Capítulo cuarto

I

Al cabo de dos meses había nacido una confianza natural entre Querry y Deo Gratias. Al principio sólo estaba basada en las torpezas del hombre. Querry no se enfadaba con él cuando vertía agua; se contenía cuando la tinta de un frasco roto estropeaba uno de sus dibujos. Lleva mucho tiempo aprender la más simple de las tareas sin dedos de pies ni manos, y en todo caso un hombre a quien nada le importa encuentra difícil —o absurdo— enfadarse por eso. Hubo una ocasión en que el crucifijo que los padres habían puesto sobre la pared de Querry se rompió por alguna torpeza del mutilado y éste esperó que Querry reaccionara como él mismo habría reaccionado de haberse destruido un fetiche suyo por descuido o impiedad. Entonces confundió fácilmente indiferencia con simpatía.

Una noche de luna llena Querry reparó en la ausencia del hombre, como habría observado que un objeto hasta entonces inadvertido faltaba en la chimenea de una casa provisional. Su jarra estaba vacía, el mosquitero no había sido desplegado. Después, camino de la casa del doctor —donde tenía que discutir una posible reducción en el costo del edificio—, encontró a Deo Gratias andando a los tumbos con su bastón y avanzando por la calle central del lazareto con toda la rapidez que le permitían sus pies sin dedos. Tenía la cara mojada de sudor y cuando Querry le habló, huyó tras una casa cualquiera. Cuando Querry volvió media hora después, lo encontró allí como un tronco de árbol que el dueño no se había molestado en quitar. El sudor era como huellas de la lluvia nocturna sobre la corteza, y el hombre parecía escuchar algo muy distante. Querry aguzó el oído, pero sólo oyó el chirrido de los grillos y el henchido diapasón de las ranas. Por la mañana, Deo Gratias no había vuelto aún y Querry sintió una leve decepción ante el hecho de que su sirviente no le hubiera dicho una palabra antes de marcharse. Dijo al doctor que el muchacho había partido.

—Si no vuelve mañana, ¿me buscará usted otro?

—No entiendo —dijo el doctor Colin—. Sólo le asigné esa tarea para que pudiera quedarse en el lazareto. No quería irse.

Después, ese mismo día, un leproso encontró el bastón de Deo Gratias en un sendero que llevaba a lo más espeso del bush y lo llevó al cuarto de Querry, que trabajaba aprovechando la última luz.

—Pero ¿cómo sabe usted que este bastón es el de Deo Gratias? Todos los leprosos mutilados los llevan —dijo Querry.

El hombre se limitó a responder que pertenecía a Deo Gratias, sin argumentos, sin motivos: sencillamente una de esas cosas que ellos sabían que él ignoraba por completo.

—¿Cree que le habrá ocurrido algún accidente?

—Algo había ocurrido —dijo el hombre en su pobre francés, y Querry tuvo la impresión de que un accidente era lo que menos temía el hombre.

—¿Por qué no va a buscarlo, entonces? —preguntó Querry.

Ya no había bastante luz bajo los árboles, dijo el hombre. Habría que esperar a la mañana.

—Pero hace ya veinticuatro horas que se ha ido. Si ha ocurrido un accidente, habremos esperado demasiado. Puede llevar mi linterna.

Por la mañana sería mejor, repitió el hombre, y Querry comprendió que tenía miedo.

—Si lo acompaño, ¿irá conmigo?

El hombre sacudió la cabeza, y Querry fue solo.

No podía culpar a esa gente por sus temores: un hombre que no tema la gran selva de noche no ha de creer en nada. Poco en la selva tenía sugestiones románticas. Estaba completamente vacía. Nunca había sido humanizada, como los bosques de Europa, con brujas y leñadores y chozas de mazapán; nadie había caminado bajo esos árboles lamentando un perdido amor; nadie había escuchado el silencio ni había platicado con su propio corazón como un poeta lakista. Porque no había silencio: si un hombre quería hacerse oír allí en la noche debía alzar su voz para competir con el incesante parloteo de los insectos, como en una fábrica monstruosa donde miles de máquinas de coser trabajaran sin pausa impulsadas por vehementes costureras. El silencio caía sólo durante una o dos horas, en el calor del mediodía: la siesta de los insectos.

Pero si alguien creía, como esos africanos, en una especie de ser divino, ¿no era posible que un Dios existiera tanto en esa región vacía como en los espacios vacíos del cielo donde los hombres lo situaron alguna vez? Esos ámbitos vegetales permanecerían inexplorados, todo lo indicaba, durante más tiempo que los planetas. Los cráteres de la luna ya eran mejor conocidos que esa selva, a pocos pasos de cada umbral. El olor, áspero y acre, a clorofila, de vegetación podrida y los pantanos caía como una máscara de dentista sobre la cara de Querry.

Era un intento estúpido. Querry no era cazador. Había sido criado en una ciudad. No podía confiar en que encontraría las huellas de un hombre siquiera de día, y había aceptado demasiado pronto la prueba del bastón. Moviendo a derecha e izquierda la linterna, sólo producía fulgores perdidos entre el follaje que muy bien podían ser reflejos de ojos, pero más probablemente eran diminutos depósitos de agua de lluvia formados en la concavidad de las hojas. Debió de caminar media hora y sin duda avanzó media milla por el sendero. De pronto sus dedos resbalaron sobre el mango de la linterna y en ese instante de oscuridad se apartó del sendero y dio con el muro de selva. Pensó: «No tengo motivos para creer que la batería me durará hasta el regreso». Siguió dirigiendo el pensamiento mientras seguía andando. Para explicar la razón de su llegada había dicho al doctor Colin: «El buque no sigue adelante», pero siempre era posible ir más allá andando a pie. «¡Deo Gratias! ¡Deo Gratias!», llamó sobre el ruido de los insectos, pero el nombre absurdo sonó como una invocación en una iglesia y no obtuvo respuesta. Su propia presencia allí apenas era más explicable que la de Deo Gratias. La idea de su sirviente que yacía herido en la selva esperando un llamado o las pisadas de cualquier ser humano en otro tiempo quizá lo habría perseguido toda la noche hasta obligarlo a tener un gesto de humanidad. Pero ahora que nada le importaba, quizá había sido llevado sólo por un rastro de curiosidad intelectual. ¿Qué había impulsado a Deo Gratias a ese lugar, lejos de la seguridad y la familiaridad del lazareto? El sendero, desde luego, podía llevar a alguna parte —tal vez a una aldea donde Deo Gratias tenía amigos—, pero Querry ya sabía bastante sobre África para barruntar que lo más probable es que se perdiera en seguida; sin duda era el rastro de una huella hecha por hombres en busca de orugas para freír: podía ser muy bien el límite último de la penetración humana. ¿Qué significaba el sudor que había visto correr en la cara del hombre? Podían haberlo causado el temor o la ansiedad y aun, en el pesado calor del río, la presión del pensamiento. El interés empezó a moverse penosamente en él, como un nervio congelado. Había vivido en la inercia durante tanto tiempo que examinó su «interés» con desapego clínico.

Se dijo que había caminado más de una hora. ¿Cómo podía haber ido tan lejos Deo Gratias sin su bastón y con sus pies mutilados? La duración de su batería le inspiró más dudas que nunca. Sin embargo, siguió. Comprendió qué insensato había sido no prevenir al doctor o a cualquiera de los padres acerca de su rumbo, en caso de accidente. Pero ¿no era un accidente, acaso, lo que andaba buscando? Lo cierto es que siguió, mientras los mosquitos zumbaban al ataque. Era inútil tratar de espantarlos. Se adiestró para sometérseles.

Cincuenta yardas más adelante lo sobresaltó un áspero grito animal: la especie de gruñido que puede atribuirse a un jabalí. Se detuvo y movió su luz palideciente en círculo. Vio que muchos años antes ese camino había sido proyectado para conducir a alguna parte, pues frente a él estaban los restos de un puente hecho con troncos de árboles podridos mucho tiempo antes. Dos pasos más y habría caído en la hondonada. No era una gran caída, apenas unos pocos pies, sólo un pantano poco hondo, pero más que suficiente para un hombre de manos y pies mutilados: la luz brilló sobre el cuerpo de Deo Gratias, medio hundido en el agua. Vio en el húmedo y resbaladizo piso las huellas dejadas por manos como guantes de boxeo que habían tratado de aferrarse a algo. Entonces el cuerpo volvió a gruñir y Querry bajó a su lado.

Querry no podía decir si Deo Gratias tenía conciencia. Su cuerpo era demasiado pesado para levantarlo, y no hacía esfuerzos para cooperar. Estaba tibio y húmedo como un montón de estiércol; era como una parte del puente caída muchos años antes.

Al cabo de diez minutos de lucha, Querry se las arregló para sacarle las piernas del agua, y eso fue cuanto pudo hacer. Lo imprescindible, ahora, era buscar ayuda, si la linterna duraba bastante. Aunque los africanos se negaran a volver con él, dos de los padres no dejarían de ayudarlo. Intentó subir al puente y Deo Gratias aulló como habría aullado un niño o un perro. Levantó un muñón y aulló, y Querry comprendió que estaba enloquecido de terror. La mano sin dedos cayó sobre el brazo de Querry como un martillo y lo retuvo.

Sólo era posible esperar la mañana. El hombre podía morir de miedo, pero ninguno de los dos moriría de humedad o mordido por los mosquitos. Querry se sentó tan cómodamente como pudo junto al sirviente y a la agonizante luz de la linterna examinó los pies como rocas. Creyó descubrir un tobillo roto, y eso parecía todo. Pronto la luz fue tan tenue que Querry pudo ver el filamento en la oscuridad, como un gusano fosforescente; al fin se apagó por completo. Tomó la mano de Deo Gratias para tranquilizarlo, o más bien puso su mano sobre la de él: es imposible «tomar» una mano sin dedos. Deo Gratias gruñó dos veces, y después balbuceó una palabra. Sonó como «Pendélé». En la oscuridad, los nudillos se sentían como una roca erosionada por años de lluvia.