Capítulo 39

—No quiero subir y acostarme sola —dijo Julia con una voz diminuta y angustiada mirando a Anders, que evaluaba concentradamente sus cartas tras las coloridas columnas de fichas.

—Aumento mi apuesta —anunció Guran.

—¡¡Papá!! —exclamó Julia con exigencia.

—Una niña tan mayor como tú no necesita a ningún papaíto —replicó Guran entre risas.

Anders, que ya se había medio levantado, volvió a sentarse. Guran había venido nada menos que de Norrland para hacerle una visita. Si hubiera avisado antes, habría podido encontrar a una canguro.

—Yo te acompaño —terció Erika, que un instante antes había apostado todo a un farol y había perdido ante Anders. Este era tan mal ganador como perdedor. De hecho, Erika no pudo evitar sentirse algo ofendida por sus maneras triunfales al sentenciar que todos eran unos fracasados e imbéciles, excepto el ganador. Julia, que había formado equipo con su padre, se cansó tras solo un momento y luego encendió, primero la televisión, y más tarde el equipo de música y el ordenador, subiendo poco a poco el volumen hasta el límite de lo soportable. Anders, ya curtido en estas lides, apenas se dio cuenta, Guran no lo advirtió, o fingió no advertirlo, pero a Erika le produjo un dolor de cabeza monumental. No era precisamente lo que se había esperado de la velada.

Julia inspeccionó a Erika de arriba abajo, sopesando la utilidad de su compañía respecto a sus ganas de rechazarla y mantener las distancias.

—Bueno, vale —contestó la niña y fue a dar a su padre un beso de buenas noches en la mejilla, tras lo que subió con Erika por las escaleras.

Erika echó una mirada a su alrededor. Todavía tenían puesto el corralito que usaba Julia de pequeña, aunque ahora alzado con ayuda de una cuerda. Julia acompañó a Erika en su repaso.

—Lo que Guran dice es verdad. Papá anda en sueños a veces. De hecho, suele bajar la verja cuando se acuesta —comentó Julia entre risas ahogadas y cogió luego inesperadamente a Erika del brazo—. Te voy a enseñar mi cuarto.

—Vale. Me encantaría verlo… —señaló Erika, a la que algo en ese roce hizo que se le humedecieran los ojos. Simplemente, se vio abrumada por la emoción. Por la pérdida. Así le habría tomado su propia hija del brazo si la vida las hubiera tratado bien. El agradecimiento que sentía por esa súbita intimidad de Julia la sensibilizó y enterneció. Tal vez la ausencia de contacto con sus hijos le había hecho especialmente complicada la animadversión inicial de Julia, ofreciéndole una confirmación de lo que ya sabía: su incapacidad con los niños.

—¡Tachán! —exclamó Julia abriendo la puerta con un gesto teatral.

—Te gustan los caballos, ¿verdad?

Julia dibujó una sonrisa de lado a lado y asintió con la cabeza. Toda la habitación estaba dedicada a ellos: tres grandes carteles con caballos pura sangre, un potro en un prado y un mulo con el hocico pegado a la cara de una niña. El cubrecama estaba adornado con dos caballos paciendo amorosamente uno al lado del otro. El ribete del empapelado se componía de una larga retahíla de ponis, en las estanterías se veían archivadores con ejemplares de distintos años de la revista Mi Caballo y sobre el escritorio advirtió un casco de montar. A ello había que añadir varias ilustraciones de caballos salvajes al carboncillo, de muy bella factura.

—¿Quién ha hecho los dibujos?

—Mi amigo Ronny. Es el asistente de los alumnos. Es superdivertido y se le da todo muy bien.

Erika montaba también a caballo de pequeña, e incluso compitió durante un par de años en certámenes de doma, pero, al llegar los hijos y estar de baja por la psicosis posparto, esa afición se volvió demasiado cara. Las insistentes preguntas de Julia desenterraron recuerdos: los campamentos de equitación, las aventuras, los caballos lesionados y el dolor cuando hubo que sacrificar al caballo preferido.

—Mi mamá era la mejor del mundo en doma. Bueno, quizá no tanto, pero casi —aclaró Julia.

Erika no sabía qué responder. Sencillamente asentía con la cabeza para mostrar que la estaba escuchando.

—¿Quieres ver cómo era de guapa?

Erika no estaba segura de que le apeteciera. Sintió entonces cómo se esfumaba la sonrisa de su cara y todo el cuerpo se le endurecía. La Isabell muerta parecía manifiestamente presente incluso diez años después de su muerte. Resultaba imposible que Julia conservara recuerdo alguno de ella. Era como un cuento, una leyenda que poco a poco se va construyendo a base de fantasías y de cualidades positivas e idealizaciones inalcanzables para los simples mortales. Una competidora inasequible. Julia cogió a Erika de la mano y la condujo por el pasillo hasta una habitación situada al otro lado.

—Este era el despacho de mamá.

La niña encendió la lámpara y la luz de esta impactó sobre un retrato de gran tamaño situado sobre el magnífico escritorio en madera de roble. Una foto de novia. Erika lo observó con atención. Era como ver su propio rostro. Por supuesto, la mujer de la foto era más joven, pero los rasgos… Pómulos, ojos y cabello eran sorprendentemente parecidos. Hasta la sonrisa. Encontró también trazos de Linn Bogren. Un cara de líneas ligeramente más suaves y redondeadas, la nariz y la barbilla… Sin embargo, las tres tenían en común el abundante y rizado pelo castaño y los vivos ojos de color marrón oscuro. Cuando sus ojos repararon en el ramo de novias, Erika no pudo evitar quedarse sin aliento. El aire se desvaneció de sus pulmones, sustituyéndolo una intensa presión sobre la caja torácica. ¿Era mera casualidad que el ramo estuviera compuesto por lirios de los valles?

—Tienes una pinta muy rara —dijo Julia agarrando fuerte a Erika del brazo.

—Se parece a alguien…

—¡Pues claro! A ti. Todas las que se ha traído a casa eran morenas y con el pelo rizado. Pero tú eres la mejor —aclaró Julia apretándole de nuevo el brazo.

Erika esbozó una sonrisa mecánica. Ese pensamiento le producía vértigo. La mujer que encontraron en la Colina del Patíbulo… La boca se le secó por completo. Trató de guardar la compostura en atención a Julia, pero la sospecha perforaba agujeros profundos en su confianza. ¿Podía ser eso cierto? Anders sufría de sonambulismo. ¿Era él el asesino? ¿Qué riesgo existía de que hiciera daño a su propia hija? Estaba claro que amaba a Julia más que cualquier otra cosa en el mundo. Erika sintió un impulso inmediato de llevarse en brazos a la niña y huir a un lugar seguro donde nada pudiera pasarle a la pequeña. ¿Debería llamar a su abuela paterna para pedirle que cuidara de ella y luego contactar con la policía? No, tenía que calmarse. No había prueba alguna. Anders, su amado Anders, estaba ahí abajo jugando al póquer. Podía escuchar sus charlas y risas en la planta inferior. Probablemente era ella la que estaba equivocada. La sospecha acaso fuera producto del exceso de tensión al que había sometido su cerebro.

Erika acompañó a Julia de regreso a su habitación. Logró bromear un poquito con ella mientras se cepillaban juntas los dientes utilizando un mismo espejo, resultando en un cuerpo con dos cabezas a la manera de un tótem. El cabello moreno de Erika adquirió un extraño aspecto sobre las cejas y pestañas claras de Julia.

—Me caes bien, Erika —dijo Julia al darle un abrazo de buenas noches, deslizándose luego en su cama y apagando la lámpara. Esas palabras siguieron flotando en la oscuridad como un cálido aliento. «Me caes bien».

Por eso debía quedarse para proteger a Julia hasta cerciorarse. Por el bien de la niña, y por Anders. Solo ellos daban sentido a la vida. Quedarse resultaba una locura, pero no podía abandonarlos. Erika se palpó el móvil en el bolsillo. No se atrevía a llamar por miedo a que alguien en la casa la oyera. Sobre todo, no quería preocupar a Julia. Regresó entonces al cuarto de baño y abrió el armarito. Debía encontrar pruebas. Julia y Anders tenían cada uno su parte. A la izquierda estaban los perfumes de niña y un peine rosa, pinzas para el pelo y un pequeño cepillo de uñas con una cabeza de caballo. A la derecha, los utensilios de afeitado de él. La loción que tanto gustaba a Erika, varios desodorantes de marcas poco conocidas, un pequeño y afilado cortaúñas que se guardó en el bolsillo y un peine azul oscuro, desafortunadamente sin pelos. Para utilizarlos en un análisis de ADN deben incluir la raíz. Erika introdujo en su neceser una lima para pies no del todo limpia.

Se desvistió tiritando de frío. Debía comportarse como si todo estuviera en orden y hacerse la dormida cuando Anders subiera. La casa estaba ahora en completo silencio. El compañero de mili seguramente se había marchado. De repente se oyó el raspar de una pata de silla y pasos sobre el suelo de madera. ¿Cómo pudo estar tan ciega? Recordó lo hallado en el baño de Linn Bogren: una expectoración con restos de serrín, probablemente procedentes del pavimento de madera recientemente renovado de Anders. A pesar de que se lo habían puesto en bandeja, ella no se había percatado.

Erika se metió en la cama y se tendió totalmente inmóvil, intentando imitar la respiración prolongada del sueño profundo. Pudo oír a Anders lavarse los dientes y desnudarse. Sintió luego cómo el centro de gravedad del enorme colchón se desplazaba y cómo se distribuía el peso a continuación sobre toda su superficie.

—¿Estás despierta? —preguntó él. La besó entonces en el cuello y le acarició la espalda y la rabadilla—. Erika… Quiero que te quedes conmigo —añadió, tomándola a continuación del hombro para colocarla cara a cara. Ella puso el cuerpo relajado y pesado—. Hay algo que quiero contarte.

Por poco Erika no abrió los ojos. Estaba tan cerca de la verdad… Pero, en su lugar, suspiró hondamente y se quedó tumbada sobre su costado izquierdo. Pudo sentir en su trasero el miembro de él mientras la abrazaba y acariciaba sus senos. El corazón le latía fuerte. Quizá él fuera capaz de apercibirse de ello a través de la piel. Latidos enérgicos y rápidos que demandaban oxígeno y sacudían la respiración.

—Te amo tanto…

Su aliento olía a alcohol. A Erika le entraron ganas de gritar y salir corriendo, al mismo tiempo que un deseo de abandonarse por completo. Se encontraba ahora en un vacío donde todo era mentira. Él le subió el camisón de seda por encima de las caderas, le bajó las bragas y trató de penetrarla, pero fue imposible. Sus acometidas eran enérgicas y le hacían daño. Erika se agarrotó. Ahí abajo estaba seca y le escocía, y el miedo añadía aún mayor intensidad al dolor. Anders terminó desistiendo tras lo que a Erika le pareció una eternidad. El colchón se bamboleó y luego oyó los pasos de él sobre la escalera. Durante un buen rato permaneció tumbada a la escucha. El lavavajillas se puso en marcha con un crujido. Entonces se cerró una puerta. ¿O se lo estaba imaginando? ¿Y si había salido? Podrían aprovechar para escapar. No, todavía no. Tenía que armarse de valor, quedarse en la casa y encontrar más pruebas. Antes de poder abandonarle debía estar completamente segura de su culpabilidad.

Erika levantó con cuidado la colcha y puso los pies en el suelo. Paso a paso se dirigió a la escalera y en mitad del descansillo se detuvo. Una luz azul se desprendía de su despacho. Sobre el espejo del vestíbulo pudo verle, a través del hueco de la puerta, frente al ordenador. Erika alcanzó a vislumbrar la expresión de su rostro. Concentrada y resuelta, los ojos clavados en la pantalla. Insertó entonces una memoria USB. Erika vio cómo sus dedos recorrían el teclado. Súbitamente Anders se levantó y ella se apresuró de vuelta a la cama. Pudo oír cómo trasteaba con algo en la cocina y el agua correr en el grifo. La puerta del frigorífico se abrió y cerró. Los demás sonidos se ahogaron en el batir del lavavajillas.

Anders regresó al dormitorio y se desplomó sobre su mitad de la cama sin fijarse en ella, pese a haberse vuelto hacia su lado. La respiración del médico se volvió más prolongada y profunda. Erika lo miró de reojo. Parecía dormido. ¿Se atrevería a levantarse para llamar a Hartman y preguntarle qué hacer? Tenía el móvil sobre la mesilla de noche, junto a las tijeras. Se estiró en busca de ambos objetos. Rozó la fría funda del teléfono y agarró las tijeras. Él comenzó a moverse. Entonces Erika rápidamente metió el brazo bajo la colcha y se tumbó boca arriba para poder ver lo que ocurría. De repente, Anders se incorporó todo tieso en la cama. Ella entornó con cuidado los ojos para que no pudiera notar que estaba despierta. Él se levantó y, con las piernas rígidas, se encaminó hacia el armario. En el gancho situado junto a este se encontraba su bata. Se la puso y con paso torpe se dirigió hacia la escalera, levantó la verja y desapareció del campo visual de Erika.

La inspectora le siguió deslizando sus pies desnudos sobre el suelo como si de una sombra se tratara. Lista para huir, pelearse o pedir auxilio a gritos. Tenía los músculos del estómago contraídos, en una respiración contenida. Necesitaba saber la verdad, si realmente era sonámbulo o solo se trataba de una coartada para poder cometer los repulsivos actos que ella se había visto obligada a contemplar. Maria había apuntado en broma que tal vez Anders fuera un psicópata, estuviera casado o se tratara de un tipo extraño en cualquier otro modo. Los hombres normales raras veces están disponibles. Él era demasiado bueno para ser verdad, ¿no es cierto? ¿Cómo pudo imaginarse otra cosa? Pero lo cierto era que le amaba. ¡Qué alivio supondría simplemente abandonarse!… Abrazarle, amarle como si fuera su último momento juntos en la tierra, entregarse apasionadamente y luego recibir el golpe mortal cuando llegara. No. Tenía que encontrar pruebas. Por su propio bien, Erika tenía que saber si era o no culpable, conocedor o ajeno a los espantosos hechos que había protagonizado. Entonces podría darse por vencida o, por el contrario, persistir. No había nada peor que la incertidumbre.

Anders salió a la terraza con la capucha de su bata ocultando por completo su cara y encendió un cigarrillo. La roja ascua acompañó su mano hasta la boca y quedó colgando luego lánguidamente junto al costado. Dibujó varios círculos en el aire con la muñeca, soltó la colilla y la pisó. Permaneció inmóvil durante un buen rato y empezó luego a caminar lentamente y, en apariencia, sin dirección definida por el jardín, bajo los manzanos. Erika se dio prisa en volver. Ya había visto lo que necesitaba ver.

Los desafíos a los que se enfrentaba en el monitor del ordenador eran mucho más fáciles de manejar que los reales. Conectado al programa de cirugía con el simulador podía realizar avanzadas intervenciones en el aparato digestivo, operaciones en el cerebro o practicar una autopsia a las víctimas planificadas. Le gustaba pensar en lo vulnerables que eran. Anestesiados e inmóviles aguardaban indefensos su cuchillo. Cuando tenía su vida en sus manos se sentía por encima de las leyes y mandamientos humanos. Los dioses crean sus propias reglas.

Había decidido reservar a Erika un poco más de tiempo. El hecho de que fuera policía le estimulaba. Ella había sido elegida para presenciar la humillación e imponer con ello la verdadera pena. Más tarde, una vez que hubiera cumplido con su finalidad, verla sufrir constituiría un verdadero placer.