demasiado lejos, ¿no es cierto? Déjeme usted de fastidiar con esa muchacha y sus malditas lágrimas.

Dio un furioso puñetazo en la mesa porque le pareció que había usado una frase sólo aplicable a los estigmas.

Cuando el superior se marchó, Querry llamó a Deo Gratias. El hombre apareció apoyado en sus tres pies sin dedos. Miró el lavatorio, para comprobar si debía vaciarlo.

—No, no es eso —dijo Querry—. Siéntate. Quiero pedirte algo.

El hombre dejó su bastón y se sentó de cuclillas en el suelo. Hasta el acto de sentarse resultaba difícil sin dedos de pies y manos. Querry encendió un cigarrillo y lo puso en la boca del hombre.

—La próxima vez que quieras irte de aquí, ¿me llevarás contigo?

No hubo respuesta. Querry siguió:

—No, no necesitas responder. Por supuesto, no lo harás. Dime, Deo Gratias, ¿cómo era el agua? ¿Como el gran río, aquí?

El hombre sacudió la cabeza.

—¿Como el lago en Tumba?

—No.

—¿Cómo era, Deo Gratias?

—Caía del cielo.

—¿Una cascada?

Pero la palabra carecía de sentido para Deo Gratias en esa llana región de honda maleza.

—Tú eras un niño, en esos días, y tu madre te llevaba a la espalda. ¿Había muchos otros niños?

Deo Gratias sacudió la cabeza.

—Dime qué ocurrió.

Nous étions hereux —dijo Deo Gratias.