Capítulo 45

Erika Lund desconocía por completo el resultado del viaje a Märsta de Per Arvidsson cuando fue a recoger a Anders Ahlström bien entrada la noche del viernes. Este se encontraba bastante maltrecho tras la agresión y probablemente no hubiera sobrevivido de no encontrarse una patrulla de policía en las inmediaciones. Erika trató de convencerle de que fueran en ambulancia a urgencias para practicarle una radiografía, pero él se negó. Como un animal herido, se había agazapado en un rincón y solo deseaba estar a salvo de las preguntas de los periodistas y de la curiosidad de la opinión pública. La policía había registrado su denuncia y le pidió que permaneciera localizable a través de su móvil. Se habían llevado al padre de Linus y a los miembros más activos de la guardia ciudadana para interrogarlos. Anders solo deseaba huir a un lugar lejano y tranquilo donde pudiera estar en paz y pensar. Erika había llamado a la pensión de Fridhem para reservar la casita llamada Sjöstugan en exclusiva con el fin de que ningún otro huésped pudiera importunarlos. Durante los días que había estado de permiso había reflexionado bastante. Para realmente tener posibilidades de vivir juntos, Anders debía hablarle de Isabell y dejar luego atrás su pasado. En su desesperación, Erika pensó que a Anders le ayudaría el hecho de rememorar y contarle en el mismo lugar donde desapareció Isabell.

Fuera de Visby, la vida de repente parecía adoptar un ritmo distinto, mucho más cadencioso. Pasaron lentamente con el coche junto a la cafetería de Fridhem y acometieron la cuesta. Luego bordearon una antigua caballeriza con una cruz celta y dejaron tras de sí una acacia en flor con una madreselva, también florecida, encaramada al tronco. Al otro lado del camino de grava había un cenador tan entremezclado con las ramas que resultaba imposible discernir dónde empezaba y terminaba, y pegado a él un árbol caído que seguía vivo pese a estar medio enterrado. Erika absorbió todo aquello imbuida de una melancólica sensación de desperdiciar la vida. Deseaba parar el tiempo y experimentarlo todo. Estacionaron junto al enorme edificio principal de color amarillo de la casa de huéspedes y escucharon el canto de un mirlo imitando el teléfono de la recepción, acompañado por dos palomas torcaces. Les llegó el aroma procedente de la tahona. En largas cuerdas detrás del lavadero se mecían blancas sábanas a merced de la brisa vespertina. La amable señora de la recepción les entregó las llaves. También les mostró el comedor y las estancias comunes, donde el mobiliario aún rezumaba los aires de la época de Óscar II, a principios del siglo XX.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Erika a Anders cogiéndole de la mano al salir a la terraza del piso superior.

—¿Por qué hemos venido hasta aquí? —contestó mirándola con aire de resignación.

—Creo que sabes el motivo.

En silencio contemplaron el parque y el mar a lo lejos. Les llegaba el olor a jazmín. Los cerezos ya mostraban frutas verdes y en aproximadamente un mes las rosas habrían florecido de forma exuberante. Anders la tomó de la mano y le pidió que se diera la vuelta. Tras ellos, un inmenso ventanal con multitud de cristalitos. La habitación permanecía oculta por una fina cortina de color blanco.

—Querías saber la verdad y te la voy a ofrecer. Únicamente espero que sepas lo que me estás pidiendo —dijo Anders volviéndose hacia el inmueble principal y señalándole el ventanal—. Esa es la suite nupcial. La fiesta había terminado e Isabell se despojó de su vestido de novia. Realizamos un torpe intento de hacer el amor. Después, súbitamente, a Isabell le dieron ganas de ir a bañarse, pero yo estaba cansado. En el sofá del vestíbulo quedaban todavía dos amigos tomándose la última y me uní a ellos. Cuando desperté a las cinco de la mañana, Isabell aún no había aparecido. Bajé las escaleras, igual que estamos haciendo ahora, y me encaminé a toda prisa hacia la playa.

Atravesaron la puerta que daba al parque mientras Anders continuaba con su relato. Los dolorosos recuerdos hicieron que sus ojos se llenaran de lágrimas. Trató de llamar a la policía, pero tenía mala cobertura. Junto al asta de la bandera, o a la orilla del mar, resultaba más fácil comunicarse.

—Cuando vi su cuerpo sin vida sobre la playa intenté llamar de nuevo a la policía, pero el mar andaba agitado y apenas podía oírse nada.

Erika no le interrumpió. Maria le había comentado que la policía había recibido dos llamadas esa noche, la segunda veinticinco minutos después de la primera. Anders había declarado a la policía que Isabell había desaparecido y que probablemente se había ahogado. También dijo que solo había encontrado un montoncito con su ropa. Ahora pensaba relatarle la verdad: la había visto muerta en la mañana posterior a la boda.

Bajaron la escalera de madera que conducía a la playa. El sol comenzaba a hundirse en el mar y la silueta de las islas de Karl se iba oscureciendo al tiempo que las aguas se teñían de rojo y amarillo.

—Estaba tendida aquí, y al alzar la mirada hacia el puente, sobre la cascada, vi a mi hijo allí. «¿Qué has hecho?», le grité. Fuera de mí, desesperado, encolerizado y conmocionado comprendí que había matado a Isabell. Tenía por entonces catorce años. Mi hijo había destrozado su vida y la mía. Isabell estaba muerta y nada me la iba a devolver… —explicó Anders. Cogió entonces una piedra en el lugar donde encontró tirada a Isabell y la acarició con gesto ausente—. Tenía que tomar, sin tiempo para reflexionar, una terrible decisión: entregar a mi hijo u ocultar lo sucedido. En ese momento estaba dispuesto a cargar yo mismo con las culpas, puesto que sentía una culpabilidad inmensa hacia su persona. Pero su determinación era tan firme que acaté sus órdenes sin pestañear. Ya había planeado cómo íbamos a deshacernos del cuerpo. La transportamos y luego la escondimos un par de días en los cimientos de la Sjöstugan. Hay una trampilla en el suelo. Más tarde, una noche, la recogimos y la enterramos en la Colina del Patíbulo, adonde nadie se le ocurriría buscar entre esa multitud de cadáveres. Allí seguiría si no fuera por ese arqueólogo —dijo Anders mirando a Erika aterrado—. Yo me limité a obedecer. No soy capaz de explicar por qué. Tiene un modo de mandar, una autoridad innata… Vivió con nosotros el mes anterior a la boda. Le hizo la vida imposible a Isabell y trataba de enfrentarnos. Constantemente tenía que intervenir para poner orden y asumir las culpas. Quería vivir con nosotros. Isabell rechazaba la idea, pero dijo que decidiera yo. Y lo hice, o al menos eso es lo que yo pensaba.

Fueron a sentarse a la playa de piedra. Cuando Anders envolvió con su brazo a Erika, esta advirtió que estaba temblando.

—Te quiero —dijo Erika—. Independientemente de lo que suceda ahora, te quiero y deseo estar contigo, pero no vuelvas a mentirme jamás.

—Nunca más te mentiré —afirmó estrechando fuertemente los brazos de ella—. Pero tengo miedo. ¡Dios mío! Cuánto miedo he pasado sin poder contártelo, por temor a perderte. Durante varios días, que fueron terribles, llegué a creer que había sido yo quien pudo haber cometido sonámbulo esos repugnantes asesinatos, luego, al reparar en que tenía coartada, comprendí quién lo había hecho. Entonces me vi invadido por otro tipo de miedo. Es capaz de cualquier cosa.

—Creo que ahora mismo este es un lugar seguro —señaló Erika, que no había contado a nadie adonde se dirigían. A la hora de efectuar la reserva, la mujer de la recepción de Fridhem se había comprometido a observar una máxima discreción si alguien preguntaba por ellos. La agente apoyó la cabeza contra el hombro de Anders—. ¿Ves los cimientos de Sjöstugan? Da la impresión de que, en la próxima tormenta, pudieran derrumbarse dentro del mar. No es posible acercarse más al agua. Podremos quedarnos dormidos oyendo las olas.

—Si es que somos capaces de dormir —dudó Anders—. Estoy preocupado por Julia. Imagínate que le hiciera algo solo por dañarme…

—¿Quieres que se vengan para acá? —le preguntó Erika comprendiendo su inquietud.

—Sí, vamos a llamarles. Ahora mismo. Me sentiría más seguro.