Cuando sonó el timbre de la puerta, Sam Wettergren se encontraba en el sillón de orejas de su agradable despacho de estilo inglés hojeando una tesis doctoral sobre la acupuntura como método de tratamiento de trastornos específicos del sueño. Primero una vez, y luego un par de veces más con gran insistencia. Su esposa acababa de acostarse y se apresuró hacia la puerta para no molestarla. ¿Quién podría ser tan tarde?
—Pero… Anders, ¡qué sorpresa! ¿Qué puedo hacer por ti, amigo mío?
—¿Puedo pasar? —Anders Ahlström entró en el vestíbulo y colgó su abrigo—. ¿Podemos hablar a solas en algún sitio?
—Parece serio. ¿Ha ocurrido algo? —Sam se preguntó para sus adentros de qué podría tratarse—. No estoy de guardia —añadió.
—Yo tampoco estoy de servicio ahora mismo. Es un asunto fuera del trabajo —replicó Anders, mirando a su alrededor para ver si se encontraba cerca la mujer de Sam. No parecía que fuera así. Tanto mejor, pensó.
—¿Café y coñac? —preguntó Sam—. Tranquilo, no es molestia alguna. Ya hay café hecho en la cafetera. Precisamente iba a tomarme una taza para las noticias de la noche. Es un ritual que tengo. Acomódate en el despacho. Vengo de inmediato.
Anders permaneció de pie en la estancia estudiando a su colega a través de la puerta abierta de la cocina. Era un hombre alto y fornido, con una forma física y ambición imponentes pese a sus sesenta años recién cumplidos. En el hospital corrían numerosos rumores sobre Sam, pero no dentro del ámbito amoroso, como cabría imaginarse. Sam amaba a su esposa, y la familia era sagrada para él. Las murmuraciones apuntaban en otro sentido. Hacían referencia a sus accesos de ira y a su intolerancia casi enfermiza ante la discrepancia. Dentro de su sección clínica, su palabra era ley y, si se producían cambios, enfrentaba siempre a la plantilla ante un hecho consumado. En una ocasión en la que un médico residente puso en tela de juicio un diagnóstico, Sam consiguió que el comité disciplinario lo expedientara por una bagatela. A una enfermera que exigía un mayor diálogo la trasladó a la sala de emergencias, donde le constaba que no se atrevería a trabajar. Y una vez envió a casa a un paciente cuyo tratamiento aún no se había completado por comportarse de manera insolente con las auxiliares de enfermería. No había perdón ni discusión posible. O eras fiel y gozabas del pleno apoyo de Sam Wettergren o te convertías en su enemigo.
Sam sirvió a su colega y se sentó a continuación en el sillón con su taza de café. Dio un sorbo sin prisas y luego alzó la vista en dirección a Anders.
—Cuéntame…
Anders dudó un instante. No quería parecer demasiado impaciente. Lo que estaba a punto de decir lo había estado preparando y ensayando en todos sus ratos libres desde que su compañero de quinta fue a visitarle a casa.
—Me pregunto si podrías conseguirme una historia clínica. No quiero hacerlo personalmente por razones privadas. Pero tú, con tus contactos, seguramente podrías…
Sam dejó la taza sobre la mesa y tamborileó sobre esta con las yemas de los dedos. Seguidamente se reclinó sobre su asiento y adoptó una apariencia tan inescrutable e inamovible como una roca.
—En ese caso, tienes que proporcionarme más información. ¿A quién pertenece la historia?
—Es la mía. De 1979, cuando hice la mili en el regimiento de Kronoberg. Se elaboró un informe y me licenciaron con efecto inmediato.
—¿Con qué finalidad consideras que he de solicitarlo? Tendré que responder a esa pregunta si me la hacen.
—Seguro que encontrarás una razón convincente. No creo que nadie vaya a cuestionarte —añadió Anders, haciendo una pausa algo teatral y observando a Sam. Le constaba que tenía una gran debilidad por los halagos. Si se le hacía bien la pelota se le podía llevar al terreno de uno, siempre que fuera a su ritmo, con calma y dignamente—. Un estudio sobre el sueño.
—Ajá. ¿Te licenciaron por ser sonámbulo? Está claro que no podían permitir que un zombi merodeara entre todas esas armas. Como sabes, las personas que caminan dormidas manifiestan todos los movimientos previamente automatizados, los cuales pueden activarse de forma inconsciente. Era justo eso lo que os enseñaban, a ser capaces de ensamblar un arma, cargar y disparar incluso dormidos. No va a ser problema conseguirlo —afirmó Sam con una sonrisa paternal, tendiéndole uno de los vasos de coñac a Anders y dando luego un sorbito al suyo—. Obviamente despiertas en mí la curiosidad. ¿Por qué es tan importante ese papel para ti?
El interpelado se abstuvo de contestar, lo que no le impidió seguir en el rostro de Sam todo su proceso mental, desde lo aparecido en el periódico acerca del asesino que se comportaba como un sonámbulo hasta la aterradora conclusión. Anders dio un trago a su coñac sin apartar la mirada de Sam. Esperaba a que él moviera ficha.
—¿Piensas que hayas podido ser tú quién lo hizo? —le lanzó Sam.
—No lo sé. ¿Cómo es posible saberlo?
—¿Has encontrado otros indicios que puedan apuntar hacia tu persona? —inquirió Sam agrandando los ojos al considerar esa perspectiva—. Todos ellos eran pacientes tuyos. En la zona de la ciudad donde resides —añadió. Su curiosidad inmediata se hallaba ahora satisfecha. Sam subió de nuevo la guardia.
—¿Se pueden cometer dormido delitos que uno nunca haría despierto? ¿Te pueden condenar por asesinato si los perpetras sonámbulo?
Sam se desplazó hacia el borde del asiento, se levantó y comenzó a andar por la habitación, todavía con la copa de coñac en la mano.
—Sí, se pueden cometer actos delictivos que uno en la vida se plantearía de estar consciente y poder controlarse. A la siguiente pregunta he de contestar negativamente. No te mandarían a prisión sino a un centro asistencial, pero después de someterte a un exhaustivo examen. Y es la policía quien debe encargarse de ello con la colaboración de médicos forenses. No yo.
—Te lo pido como amigo y colega. Necesito acceder a ese documento. Con ello podré entregarme a la policía y contarles la verdad. En ocasiones, al levantarme por la mañana, me encuentro mi habitación con los muebles cambiados de sitio y los zapatos llenos de barro al lado de la cama. Mi bata tiene restos de sangre, pero soy incapaz de recordar nada…
Sam se situó junto a la ventana y miró hacia la calle. La lluvia danzaba a merced del viento bajo la luz de la farola. Pasó un coche y abrió la ventana. Tal vez para conseguir una vía de huida o poder pedir auxilio, pensó Anders.
—Tienes que ayudarme. Somos colegas. No se me ocurre a quién recurrir más que a ti. Puedes conseguírmelo. Solo depende de ti —dijo Anders cada vez más desesperado.
—De ninguna manera. Precisamente por el hecho de ser colegas nunca me consultarían como experto. Involucrarme en este asunto solo serviría para complicarte las cosas.
—Lo único que necesito es un mísero papel de mi época de recluta y un certificado donde se indique que acudí a ti por problemas de sueño.
—Mi respuesta es no. Es mejor que te vayas. No quiero verme envuelto en esto.
—Prefiero quedarme —replicó Anders. Entonces se levantó y se acercó al ordenador—. Antes de marcharme hay algo que deseo enseñarte. En relación a tu estudio.
Anders encendió la computadora y le pidió a Sam que iniciara sesión.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Sam, cuya voz, siempre tan potente y grave, se antojaba ahora frágil y seca. Tragó varias veces saliva—. ¿¡Qué coño pretendes!?
—Se trata solo de un toma y daca.
Anders insertó una memoria USB y abrió en la pantalla el estudio en el que habían colaborado Linn Bogren y Sam. Se trataba de las cifras de Linn Bogren.
—¿De dónde has sacado eso? —inquirió Sam con un aspecto súbitamente envejecido.
—Me llegó por correo. No sé quién es el remitente. Probablemente Linn.
—Se necesitaba tan poco… —confesó Sam—. Sí, falsifiqué algunas respuestas. Linn se negó a ello en un primer momento, pero luego la convencí. Era por una buena causa. En beneficio de los pacientes, aunque estos no fueran capaces de comprenderlo.
Anders extrajo la memoria USB y la escondió en su mano.
—Te lo doy a cambio de mi certificado.
Sam salió de su perfil y apagó el ordenador.
—¿Qué piensas hacer?
—Si caigo yo, caes tú. Quiero que te asegures de que obtenga el material necesario en caso de acabar yo en los tribunales. ¿Estamos de acuerdo?
—Te acompaño a la puerta.
—Quiero que me entregues ahora mismo un certificado y cuento con recibir el extracto de mi historia clínica que necesito en el plazo de cuatro días. De lo contrario me decepcionarás mucho. Y a tus hijos con toda seguridad también…
Los ojos de Sam expulsaban bilis, pero se vio obligado a capitular.
—Te lo conseguiré.