—El hecho de que Anders sea sonámbulo no implica necesariamente que haya acabado con la vida de Linn Bogren y de Harry Molin. Las evidencias más concluyentes que tenemos son el ADN —sentenció Maria, a quien, después de tres días seguidos de interrogar a Anders, le costaba cada vez más esfuerzo vincular a ese médico genuinamente afable con los horripilantes actos perpetrados—. Se trata de una corazonada.
—Pero las corazonadas no sirven de nada ante un tribunal —apuntó Hartman.
—El ADN lo puede haber colocado cualquier persona. Reflexionemos un poco. Me inclino por lo que dijo Erika. Las pruebas contra Anders son tan numerosas y claras… servidas en bandeja de un modo casi demasiado perfecto. Bueno, esa es al menos mi reacción espontánea. Ahora bien, hoy me he dedicado a comprobar las coartadas de Anders durante las noches de los asesinatos.
—Te escucho —indicó Hartman hundiéndose en su asiento sin perderla de vista.
—En el momento del asesinato de Linn Bogren, Anders ni siquiera estaba en Visby. Su madre había enfermado de repente. Sufrió un desmayo durante la reunión de su club de costura, en su casa de Öja. Anders pasó la noche con ella, lo cual también puede corroborar una de las amigas de la madre, que igualmente pernoctó en casa de la señora.
—¿No pudo haber cogido el coche y regresar? —intervino Ek.
—No. Durmió en una habitación de paso, con su madre en una de las estancias contiguas y la amiga en la otra. Se hubieran despertado. Además, Julia estaba en la misma habitación que su padre.
—¿Y en el asesinato de Harry Molin? ¿También tiene coartada para esa noche? —preguntó Hartman con aire escéptico.
—Anders se vio obligado a sustituir durante la noche a un colega que tenía guardia en urgencias. Le avisaron con solo media hora de antelación. No paró en toda la noche. Hay infinidad de testigos que lo corroboran.
—¿Significa eso que debemos soltarlo o hay algo más? —consultó Hartman hundiéndose en la silla que ocupaba junto a la mesa. No iba a resultar fácil anunciar públicamente que no tenían otro remedio que liberar al único sospechoso del que disponían.
—Está la muerte de su esposa Isabell —añadió Maria sin necesidad de sacar sus anotaciones, ya que se conocía el material de memoria. Se suponía que la mujer se había ahogado junto a Sjöstugan, en Fridhem, en su noche de bodas. Su ropa se halló en la playa de piedras y del cuerpo nunca se tuvo noticia—. Anders tiene coartada para esa noche hasta las tres. Según sus amigos, estaba completamente borracho. Le acompañaron a la cama. No es probable que fuera capaz siquiera de bajar las escaleras sin caerse. La mejor amiga de Isabell se encontraba en la habitación contigua. Tiene el sueño muy ligero y le oyó roncar sin cesar hasta que se levantó a las cinco de la mañana. Fue entonces cuando bajó a la playa, encontró las prendas y llamó a la policía. En la anterior investigación se certificaba que fue un accidente o que tal vez Isabell se había dirigido voluntariamente hacia las corrientes subterráneas.
—Y ahora se descubre el cuerpo en unas excavaciones en la Colina del Patíbulo. La lesión en la cabeza indica que fue asesinada. El médico forense ha afirmado que no existe la posibilidad de que se cayera y golpeara en la cabeza de esa manera —aclaró Ek con la misma sensación de resignación que Hartman.
—El traje de novia de Isabell seguía en la habitación. Lo que identificamos como vestido de bodas en la tumba era en realidad una cortina de encaje envuelta alrededor del cuerpo. El casamiento se celebró a principios de verano, cuando florecen los lirios de los valles. Del ramo de novia se había encargado la madre de Anders. Otro dato peculiar destacado por el propio Anders es que el asesinato de Linn Bogren tuvo lugar en la misma fecha, pero diez años más tarde. El 11 de junio.
—Para que por lo menos tú lo descubrieras. No es posible que Anders sea culpable. Hay demasiadas pistas que conducen hacia él. Pero entonces, ¿qué pudo pasar? —preguntó Ek cambiando incómodo de posición. La idea de que el culpable anduviera suelto y pudiera cometer nuevos delitos le resultaba en extremo desagradable.
—Supongamos que es inocente —inició Hartman volviéndose hacia Maria—. ¿Cómo crees que han podido desarrollarse los hechos?
Maria se frotó los ojos y trató de ordenar sus pensamientos.
—Alguien puede haber plantado el ADN. Ya nos ha pasado antes. Si fuera a planificar un asesinato y asegurarme de que le echaran la culpa a otra persona, escogería ocasiones en que aquel a quien quiero implicar careciera de coartadas, coartadas que Anders no hubiera tenido de no verse favorecido por una serie de circunstancias, afortunadas o desafortunadas. Ambas noches su hija las pasó en casa de la abuela. Anders habría estado solo en casa sin que nadie pudiera confirmar su presencia en ella durante toda la noche. Si alguien ha intentado involucrar a Anders, se trata de una persona que lo conoce bien.
—¿Y la pintura roja? Agnes Isomäki, que también es paciente de Anders, roció al intruso con pintura y encontramos ese mismo color rojo en los pantalones del médico —señaló Ek, que después de pensar que el caso estaba resuelto, ahora no le encontraba sentido a nada.
—Sí, es cierto. Pero no hallamos pintura roja alguna sobre su piel. O es culpable, y yo no entiendo cómo, o alguien realmente quiere hacerle mucho daño.
—Linus también fue paciente suyo —agregó Hartman procurando apartar de su mente las imágenes de la agresión—, pero el ADN que encontramos bajo tus uñas no se corresponde con el de Anders Ahlström. No puede tratarse de la misma persona.
—Había esperado que coincidieran, poder saber la verdad —confesó Maria callando luego abruptamente.
Suponía una gran decepción para ella.
—Si seguimos la línea de Maria y afirmamos que Anders es inocente, eso significa que han plantado su ADN. En ese caso, en teoría podría ser una misma persona quien hubiera cometido todos los crímenes —razonó Arvidsson, que había llegado ya iniciada la conversación y se había sentado a una distancia prudencial de Maria—. Tengo una pista que seguir en Märsta. Mañana temprano vuelo hacia allí. Se trata de un asesinato perpetrado hace once años, un hombre al que mataron con la hoja de un cortacésped. Creo que el responsable puede ser el mismo que el de la agresión que acabó con la vida de Linus.
—Es hombre libre, Anders —anunció Maria, tras sentarse junto a él en el catre del centro de detención preventiva. En lugar de la enorme alegría y alivio que Maria había anticipado en su rostro, se topó con un inesperado temor.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
—No contamos con pruebas suficientes para retenerle aquí. Solo tengo una pregunta. ¿Hay alguien que quiera hacerle daño, alguna persona que pudiera desear atribuirle los asesinatos? Naturalmente, existe la posibilidad de que haya sido elegido de forma aleatoria, pero algo me dice que se trata de otra cosa. —Anders palideció por completo y sacudió la cabeza—. Está pensando en alguien. Puedo intuirlo —agregó Maria con ganas de zarandearle—. ¿Quién quiere convertir su vida en un infierno? ¿Y por qué?
Anders trató de descartar esa idea bromeando, y la propia carcajada, una especie de graznido hueco, resultó más aterradora que si hubiera sido un llanto.
—Mi vida ya es un infierno. Tan pronto se conozca que he estado detenido, las rotativas de los periódicos echarán humo. No hay condena peor que el ser denunciado públicamente por los medios de comunicación. Son la picota de nuestra época. Después de eso, cualquiera podrá arrojar piedras. Los dos los sabemos. Se me relacionará para siempre con los asesinatos. «¿El doctor Ahlström? No, no quiero ni pensar que me pueda atender. ¿No tenía algo que ver con los asesinatos de Visby?».
—Lo siento de todo corazón, pero nos vimos obligados a traerle aquí al demostrarse que su ADN coincidía con el encontrado en los lugares del crimen. ¿Sabe quién ha podido colocarlo ahí? Debe de ser alguna persona cercana a usted, alguien que haya podido acceder a su casa y dejar los pantalones manchados de tinta debajo de la bañera.
—También cabe la posibilidad de que durante la noche me haya dirigido sonámbulo a algún lugar y cruzado en mi camino con el asesino.
—¿Piensa usted realmente que eso pueda ser cierto? —preguntó Maria sin dejar de mirarle fijamente—. Cuénteme. ¿A quién está protegiendo? ¿Qué personas de su entorno están al tanto de su sonambulismo?
Anders Ahlström andaba de un sitio para otro de su salón. Acababa de llamar a su madre a fin de comunicarle su puesta en libertad. Esta se mostró al mismo tiempo aliviada, indignada y ofendida. Julia había llorado al teléfono, incapaz de pronunciar palabra. Se encontraba todavía demasiado nervioso para que la niña volviera a casa. Había tratado varias veces de llamar a su maestra con el objetivo de concertar una charla. Los rumores se dispararían en breve y era importante que el centro fuera capaz de encajarlos adecuadamente para evitar que Julia fuera de nuevo víctima de acoso escolar. Tras cuatro intentos, desistió y buscó en la agenda de Julia el teléfono de Ronny, el asistente de los alumnos, a quien explicó el asunto. El auxiliar, afable y complaciente, se comprometió a hacerse cargo de ello. Era una pena que no pudieran verse en la anterior reunión de padres, lo cual hubiera permitido a Anders agradecerle personalmente todo lo que había hecho por Julia.
Anders se postró en el sofá y cerró los ojos. Maria se había aproximado mucho a la verdad, y era solo cuestión de tiempo que extrajera las consecuencias postreras de su razonamiento. ¿Qué habría ocurrido si se hubiera declarado culpable? ¿Le habrían creído entonces?
Se remontó en su mente a un tiempo pasado. Resacoso y en un deplorable estado, llegado el amanecer había descubierto que Isabell no estaba acostada a su lado. Le pidió a su madre que fuera a la habitación de Julia y luego se encaminó a toda prisa en dirección al mar, a través del bello parque, el desasosiego presente, aunque algo atenuado por el hermoso entorno en que se encontraba. La mañana se presentaba con un aire tan límpido y soleado… El majestuoso cielo azul se filtraba por el codeso en forma de serpiente y el sendero que recorría la pendiente lo bordeaba un arroyo cuya agua discurría alrededor de las piedras ovaladas. Los aromas, el zumbido de los abejorros… todo transmitía serenidad. Como si no existiera mal alguno en el mundo. Bajó de varias zancadas la escalera de madera que descendía serpenteante hasta la playa de piedras. Al llegar al rellano se giró. Sobre el puente, por encima de la cascada de aspecto casi mágico, advirtió una figura semioculta bajo la luz verde oscura reflejada por los árboles. Aún no podía imaginarse siquiera lo que había sucedido. Fue entonces cuando divisó su cuerpo inerte en el agua. Y la sangre que tintaba esta de rojo óxido.
Pese a que el ocaso se había adueñado de las estancias de su casa, Anders Ahlström no encendió la luz. Tenía la cabeza dolorida de todos esos pensamientos que tanto tiempo había rehuido. «¿Alguien tiene motivo para odiarle?». Le hubiera encantado poder llamar a Erika. Añoraba su silente abrazo. Pero probablemente se hallara tan convulsionada como él y no fuera capaz de responder en esos momentos a sus preguntas. Se oyó un extraño ruido, como un susurro, fuera de la ventana. De repente, sin aviso alguno, una piedra atravesó a toda velocidad el cristal. Anders se colocó de espaldas contra la pared, junto a la ventana, y echó un vistazo hacia la calle. En el exterior de su casa se había congregado una gran muchedumbre. Arrojaron una nueva piedra, que pasó rozándole el hombro. Pese al crepúsculo pudo adivinar los semblantes crispados bajo el resplandor de las farolas. Tanteó su bolsillo en busca del móvil y llamó al número de emergencias. La intensidad del murmullo iba acrecentándose. Un hombre se destacó del grupo y fue a llamar a su puerta. Anders sopesó durante un momento la posibilidad de abrirla y tratar de conversar con ellos, pero se le habían agotado las fuerzas. ¿Qué les iba a decir? ¿Que no había sido él? El agudo timbre de la puerta desgarró el silencio. A ello le siguió el ruido de una herramienta que, paso a paso, arrancó la puerta de sus bisagras. Fue entonces cuando logró comunicarse con la policía. Allanamiento de morada… Dirección… Eso fue todo, porque la siguiente piedra le dio de lleno en la cabeza y lo tiró de espaldas al suelo.
Una vez más, el odioso azar había triunfado sobre la inteligencia y la estrategia. Se había puesto en libertad a aquel que debía ser castigado. El destino lo había salvado en dos ocasiones. Pero aunque la diosa Fortuna le asistiera, no era inmortal. Había llegado el momento de que muriera. Bastaba con una llamada anónima. ¿Por qué ensuciarse las manos cuando hay gente que, de buena gana, se convierte en instrumento al servicio del odio con solo señalarles un objetivo? Con toda seguridad, el padre de Linus sentiría un intenso regocijo si pudiera arrebatarle dolorosamente la vida al médico, en caso de que este fuera liberado. ¿No albergamos todos en nuestro foro interno distintas variantes de esa inclinación? El regocijo ante el fracaso de un competidor, la confianza en ver cómo castigan a aquel que contraviene las reglas. Esas emociones no son más que las hermanas pequeñas del disfrute que produce atormentar con tus propias manos a una víctima. La sensación de poder, de estar en una situación de dominio y de contemplar al otro aterrado y sumiso. Como con los dos hombres a los que se vio obligado a escarmentar por irse de la lengua, porque nadie hacía nada cuando mostraban su falta de respeto y desobediencia. Ya estaban muertos, aunque antes de eso habían pasado por su cuchillo. El curare les paralizó, pero no mitigó en modo alguno su sufrimiento cuando procedió a despellejarlos lentamente. El placer obtenido había superado con creces sus expectativas.