Casa y fábrica dominaban el embarcadero; ninguna situación parecía mejor elegida para un hombre con la curiosidad devoradora de Rycker. Era imposible que nadie usara el camino que llevaba del pueblo al interior sin pasar frente a las dos anchas ventanas que, como los lentes de un largavista, apuntaban hacia el río. Avanzaron bajo la profunda sombra azulada de las palmeras, hacia el río; el chofer de Rycker y Deo Gratias seguían en el camión de Querry.
—Ya ve usted cómo son las cosas, señor Querry. El río está demasiado crecido. No hay posibilidad de cruzarlo esta noche. Y quién sabe si mañana… De modo que tenemos tiempo para una conversación interesante, usted y yo.
Mientras atravesaban el patio de la fábrica, entre inmensas calderas abandonadas a la herrumbre, un olor como a margarina rancia flotaba pesadamente en torno. Una ráfaga de aire caliente que salía de una puerta abierta los abofeteó, y el reflejo de un horno brilló en la luz menguante.
—A usted, desde luego, habituado a las fábricas del oeste, esto ha de parecerle bastante destartalado —dijo Rycker—. Aunque no recuerdo si alguna vez ha tenido algo que ver con fábricas.
—No.
—El Querry abría nuevos rumbos en tantas esferas…
Recurría una y otra vez a la palabra el como si fuera un título de nobleza.
—Este lugar funciona —dijo mientras el auto avanzaba a barquinazos entre las calderas—, funciona a su fea manera. No desperdiciamos nada. Cuando terminamos con la nuez no queda nada. Nada. Le hemos exprimido todo el aceite —dijo con fruición, arrastrando la r—, y en cuanto a la cáscara, ¡al horno con ella! No necesitamos otro combustible para mantener los hornos encendidos.
Dejaron los dos automóviles en el patio y se dirigieron a la casa.
—María, María, —llamó Rycker, rascándose el barro de los zapatos y pisando con fuerza en la galería—. María.
Una muchacha en blue jeans, de cara bonita e inmatura, apareció caminando rápidamente, en respuesta al llamado. Querry estaba a punto de preguntar «¿Su hija?», cuando Rycker se le anticipó:
—Mi mujer —dijo—. Y éste, chérie, es el Querry. Quiso negarlo, pero le dije que teníamos su retrato.
—Encantada de conocerlo —dijo ella—. Haremos lo posible para que esté cómodo aquí.
Querry tenía la impresión de que había aprendido esas frases convencionales con su institutriz o en un manual de urbanidad. No bien pronunciado su discursillo, desapareció tan velozmente como había llegado; quizá la campana del colegio llamaba a clase.
—Siéntese —dijo Rycker—. María está preparando los tragos. Como verá usted, le he enseñado a descubrir qué necesita un hombre.
—¿Hace tiempo que están casados?
—Dos años. La traje después de mis últimas vacaciones. En un lugar como éste, es necesario tener una compañera. ¿Es usted casado?
—Sí… Quiero decir, estuve casado.
—Claro, sé que piensa que es demasiado joven para mí. Pero soy previsor. Si uno cree en el matrimonio, tiene que ser previsor. Todavía me quedan por delante veinte años de… Llamémosle vida activa. ¿Y qué aspecto tendrá dentro de veinte años una mujer de treinta? Un hombre se conserva mejor en los trópicos. ¿No le parece?
—Nunca he pensado en eso. Y todavía no conozco los trópicos.
—Hay ya bastantes problemas sin agregar el sexo, le aseguro. ¿No escribió San Pablo que era mejor casarse que arder en el infierno? Marie conservará su juventud bastante tiempo como para salvarme de la hoguera. Desde luego, estoy bromeando —agregó rápidamente—. Hay que hablar en broma de las cosas serias, ¿no le parece? En el fondo de mi corazón, creo muy profundamente en el amor.
Lo dijo como algunos hombres hubieran podido decir que creían en las hadas.
El criado vino por la galería con una bandeja, seguido por la señora Rycker. Querry tomó un vaso y la señora Rycker quedó de pie junto a él, mientras el criado acercaba el sifón… División de trabajo.
—¿Mucha soda o poca? —preguntó la señora de Rycker.
—Ahora, querida, ve a ponerte un traje correcto —dijo Ricker.
Mientras tomaban whisky volvió a referirse a lo que llamaba «el caso Querry». Ahora, más que a un detective, se parecía a un abogado que por su profesión misma se convierte en cómplice después del hecho.
—¿Por qué está usted aquí, Querry?
—Hay que estar en alguna parte.
—Así y todo, como le dije esta mañana, nadie esperaría encontrárselo trabajando en un lazareto.
—No estoy trabajando.
—Cuando pasé por allí, hace algunas semanas, los padres me dijeron que estaba usted en el hospital.
—Observaba el trabajo del doctor. Ahí estoy, y eso es todo. No puedo hacer otra cosa.
—Es desperdiciar su talento.
—No tengo talento.
—No tiene que despreciarnos a nosotros, pobres provincianos —dijo Rycker.
Cuando se sentaron a comer, y después de haber dicho Rycker una oración breve, la dueña de casa volvió a hablar. Dijo:
—Espero que esté cómodo.
Y:
—¿Ensalada?
Tenía el pelo rubio veteado y oscurecido por el sudor, y Querry vio que los ojos se le agrandaban de aprensión cuando una mariposa negra y blanca, con las alas extendidas como un murciélago, pasó volando sobre la mesa.
—Tiene que sentirse como en su casa —dijo ella, siguiendo con la mirada la mariposa, que se posó en la pared, sobre una mancha de humedad. Querry se preguntó si ella se habría sentido en su casa alguna vez.
—No recibimos muchas visitas —dijo ella.
Esto le recordó a un niño obligado a entretener a una persona mayor mientras se espera el regreso de la madre. Entre el whisky y la comida se había cambiado la ropa y ahora llevaba un vestido de algodón, con diseño de hojas otoñales, que era como un recuerdo de Europa.
—Ninguna visita como el Querry, desde luego —dijo Rycker, interrumpiéndola.
Era como si después de haber oído lo suficiente, girara el dial de una radio que hubiera estado sintonizada en una lección de buenos modales. El sonido de la voz desapareció del aire, pero las frases continuaban en los ojos tímidos y cautelosos, aunque nadie las oyera. «El tiempo se ha puesto muy caluroso últimamente, ¿no le parece? Espero que habrá tenido un buen vuelo desde Europa».
Querry dijo:
—¿Le gusta vivir aquí?
La pregunta la sobresaltó. Acaso la respuesta no figuraba en su manual de frases.
—Oh, sí, es muy interesante —dijo.
Miró fijamente por encima del nombro, a través de la ventana, hacia las calderas, que parecían estatuas modernas en el patio inundado de luz; después sus ojos volvieron a la mariposa sobre la pared y a la lagartija atenta a su presa.
—Tráeme esa fotografía, querida —dijo Rycker.
—¿Qué fotografía?
—La fotografía de el Querry.
Se alejó con desgano, dando una vuelta para evitar la pared donde se habían posado la mariposa y la lagartija. Pronto volvió con un número viejo de Time. Querry recordó la cara diez años más joven de la tapa (el número había coincidido con su primera visita a New York). El dibujante, copiando una fotografía, había idealizado los rasgos. No era la cara que él veía cuando se afeitaba, sino algo así como la de un primo lejano. Reflejaba emociones, pensamientos, esperanzas, profundidades que de seguro no había formulado a ningún periodista. El fondo del retrato era un edificio de vidrio y acero que podía ser una sala de conciertos o quizá una orangerie, si una gran cruz plantada como un campanario delante de la puerta no hubiera indicado que era una iglesia.
—Como verá usted —dijo Rycker—, lo sabemos todo.
—Por lo que recuerdo, el artículo no era muy exacto.
—Supongo que el Gobierno, o la Iglesia, le han encomendado que haga algo aquí.
—No. Me he retirado.
—Creía que un hombre como usted no se retiraba jamás.
—¡Oh! Siempre se retira uno al final, como los soldados o los empleados de banco.
Cuando terminó la comida, la muchacha se fue como un niño después del postre.
—Supongo que habrá ido a escribir su diario —dijo Rycker—. Éste es un acontecimiento para ella, conocer a el Querry. Tendrá muchos comentarios que hacer.
—¿Encuentra muchos temas?
—No sabría decirle. Al principio yo echaba una mirada al cuaderno, pero ella me descubrió y ahora lo guarda con llave. Supongo que me habré excedido con las bromas. Recuerdo una anotación: «Carta de mamá. La pobre Máxima ha tenido cinco cachorros». Era el día en que el gobernador me condecoró, pero ella olvidó mencionar la ceremonia.
—A su edad, tiene que resultarle ésta una vida muy solitaria.
—¿Quién sabe? Aun en el bush hay muchos quehaceres domésticos. Para serle franco, creo que para mí la vida es mucho más solitaria. No puedo decir que ella sea… una compañera intelectual, como usted mismo habrá visto. Es una de las desventajas de casarse con una mujer joven. Si quiero hablar de las cosas que me interesan de veras, tengo que ir hasta donde viven los padres. Demasiado camino para una simple conversación. Viviendo como vivo, me sobra el tiempo para pensar y repensar las cosas. Soy un buen católico, espero, pero eso no me impide tener problemas espirituales. Mucha gente toma su religión a la ligera, pero yo pasé seis años con los jesuitas, cuando era muchacho. Si el director de los novicios hubiera sido menos injusto conmigo, no me habría encontrado usted aquí. Por ese artículo de Time veo que también usted es católico.
—Me he retirado —dijo Querry por segunda vez.
—Vamos, vamos… uno no se retira de eso.
En la pared, la lagartija saltó hacia la mariposa, le erró y volvió a su inmovilidad, con las patitas extendidas como helechos sobre la pared.
—A decir verdad —dijo Rycker— encuentro que esos padres del lazareto son poco satisfactorios. Se interesan más por cuestiones de electricidad y construcción que por asuntos de fe. Desde que supe que estaba usted aquí, he deseado que se presentara la ocasión de conversar con un intelectual católico.
—Yo no me llamaría de ese modo…
—Durante los largos años que he pasado aquí, he tenido que limitarme a mis propios pensamientos. Algunos hombres pueden contentarse con el golf miniatura, supongo. Yo no puedo. He leído mucho sobre el amor. El amor a Dios. Agape, no Eros.
—No estoy calificado para hablar de eso.
—Usted no se hace justicia —dijo Rycker.
Fue hacia el aparador y tomó una bandeja con licores, molestando a la lagartija, que se escondió tras la reproducción de una primitiva Huida a Egipto.
—Una copa de Cointreau —dijo Rycker—. ¿O prefiere un Van der Hum?
Más allá de la galería, Querry vio una delgada silueta vestida de hojas doradas que caminaba en dirección al río. Quizá las mariposas no le daban miedo al aire libre.
—En el seminario tomé la costumbre de pensar más que la mayoría de los hombres —dijo Rycker—. Una fe como la nuestra, si la entendemos perfectamente, plantea muchos problemas. Por ejemplo… no, no es un mero detalle, voy al fondo mismo de lo que realmente me preocupa: no creo que mi mujer comprenda la verdadera naturaleza del matrimonio cristiano.
Desde la oscuridad llegaba un plop-plop-plop. Ella debía de estar tirando pedacitos de madera al río.
—A veces me parece que lo ignora casi todo —dijo Rycker—. A veces me pregunto si realmente las monjas le han enseñado algo. Usted lo habrá notado: ni siquiera se persigna antes de comer, cuando yo rezo. ¿Sabe usted? De acuerdo con el Derecho Canónico, cuando la ignorancia pasa de cierto límite, puede invalidar un casamiento. Ésta es una de las cosas que he tratado en vano de discutir con los padres. Prefieren hablar de turbinas. Ahora que está usted aquí…
—No tengo autoridad para discutir este problema —dijo Querry.
En los momentos de silencio podía oírse la corriente.
—Por lo menos, usted escucha. Los padres ya habrían empezado a hablar del nuevo pozo que están cavando. Un pozo, Querry, un pozo equiparado a un alma humana.
Bebió su Van der Hum y se sirvió otro.
—No se dan cuenta —siguió—. Supóngase que no estuviéramos casados como es debido: ella podría dejarme en cualquier momento.
—También es fácil dejar a alguien aunque uno esté casado como es debido.
—No, no. Es mucho más difícil. Hay una presión social… sobre todo aquí.
—Si ella lo quiere…
—Eso no es una garantía. Somos hombres de mundo, Querry. Un amor de esa clase no dura. Yo traté de inculcarle la importancia de amar a Dios. Porque si lo amara a Él, no querría ofenderlo, ¿verdad? Y eso traería seguridad. He tratado de hacerla rezar, pero no creo que sepa ninguna oración, salvo el Padre Nuestro y el Ave María. ¿Qué oraciones reza usted?
—Ninguna… salvo ocasionalmente, por costumbre, en momentos de peligro.
Y agregó con tristeza:
—Entonces rezo para tener un osito marrón.
—Usted bromea, lo sé. Pero esto es muy serio. ¿Quiere otro Cointreau?
—¿Qué es lo que realmente lo preocupa, Rycker? ¿Un hombre?
La muchacha volvió a pasar bajo la luz de la lámpara que colgaba en una esquina de la galería. Llevaba un roman policier de la Serie Noire. Silbó de manera inaudible, pero Rycker oyó.
—Ese maldito cachorro —dijo—. Quiere a su cachorro más que a Dios.
Tal vez el Van der Hum lo hacía pasar, deshilvanadamente, de un tema a otro.
—No estoy celoso —dijo—. No me preocupa ningún hombre. Ella no es capaz de sentir con tanta fuerza para eso. A veces, hasta rehusa cumplir con sus deberes.
—¿Qué deberes?
—Sus deberes para conmigo. Sus deberes conyugales.
—Nunca pensé que ésos fueran deberes.
—Sabe usted muy bien que la Iglesia sí lo piensa. Nadie tiene el derecho de abstenerse, a menos que sea por consentimiento mutuo.
—Supongo que habrá momentos en que ella querrá estar sola.
—Y entonces ¿qué debo hacer yo? ¿Habré renunciado al sacerdocio para nada?
—Si fuera usted, yo no le hablaría tanto de amor a Dios —dijo Querry de mala gana—. Ella podría hacer un paralelo entre eso y su cama.
—Hay un estrecho paralelo, para un católico —dijo rápidamente Rycker.
Levantó la mano como si contestara a una pregunta frente a sus compañeros novicios. Entre sus nudillos, la cerda del pelo era como una fila de bigotitos.
—Usted parece estar muy al tanto del tema —dijo Querry.
—En el seminario era muy fuerte en materia de moral teológica.
—Entonces, no creo que me necesite… y tampoco a los padres. Por 1o visto, ha encontrado usted una solución satisfactoria.
—Eso ni se discute. Pero a veces necesitamos que nos confirmen y nos estimulen. Usted no se figura, señor Querry, qué alivio significa poder hablar de estos problemas con un católico instruido.
—Yo no me llamaría así…
Rycker rió.
—¿Cómo? ¿El Querry? Usted no puede engañarme a mí. Se está haciendo el modesto. Me extraña que no lo hayan hecho conde del Santo Imperio Romano… como al cantor irlandés aquél… ¿Cómo se llamaba?
—No sé. No me da por la música.
—Debería leer lo que dicen de usted en Time.
—En materias como ésas, Time no está necesariamente bien informado. ¿Le importa si me voy a acostar? Mañana tendré que levantarme temprano, si quiero alcanzar la embalsadera.
—¡Claro! Aunque dudo que mañana pueda atravesar el río.
Rycker lo siguió a lo largo de la galería hasta su cuarto. La oscuridad estaba llena de ruido de ranas, y durante mucho rato, después de que el dueño de casa le hubo dado las buenas noches, Querry creyó oír en el canto de las ranas las frases huecas de Rycker: gracia, sacramento, deber, amor, amor, amor.