Capítulo 35

Era lunes por la mañana. La luz del sol penetraba intensamente, revelando partículas de polvo que danzaban en el aire sobre el típico sofá marrón característico de los setenta en los organismos provinciales, y por encima de los sillones de un gris indefinido repletos de manchas. Aquella tela era indesgastable, atemporal y aburrida. La mesa situada delante del sofá estaba rayada y cojeaba y el cuadro colgado de la pared de detrás pertenecía a esa colección de arte de las instancias provinciales que no sorprende, pero tampoco alegra el día a nadie. La festividad de San Juan había llegado a su conclusión y la sala de espera se encontraba llena de pacientes.

Anders Ahlström se acordó de Harry Molin. Después de las principales celebraciones solía pedir cita a Agneta en la recepción y aguardaba fielmente en la sala de espera andando de un sitio a otro, sin poder estarse quieto.

Linn Bogren se había sentado allí, junto a la ventana, agazapada con un periódico como escudo contra las miradas curiosas de los demás. No es fácil ser paciente cuando acabas de incorporarte a un trabajo. Ese mismo sol había iluminado sus rizos castaños, confiriéndole un brillo violeta. En ese momento había sido casi sobrenaturalmente bella. ¿La podría haber ayudado mejor? ¿Habría sido capaz de anticiparse al peligro si la hubiera escuchado con una mayor concentración? A Linn le había sucedido precisamente lo que más temía. Anders llegó a conocer su temor por un intruso nocturno desconocido. Lo que en un primer momento parecían fantasías encontraron luego una explicación natural tras escuchar la historia de Harry Molin. Cuando este confesó haber pegado su cara al cristal de Linn para comprobar si estaba en casa, el problema había quedado resuelto. Por consiguiente, Anders no vio en ningún momento motivo alguno para avisar a la policía.

Y Linus Johansson, ese pequeñajo descarado aquejado de asma, había dejado de existir. No se volvería a oír más su risa contagiosa por el pasillo cuando desenfundaba sus pistolas de plástico y se imponía en el duelo a muerte. El rostro preocupado de Katarina, su madre, que justo entonces podía resplandecer con una sonrisa maravillosa, no había vuelto a verlo desde aquel día.

No volvería a encontrarse con ellos. Tres de sus pacientes habían sufrido una muerte violenta en el transcurso de un mes, todos del mismo barrio. Era realmente aterrador. En esas estaba Anders cuando se disponía a atender a su siguiente paciente, una abuela menuda, de unos ochenta años, de espalda erguida y ojos vivos, que, de acuerdo a su historia clínica, se llamaba Agnes Isomäki.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Anders ofreciéndole asiento. No había tenido tiempo de leer su historial y juzgó poco educado hacerlo ante las narices de la venerable señora, que parecía muy espabilada y dispuesta. Era mejor escucharlo de sus propios labios.

—Mi nieta se casa y no quiero ir a la celebración en zapatillas.

Anders se inclinó sobre la mesa para ver lo que quería decir. Y tenía toda la razón. La señora llevaba unas zapatillas de cuadros marrones con una cremallera en la parte delantera.

—¿Me enseña sus pies? ¿Los tiene hinchados?

Agnes dibujó en su cara una mueca al quitárselas.

—¡Mire su aspecto! No sé lo que he podido hacer. No creo que me haya mordido ningún insecto, no en ambos pies. Y tampoco me los he torcido.

Anders se puso en cuclillas junto a ella y le palpó las pantorrillas y el dorso de los pies. Al presionar con el dedo se formó un hoyo en la inflamación.

—Me gustaría auscultarle el corazón y también vamos a hacerle un electrocardiograma y unas cuantas pruebas. ¿Ha tenido algún dolor en la zona del corazón o le ha costado respirar?

—Ese no es el problema. Son las zapatillas —le reprendió ella con paciencia, como si hablara a un niño—. Tengo unos zapatos de tacón muy bonitos que me podría poner si no tuviera las piernas tan inflamadas.

—Típico de las mujeres. Solo piensan en su aspecto —repuso riéndose y agregó seguidamente en un tono más serio—. Creo que la hinchazón puede deberse al corazón. Cuando la bomba falla puede acumularse líquido en las piernas.

—Siempre he presumido un poco de mis piernas, y cuando te haces mayor y de la apariencia pasada solo te quedan bonitas las piernas, las cuidas tal vez un poquito más. Quiero estar guapa para la boda de mi nieta. Han ocurrido desgracias en la familia. Este casamiento es la única cosa divertida que ha sucedido en mucho tiempo —dijo mirándole, a la espera de que le preguntara sobre las desdichas que habían azotado a su familia—. Mi esposo…

Anders Ahlström miró de reojo el reloj. No puedes cortar sin más a la gente cuando empieza a hablar de sus penas existenciales.

—Mi esposo sufre demencia y ya no puedo con él en casa. Es terrible. Desaparece y se pierde. Llevamos viviendo juntos más de cincuenta años, en las alegrías y las adversidades. Le quiero, pero no soporto más que se levante por las noches, se ponga a revolver y encienda los fogones de la cocina. Se enfurece más allá de toda lógica cuando le digo que se equivoca.

Agnes Isomäki prorrumpió en un intenso llanto y el doctor Ahlström no pudo por menos que acogerla entre sus brazos. Por encima del hombro de la anciana divisó entonces, a través de la ventana, a un hombre alto y espigado con un gorro calado, pese a estar en pleno verano. Fue solo un instante. Luego desapareció. Algo en la mirada del joven despertó recuerdos y una marcada sensación de desagrado. Podía haber sido él mismo veinticinco años atrás. Anders se obligó a sí mismo a retornar al presente.

—¿Hay alguien que le ayude o quiere que me ponga en contacto con el asistente social? Comprendo que se sienta completamente sobrepasada.

Agnes Isomäki se deshizo de su abrazo y pareció turbada.

Tenía la cara roja y la nariz moqueante.

—Perdóneme, doctor, no pude evitarlo. Me encuentro sola. Mi hija vive en la península. La boda va a celebrarse en la iglesia de Gnisvärd. No sé si me puedo llevar a Gösta. Quizá se descontrole por completo y lo arruine todo. Pero, al mismo tiempo, me parece horrible dejarle a un lado, ¿y quién va a cuidar de él si se queda solo en casa?

Agnes reanudó su llanto y Anders le acarició el brazo con suavidad. Tardaría seguramente una semana, como mínimo, en obtener una cita con el asistente social, y luego un número incierto de días y semanas para conseguir una plaza de corta duración en una residencia. Sería más rápido que el marido acudiera al hospital por otro motivo y luego la esposa no pudiera recibirle de vuelta en casa.

—Voy a hablar con el asistente social. Vamos a intentar solucionar esto de la mejor manera posible —dijo Anders vagamente. En el hospital se había quedado pasmado en numerosas ocasiones de la carga de trabajo que estas mujeres aguantaban en el hogar, cómo atendían y cuidaban por amor a sus maridos día y noche. Los alimentaban, los lavaban, les ayudaban a ir al aseo, muchas veces de noche, en una frágil danza a cuatro piernas.

Porque no queda otra. En el hospital se utiliza una polea o el apoyo de dos jóvenes relativamente robustos. Cuánto dinero no había ahorrado ella ya a la sociedad mediante su labor voluntaria… Y luego, cuando no se podía más, los recursos de aquella no bastaban.

Anders volvió a mirar en dirección a la ventana. Se sentía extrañamente observado por las personas que pasaban por la calle.

Una vez que Agnes Isomäki se hubo marchado con su receta de fármacos para eliminar líquido y reducir la presión arterial, Anders detuvo en el pasillo a la enfermera de la recepción y le pidió que le pusiera en contacto con el asistente social. Le hizo entender que era muy urgente. La enfermera, por su parte, lanzó un sonoro suspiro. Todos los pacientes de Anders Ahlström eran siempre muy urgentes. Y tenía que atender a otros cuatro médicos…

Anders había quedado con Erika Lund a las doce y media en el restaurante Trädgården para almorzar juntos. Intuyó que le iba a ser difícil escaparse, pero acabó cediendo ante su insistencia. Ahora se vería obligado a decepcionarla. Teniendo en cuenta cómo le había ido con los anteriores intentos de relación, se preguntó cuánto tiempo iba a aguantar ella. En ese mismo instante sonó su teléfono.

—Mi querido Anders, no puedo irme de aquí. La cosa se ha complicado. Quedamos otro día.

—No te preocupes —respondió él, confiando en que su voz no delatara su alivio. Tal vez Erika mostrara una mayor compresión sobre su profesión cuando ella misma estaba habituada a darlo todo en su trabajo.

Anders cogió un vaso grande lleno de agua para atenuar su punzante sensación de hambre y decidió cerrar luego los ojos durante cinco minutos antes de recibir a su siguiente paciente.

Se dirigió a la sala de personal, donde encontró un par de galletas y un panecillo tostado que se llevó a su despacho. Cuando se paró a pensarlo, se dio cuenta de que estaba realmente agotado. Era como si nunca hubiera podido descansar de verdad. Incluso tras dormir sus ocho horas podía sentirse exhausto a la hora de levantarse. Justo en el momento en que había colocado sus piernas sobre una caja con carpetas y cerrado los ojos, reparó en que había olvidado tomarse su pastilla para las ganas de fumar. Extendió el brazo hacia su cartera y dio con la caja de inmediato. Tomó el fármaco, una bocanada de agua y tragó. Según los expertos en boga, si sostienes un bolígrafo en la mano y te adormilas para despertarte cuando cae, ello equivale a toda una hora de sueño. Lo había afirmado su colega Sam Wettergren en una conferencia titulada «La importancia del sueño para la salud». Recomendaba las minisiestas en el trabajo.

Le despertaron unos furiosos golpes en la puerta, que él creyó simultáneos al momento en que cayó dormido, pero al echar un vistazo al reloj comprobó que había pasado más de una hora. Así que el bolígrafo que supuestamente le iba a despertar no sirvió de nada. Sin embargo, eso no fue lo único que le sorprendió. Observó incrédulo la habitación. Los papeles y carpetas estaban tirados por todas partes y la estantería de los libros apareció desplazada un metro, cubriendo la puerta.

—¡Entre! —gruñó con voz ronca sin poder apartar los ojos de la estantería. ¿Qué había ocurrido?

La cara de la enfermera surgió en el hueco de la puerta.

—¿Qué está haciendo? ¡La sala de espera está abarrotada de pacientes! —dijo con un aspecto pálido pero resuelto. Aquí todos trabajaban a toda máquina mientras Anders se dedicaba a reordenar su mobiliario…

—Ayúdeme con la estantería —solicitó con voz débil, y agarró una de las esquinas para devolverla a su sitio.

—Usted no está bien de la cabeza… —dijo la enfermera, aunque en sus ojos podía vislumbrarse un sesgo cómico—. ¿Qué diantre pensaba hacer?

—No lo sé —respondió Andéis—. De verdad que no lo sé.

En ese mismo instante descubrió que el ventanal se encontraba abierto de par en par.