Capítulo 36

Agnes Isomäki salió a toda prisa del centro de salud para poder ir a la farmacia de Östercentrum antes de que se despertara Gösta, quien no dejaba de deambular por la casa toda la noche y luego dormía como un tronco las primeras horas de la mañana. En la farmacia había cola, y a Agnes le tocó esperar junto a una señora parlanchina de Levide, que recientemente se había mudado a la calle Jungmansgatan y se quejaba de la ubicación de los centros de salud.

—Es como una especie de huevo Kinder, pero sin sorpresa. Si trasladan el de Gråbo, concentrarán tres centros de salud en uno. Tenemos Visby Norte y Visby Sur en la zona de Korpen. Si se llevan el de Gråbo hasta allí, solo podremos elegir un único centro de salud de gran tamaño en Visby. Eso si no quieres seguro privado, por supuesto. A los que vivimos en Gråbo, Korpen nos pilla muy lejos. Me pregunto quién tuvo esa ocurrencia…

Agnes asentía con un murmullo reiterado, pero su mente estaba en otro sitio.

—No cabe duda de que a la gente le va a salir más caro si tiene que coger un taxi en vez de caminar al centro de salud —prosiguió la señora de Levide mientras comprobaba su turno con las cifras de la pantalla seguramente por cuarta vez desde que Agnes había llegado—. La sociedad en su conjunto se está yendo al cuerno. ¿En qué va a acabar esto?

Agnes no tenía tampoco mucho que añadir al respecto. A ella le bastaba con sus cuitas particulares; no sentía necesidad alguna de ampliarlas con los problemas de la zona de Gråbo.

—Te pueden agredir, robar o apuñalar a las primeras de cambio. Es terrible lo que ha sucedido el último mes. La muchacha que encontraron asesinada en el jardín botánico y el señor mayor ahorcado… Ni siquiera les da reparo atacar a niños o policías. ¿Adónde vamos a llegar?

Agnes se mostró de acuerdo. Ahora le echaba dos vueltas de llave a la puerta de la entrada, tanto para que Gösta no se escapara como por miedo al asesino. ¿Cuántas noches no había pasado en vela últimamente, detrás de la cortina, escudriñando en la oscuridad del jardín?

—Me he hecho con un aerosol de pintura —comentó la mujer de Levide mientras comenzaba a hurgar en su desgastado bolso marrón—. Si alguien me asalta le rocío en plena cara. Esta pintura no se va en toda una semana. Puede ayudar a salvar vidas, ¿sabe?

—¿Me deja ver? ¿Cómo funciona?

Había conseguido despertar la curiosidad de Agnes.

—Se mete el dedo aquí… y luego basta con presionar. Se puede quedar uno. Me he comprado dos.

Agnes se lo agradeció e insistió en pagárselo, pero su interlocutora se negó en redondo.

—Aunque hay que tener cuidado de no echárselo por accidente a algún hombre con mala pinta solo por preguntarte por el camino o la hora. Cuando empiezas a pensar en las agresiones se te puede disparar fácilmente el gatillo. Un mínimo ruido a tus espaldas y…

Le llegó entonces el turno a la señora de Levide e inmediatamente después anunciaron el de Agnes, que apenas tuvo tiempo de reiterar su agradecimiento y despedirse de ella.

De camino a casa, Agnes volvió a pensar en Gösta y en la inminente boda de su nieta. Probablemente se vería obligada a llevárselo consigo. No había otra alternativa. Con tal de que no montara el numerito en la propia iglesia… Es ese momento justo el que recuerdas el resto de tu vida. Ha de ser solemne y hermoso. Tal vez pudiera sentarse con Gösta en un banco de afuera. Eso al menos le permitiría ver a la novia y quizá Clara-Maj no advirtiera que no la acompañaban hasta dentro. Pero luego estaba la cena. En el peor de los casos, a Gösta podía ocurrírsele pronunciar un discurso. Antiguamente había sido un excelente orador en las fiestas. La gente escuchaba sus ingeniosas ocurrencias y le aplaudía. Pero en los últimos tiempos había sido totalmente incapaz de mantener un hilo conductor. De su boca solo salían peroratas inconclusas y, a veces, improperios y frases francamente embarazosas. También existía el riesgo de que se hiciera sus necesidades encima, algo que recientemente se había producido con más frecuencia. Al reflexionar Agnes sobre este punto, una lágrima surcó su mejilla y la nariz se le taponó. Resultaba tan humillante para él… En realidad, para ambos, cuando ella tenía que ayudarle. Él insistía en arreglárselas por sí solo, pero, cuando lo intentaba, los estropicios eran aún peores. Lo mejor para todos es que se quedaran en casa, caviló Agnes, y al surgir este pensamiento ya no pudo reprimir el llanto. Deseaba fervientemente poder asistir a esa celebración.

Al abrir la puerta de entrada, su esposo la recibió con los pantalones del revés, la bragueta abierta por detrás y el abrigo echado sobre sus hombros desnudos y escuálidos. Un paquete de leche reventado en el suelo vertía su contenido y el grifo de agua estaba abierto. Agnes fue corriendo a cerrarlo. Vivir con Gösta era peor que volver a tener niños, pues él era mucho más grande y fuerte. Le atormentaba constantemente el temor a que Gösta se hiciera daño, quemara la casa o hiciera alguna otra cosa que ella aún no había tenido tiempo de imaginar y prevenir. También la atadura que ello suponía y la soledad derivada de no poder salir nunca para visitar a gente, ni tener invitados en casa. A veces se sentía como atrapada en una cámara sepulcral a la espera de la muerte. Clara-Maj, con un puntito de reproche en su voz, solía decirle que debía pensar en sí misma de vez en cuando y le sugería que hiciera un viaje con una amiga a las Canarias o se apuntara a un curso de baile. Aunque tal vez la culpa de que nadie entendiera la situación era de Agnes, por impedir que familiares y amigos pudieran comprobar el deplorable estado en que se hallaba Gösta.

Hablar con el médico le había sentado bien y al mismo tiempo asustado. Gösta perdería los estribos si lo sacaban de casa. Se volvería aún más confuso. En su trajinar cotidiano las cosas no iban del todo mal. Había incluso momentos en que se mostraba capaz de actuar con lucidez, pero también de tener accesos de cólera sin motivo alguno. En ocasiones, Agnes temía que la matara, aunque esto no se lo había confesado a nadie. Lo cierto es que Gösta, más de una vez, había perdido todas sus inhibiciones y la había golpeado.

Agnes dio la vuelta a los últimos filetes de arenque en la sartén y los puso sobre el plato.

—Vamos, Gösta, la comida está lista.

—¡Qué rico! —dijo sentándose a la mesa y dirigiéndole una cálida sonrisa—. ¡Qué rico! —repitió, y cogió una abundante cucharada de puré de patatas mientras miraba por la ventana—. Parece que va a llover.

Agnes se inclinó para ver el cielo y, ciertamente, se habían formado nubes y amenazaba lluvia. En momentos como aquel todo iba bien y Agnes sintió remordimientos de conciencia por sus planes de ir a ver al asistente social a espaldas de Gösta. Este puso la radio justo para las noticias, como siempre solía hacer, mientras ella quitaba la mesa y preparaba el café.

«En este último mes varios actos violentos han sacudido el centro de Visby. La policía está muy interesada en cualquier observación realizada en las noches del doce y el quince de junio, en las que se avistó a un hombre ataviado con un hábito oscuro en las proximidades de los sitios donde se produjeron los hechos. El sujeto tiene una estatura de uno noventa aproximadamente y constitución delgada».

Gösta se retorció inquieto en el sofá de la cocina. La voz grave de la radio y la expresión de Agnes habían sembrado la preocupación en él.

—¿Adónde vas? —preguntó ella cuando Gösta apartó bruscamente la mesa a un lado para poder salir, quitándose de encima la mano de Agnes, que pretendía acariciarle la espalda con el fin de apaciguarlo. Él le clavó una mirada salvaje e implacable.

—¡No he sido yo! —repuso lanzando la radio al suelo, lo que destrozó su funda de plástico.

Agnes Isomäki trató de actuar con calma, aunque temblaba por dentro.

—Siéntate aquí y nos tomamos otra taza —terció con su voz más dulce. En su interior, un torbellino de pensamientos le nublaba la mente—. Ven para que te cuente lo que Clara-Maj me ha escrito sobre los preparativos de su boda. —Gösta adoraba a su nieta y le gustaba saber lo que contaba por internet. A Agnes siempre se le habían dado bien las nuevas tecnologías, que venían a sustituir las cartas de papel—. Ven a sentarte conmigo, corazón mío.

—No hay que pegarse con la policía. ¡Solo eran una mujer y un niño! —dijo entornando los ojos y alzando las manos en un gesto de defensa.

—Pero ¿qué tonterías estás diciendo?

—No hay que pegar patadas. Tuve miedo… Eran tantos… —insistió, mirando fijamente al frente, como si pudiera verlos en ese mismo instante—. No me atreví —añadió, y estalló en un llanto, del todo inconsolable.

—Eso lo has soñado, cariño. Ven a sentarte conmigo. No hay ningún peligro. Todo está bien y en calma.

—Me escondí en un coche. En el maletero. Tenía miedo, no sabía dónde estaba. Vi al hombre alto. A los otros. En una casa. Adonde fuimos…

—Pero ¡qué cosas dices! ¿Quieres que te lea ahora lo que ha escrito Clara-Maj?

—Conseguí subir la tapa. ¡Aire! No se había cerrado. Tenía que hacer pis. Estaba junto a Norrgatt, la confitería. Se portaron muy bien conmigo. Me dieron café y luego te llamaron por teléfono.

—Es cierto. No vayas a desaparecer nunca más de esa manera…

Al caer la noche, Gösta se durmió como de costumbre en su sillón junto al televisor. Habían visto una película antigua con Humphrey Bogart como protagonista. Él no había sido capaz de seguir la trama en absoluto, pero le había agradado la contemplación de esas caras familiares.

Hacía tiempo que Agnes había renunciado a intentar llevárselo al dormitorio por la noche y desvestirlo. Era mejor dejar que descansara donde caía dormido. De lo contrario, solo conseguía enfurecerle. En un par de horas se despertaría y comenzaría a sembrar el desorden. Agnes fue a comprobar la puerta de la calle. Ambas cerraduras estaban echadas. Lanzó un vistazo al jardín, donde la lluvia goteaba de los árboles bajo el resplandor de su farola. Todo estaba tranquilo. Colocó luego una silla en el hueco de la puerta de la cocina para poder oír ruido y despertarse si Gösta trataba de llegar hasta allí. En esa habitación se encontraban los fogones, el horno y los cuchillos, con los que podía hacerse daño. También el congelador, donde Agnes había hecho acopio de comida para preparar en los días en que Gösta se mostraba particularmente intratable y no se atrevía a dejarlo a solas ni siquiera con la idea de ir a comprar una manzana más allá. No hacía mucho que su marido había dejado abierta la puerta del congelador y había tenido que tirar comida por valor de varios cientos de coronas.

Agnes se estiró sobre el sofá para meter el bolso bajo el cojín y evitar así que Gösta fuera a dar con las llaves. Con un poco de suerte, ahora podría dormir varias horas. Necesitaba de todo el reposo posible antes de verse obligada a dejar la casa a primera hora de la mañana para la cita con el médico. Otros días intentaba adaptar su horario de sueño al de su esposo. Allí tumbada, oyendo su respiración tranquila y acompasada, se preguntaba si él también hubiera hecho lo mismo por ella, si la hubiera atendido del mismo modo. No estaba en absoluto segura de ello.

Atravesó en sueños una luna de vidrio. Era el escaparate de una mercería. Le dio tanta vergüenza que trató de explicar a los allí congregados lo que había pasado. Que no había visto la puerta y que por eso había entrado a través de la ventana, que no tenía la intención de robar nada. Entonces descubrió que estaba desnuda. Con ayuda del bolso y sus propios brazos trató de ocultar su cuerpo. El vidrio seguía haciéndose añicos en grandes pedazos blancos que asemejaban tiras de tela blanca de sábana. De inmediato se despertó. Bajo la luz mortecina del farol del jardín pudo comprobar que Gösta seguía adormilado en su asiento, pese a lo cual se oían pasos dentro del dormitorio que daba a la terraza. No, no eran imaginaciones suyas. Ahora estaba totalmente despierta. Agnes permaneció quieta en el sofá con el aerosol de pintura firmemente apretado en la mano. Poco a poco la puerta fue abriéndose con un leve chirrido. Gösta se despertó también. Sus momentos de mayor lucidez eran precisamente después de despertarse. Antes de que Agnes tuviera tiempo de reaccionar, se le abalanzó. Portaba un cuchillo para el pan en la mano. Tenía que haber guardado bajo llave los cuchillos.

Observar a las personas abrazarse siempre le generaba desasosiego. La sensación de tocar y ser tocado se encontraba íntimamente asociada a un sentimiento de desagrado. Cuando vio cómo estrechaban sus cuerpos a través de la ventana quiso matarlos a los dos. Se trataba más del derecho de propiedad que del acto en sí. ¿Es la muerte realmente un castigo si no eres consciente de ella? Obviamente, no. Para ser escarmentado tienes que sentir el terror y llegar a la horrible conclusión de que pudiste elegir. La humillación solo puede ser completa cuando alguien la contempla.

Al igual que su madre, sufría la maldición de tener una memoria fotográfica. De ser incapaz de olvidar nada. Había optado por atontarse con estupefacientes. Se drogaba con una sensación de poder. Pero si mataba a la persona que realmente quería castigar nunca obtendría respuesta a la pregunta que todavía no se había atrevido a hacer, esa pregunta relacionada con una terrible ausencia de lógica y táctica. Lo incomprensible de sacrificarse, de forma voluntaria y desinteresada, en lugar de otra persona.

Llegados a ese punto debería resultarle evidente quién estaba detrás de los acontecimientos. Primero un pensamiento pasajero y, una vez que hubiera echado raíz, el resto de las piezas encajarían. Y el infierno sería ya una realidad.