—Usted quiere ser útil, ¿no es cierto? —preguntó ásperamente el doctor—. ¿No quiere usted hacer faenas de sirviente sólo por amor a eso? Usted no es un masoquista ni un santo…
—Rycker me prometió que no se lo contaría a nadie.
—Mantuvo su palabra casi un mes. Toda una hazaña para Rycker. Cuando vino, el otro día, sólo se lo dijo confidencialmente al superior.
—¿Qué dijo el superior?
—Que no admitía confidencias fuera del confesonario.
El doctor siguió desempacando del cajón el pesado aparato eléctrico, que al fin había llegado en el barco de la Otraco. La cerradura de la puerta del consultorio era demasiado insegura para dejar allí la máquina, de modo que lo desempacaba en el suelo de su propio cuarto. Nunca puede uno confiar en la reacción del africano ante algo insólito. En Leopoldville, seis meses antes, cuando estallaron los motines, el primer ataque se había dirigido contra el nuevo hospital de acero y vidrio destinado a pacientes africanos. Los rumores más monstruosos nacían fácilmente y solían encontrar credulidad. Era una tierra donde los Mesías morían en la cárcel y volvían a levantarse de entre los muertos: donde se decía que las murallas caerían al roce de uñas santificadas por un poco de polvo sagrado. Un hombre a quien el doctor había curado de lepra le escribía cartas amenazadoras una vez por mes: creía realmente que había sido dado de alta del lazareto no porque estaba curado, sino porque el doctor tenía planes personales acerca del medio acre de tierra donde plantaba bananas. Sólo era preciso que alguien, por malicia o ignorancia, sugiriera que las nuevas máquinas servirían para torturar a los pacientes, para que algunos imbéciles irrumpieran en el consultorio y las destruyeran. Pero en nuestro siglo es difícil llamarlos imbéciles. Belsen, Auschwitz y Algiers justificaron toda posible creencia en la crueldad europea.
Lo mejor, explicó Colin, sería mantener las máquinas fuera del alcance de las miradas hasta que el nuevo hospital estuviera listo. El suelo del cuarto había quedado cubierto con la paja de los cajones.
—Tendré que resolver ahora mismo dónde poner los enchufes —dijo el doctor—. ¿Sabe usted qué es esto?
—No.
—Hace tanto que lo deseo… —dijo el doctor, tocando el metal con la ternura con que un hombre podría rozar la cadera femenina de un bronce de Rodin—. A veces desesperaba. Los papeles que he tenido que llenar, las mentiras que he dicho. Y por fin aquí está.
—¿Para qué sirve?
—Mide en un veintemilésimo de segundo la reacción de los nervios. Un día nos enorgulleceremos de este lazareto. De usted también, y de la parte que habrá representado aquí.
—Le he dicho que me he retirado.
—Nadie se retira nunca de una vocación.
—Oh, sí, se lo aseguro. Hay momentos en que llega uno a un fin.
—¿Qué hace usted aquí, entonces? ¿El amor a una mujer blanca?
—No. También se llega al fin de eso. Quizá el sexo y la vocación nacen y mueren juntos. Déjeme usted que arrolle vendas o acarree baldes. Todo lo que quiero es pasar el tiempo.
—Pensé que quería usted ser útil.
—Escúcheme —dijo Querry, pero se quedó callado.
—Estoy escuchándolo.
—No niego que mi profesión significó mucho, en otro tiempo, para mí. Y lo mismo las mujeres. Pero la utilidad de lo que hice nunca fue importante para mí. Yo no era un constructor de municipios o fábricas. Cuando hice algo, lo hice por mi propio placer.
—¿Es así como quiso usted a las mujeres? —preguntó el doctor.
Pero Querry apenas lo oía. Hablaba como come un famélico.
—Su vocación es muy diferente, doctor. Usted trata con personas. Yo no trataba con las personas que ocupaban mi espacio… sólo con el espacio.
—Pues en ese caso yo no habría confiado en sus cañerías…
—Un escritor no escribe para sus lectores, ¿no es cierto? Sin embargo, ha de tomar precauciones elementales para que se sientan cómodos. Mi interés era el espacio, la luz, la proporción. Los nuevos materiales me interesaban sólo por el efecto que podían tener sobre esos tres elementos. Madera, ladrillo, acero, cemento, vidrio… el espacio parece alterarse según lo que se emplea para cercarlo. Los materiales son la trama del arquitecto. No son el motivo de su trabajo. Sólo el espacio y la luz y la proporción. El tema de una novela no es su argumento. ¿Quién recuerda lo que le pasó al fin a Lucien de Rubempré?
—Dos de sus iglesias son famosas. ¿No le importaba a usted lo que le ocurría dentro de ellas… a la gente?
—La acústica tenía que ser buena, desde luego. El altar mayor debía ser visible para todos. Pero la gente odiaba mis iglesias. Decían que no estaban creadas para rezar. Querían decir que no eran romanas, o góticas, o bizantinas. Y al cabo de un año las habían atiborrado con sus santos baratos de yeso. Quitaron mis ventanales simples y en cambio pusieron vidrios de color dedicados a los difuntos envasadores de cerdo que habían contribuido a los fondos de la diócesis, y cuando destruyeron mi espacio y mi luz, entonces pudieron volver a rezar y hasta se enorgullecieron de lo que habían arruinado. Yo me convertí en lo que llamaron un gran arquitecto católico, pero dejé de construir iglesias, doctor.
—No soy hombre religioso. No sé mucho sobre esas cosas, pero supongo que tenían derecho a creer que sus rezos eran más importantes que una obra de arte.
—Los hombres han rezado en cárceles, los hombres han rezado en barriadas de mala vida, en campos de concentración. Sólo las clases medias exigen rezar en ambientes decorosos. A veces la palabra rezo me asquea. Rycker la usa con mucha frecuencia. ¿Reza usted, doctor?
—Creo que la última vez que recé fue antes de mi último examen de medicina. ¿Y usted?
—Dejé de rezar hace mucho tiempo. Aun en los días en que creía, rezaba muy pocas veces. Habría sido un estorbo en el camino del trabajo. Antes de dormirme, aunque estuviera con una mujer, la última cosa en que pensaba siempre era el trabajo. Problemas que parecían insolubles solían resolverse en el sueño. Tenía mi dormitorio junto a mi oficina, de modo que podía pasar dos minutos frente al tablero de dibujar antes de dormirme. La cama, el bidet, el tablero, y después el sueño.
—Suena un poco duro para con las mujeres…
—La auto expresión es algo duro y egoísta. Lo odia todo, inclusive el yo. Al fin descubre uno que ni siquiera tiene un yo que expresar. Ya no tengo interés en nada, doctor. No quiero dormir con una mujer ni planear un edificio.
—¿No tiene hijos?
—Los tuve, pero desaparecieron en el mundo hace mucho tiempo. No nos hemos mantenido en contacto. La auto expresión odia también al padre que hay en nosotros.
—¿De modo que pensó usted que podía venir y morir aquí?
—Sí. Ésa era mi intención. Pero sobre todo quería estar en un lugar vacío, donde ningún edificio nuevo, ninguna mujer pudieran recordarme el tiempo en que estaba vivo, con vocación y capacidad de amar… si eso era amor. El paralítico sufre, sus nervios sienten, pero yo soy un mutilado, doctor.
—Hace veinte años podíamos ofrecerle la muerte, pero ahora sólo ofrecemos la cura. El D. D. S. cuesta tres chelines por año. Mucho más barato que un ataúd.
—¿Puede usted curarme?
—Quizá sus mutilaciones no hayan avanzado mucho todavía. Cuando un hombre llega aquí demasiado tarde, la enfermedad tiene que consumirse como el fuego.
El doctor cubrió tiernamente su aparato con una tela.
—Los demás pacientes esperan. ¿Quiere usted venir o prefiere sentarse aquí, pensando en su propio caso? Es lo que suele ocurrir con los mutilados… quieren apartarse, no dejarse ver.
En el hospital, el aire era pesado y dulce sobre ellos: nunca lo agitaba un ventilador o una brisa. Querry tenía conciencia de la suciedad de las camas: la limpieza no era importante para la lepra, sólo para la salud. Los pacientes llevaban sus propios colchones, que probablemente habían usado toda la vida… burdos costales de los que escapaba la paja. Los pies vendados yacían sobre la paja como pedazos de carne mal envueltos. En la galería los pacientes que podían caminar, se sentaban lejos del sol… si puede decirse que «caminaban» hombres que, al moverse, debían sostenerse con ambas manos los inmensos testículos hinchados. Una mujer de párpados paralizados, que no podía cerrar los ojos o siquiera pestañear, estaba en una mancha de sombra, apartada de la luz despiadada. Un hombre sin dedos mecía a un niño en sus rodillas, otro hombre estaba echado largo a largo en la galería, con un pecho largo, pendiente, con pezón de mujer. Poco podía hacer el doctor por ellos; el hombre con elefantiasis tenía el corazón muy débil para una operación, y aunque podía haber cosido los párpados de la mujer, ésta se negaba por miedo; en cuanto al niño, pronto estaría leproso. Tampoco podía ayudar a los pacientes de la primera sala, que morían de tuberculosis, o a la mujer que se arrastraba entre las camas, secas las piernas por la polio. Siempre le había parecido injusto al doctor que la lepra no excluyera todas las otras enfermedades (la lepra era bastante para un ser humano), y, sin embargo, la mayoría de sus pacientes morían de otras enfermedades. Siguió adelante, con Querry pisándole los talones, sin hablar.
En una cocina de barro, al fondo de una de las casas de leprosos, un viejo estaba sentado a la sombra, en una reposera. Quiso levantarse cuando el doctor cruzó el patio, pero las piernas no lo sostuvieron e hizo un gesto de cortés disculpa.
—Alta presión sanguínea —dijo el doctor en voz baja—. Sin esperanzas. Se ha retirado a su cocina para morir.
Sus piernas eran flacas como las de un niño y llevaba en torno al talle un trapo como el pañal de un recién nacido, por decencia. Querry había visto que sus ropas habían quedado, cuidadosamente dobladas, en el nuevo cottage de ladrillos, bajo el retrato del papa. Tenía una medalla en el hueco del pecho, entre los ralos pelos grises. Su cara revelaba gran bondad y dignidad; era una cara que debía haber aceptado siempre la vida sin quejas, la cara de un santo. Preguntó por la salud del doctor como si el doctor, y no él, hubiera sido el enfermo.
—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó el doctor.
No, tenía cuanto necesitaba. Quería saber si el doctor había tenido noticias de su familia y preguntó por la salud de la madre del doctor.
—Ha estado en Suiza, en las montañas. Unas vacaciones en la nieve.
—¿Nieve?
—Olvidé que… Usted nunca ha visto nieve. Es vapor helado, bruma helada. El aire es tan frío que nunca se derrite y cae al suelo blanco y suave como las plumas de una garza. Los lagos están cubiertos de hielo.
—Sé qué es el hielo —dijo el viejo con orgullo—. Lo vi en una heladera. ¿Su madre es tan vieja como yo?
—Más vieja.
—Entonces no debería viajar lejos de su casa. Uno debe morir en su propia aldea, si es posible.
Miró tristemente sus flacas piernas.
—No me llevarían ni yo sería capaz de caminar hasta la mía.
—Haré que lo lleven en un camión —dijo el doctor—, pero no creo que pueda soportar la travesía.
—Sería demasiada molestia para usted —dijo el enfermo—, y en todo caso no habrá tiempo, porque voy a morir mañana.
—Le diré al superior que venga a verlo en cuanto pueda.
—No quiero molestarlo. Tiene muchas obligaciones. No me moriré antes de la noche.
Junto a la reposera había una botella con la etiqueta de Johnny Walker. Contenía un líquido pardo y algunas plantas secas, atadas con un pedazo de rosario.
—¿Qué tiene allí, en la botella? —preguntó Querry cuando se alejaron.
—Medicina. Magia. Un llamado a su dios Nzambe.
—Pensé que era católico.
—Si firmo un formulario también yo puedo llamarme católico. Lo mismo pasa con él. Yo no creo en nada, en general. Él cree a medias en Cristo y a medias en Nzambe. No hay mucha diferencia entre nosotros en cuanto se refiere al catolicismo. Lo único que querría ser es un hombre bueno.
—¿Morirá realmente mañana?
—Así lo creo. Tiene un don de conocimiento maravilloso.
En el consultorio una leprosa de pies vendados esperaba con un niño pequeño en los brazos. Al chico se le veían todas las costillas. Era como una jaula sobre la cual hubieran echado una tela oscura, de noche, para que durmiera un pájaro, y el pecho se movía como un pájaro bajo la tela. No lo mataría la lepra, sino una enfermedad incurable de la sangre. No había esperanza. El chico no viviría siquiera lo bastante para adquirir la lepra, pero no valía la pena decírselo a la madre. Tocó el pequeño pecho hueco con el dedo, y el niño dio un respingo. El doctor empezó a insultar a la mujer, y ella discutió sin convicción, apretando al niño contra su cadera. El chico miraba pasivamente sobre el hombro del doctor, como si nada que nadie dijera pudiera referirse seriamente a él. Cuando la mujer se marchó, el doctor Colin dijo:
—Promete que no volverá a ocurrir. Pero ¿cómo puedo saberlo?
—¿Qué pasa?
—¿No ha visto la pequeña cicatriz en el pecho? Le han abierto un ojal en la piel para poner en ella drogas nativas. Dice que fue la abuela quien lo hizo. Pobre chico. No lo dejarán morir en paz, sin hacerlo sufrir. Le dije que si volvía a ocurrir, dejaría de curarle la lepra, pero me atrevería a decir que ya no me dejarán ver al chico. En ese estado es tan fácil esconderlo como una aguja.
—¿No puede internarlo en el hospital?
—Ya ha visto qué clase de hospital es el mío. ¿Querría usted que un hijo suyo muriera allí? El siguiente —llamó con irritación—. El siguiente.
El siguiente también era un niño, un niño de seis años. Lo acompañaba su padre, y su puño sin dedos se apoyaba sobre el hombro del niño para alentarlo. El doctor hizo volver al niño y le pasó la mano sobre la piel joven.
—Bueno —dijo—. Ya debiera usted darse cuenta… ¿Qué piensa de este caso?
—Ya ha perdido un dedo del pie casi por completo.
—Eso no es lo importante. Ha tenido garrapatas y lo han descuidado. Suele ocurrir en la selva… No… aquí está la primera placa. La lepra acaba de empezar.
—¿No hay manera de proteger a los niños?
—En Brasil los aíslan en cuanto nacen, y el treinta por ciento de los niños muere. Yo prefiero un leproso a un niño muerto. Lo curaremos en dos años.
Miró rápidamente a Querry y volvió a apartar la mirada.
—Algún día, en el nuevo hospital, tendré una sala especial para niños y un consultorio. Me anticiparé a las placas. Viviré para ver la lepra en retirada. ¿Sabe usted que hay algunas zonas, a pocas millas de aquí, en que uno de cada cinco habitantes es leproso? Sueño con hospitales móviles, prefabricados. La guerra ha cambiado. En 1914 los generales organizaban batallas desde las casas de campo, pero en 1944 Rommel y Montgomery luchaban desde caravanas móviles. ¿Cómo puedo comunicar lo que quiero al padre Joseph? No sé dibujar. Ni siquiera sé proyectar un cuarto conveniente. Sólo podré decirle qué defectos tendrá el hospital cuando esté construido. El padre no es siquiera constructor. Es un buen albañil. Pone ladrillo sobre ladrillo por amor a Dios, como antes se hacían monasterios. Ya ve usted, pues: lo necesito a usted.
El chico de cuatro dedos se agitaba impaciente en el suelo de cemento, esperando que terminara esa conversación sin sentido entre los hombres blancos.