Sentado en la proa del vetusto bote, Per Arvidsson clavó su mirada en la verde agua rutilante. El ronroneo del fueraborda devoraba el ruido de la corriente del mar sobre su estrave y los chillidos de las gaviotas. Vio frente a él, en medio de la neblina, los empinados acantilados de la isla de Lilla Karlsö y adivinó, un poco más allá, semiescondido, el contorno algo más llano de la de Stora Karlsö. Jesper Ek apagó el motor y echó mano a los remos.
—¡Qué día tan estupendo! ¿Ves qué bonito es? —dijo Ek, sin poder evitarlo, aunque Arvidsson presentaba un aspecto tan mustio como el de las resecas lombrices que guardaba como cebo en el viejo frasco de café.
Arvidsson entornó los ojos en dirección al horizonte y pretendió no escucharle. Ambos sacaron sus cañas y lanzaron el sedal. Tal vez pudieran pillar alguna perca de pequeño tamaño. En su primer verano en Gocia, Arvidsson acompañó a Hartman a pescar bacalao con anzuelo. En poco más de una hora tenían el cubo de zinc rebosante y el barco se había hundido tanto que no se atrevieron a llevar más capturas. Ahora el bacalao había desaparecido, y antes de eso el salmón. Para colmo, en los últimos veranos las floraciones de algas habían sido muy intensas.
—Es como si el Báltico vomitara —musitó en tono sombrío—. Para coger algo tienes que plantar redes. Entonces puedes pescar un par de platijas. Tal vez. Ek rio desenfadadamente.
—Eres totalmente increíble. ¡Venga ya, hombre! No eres la única persona del mundo que ha echado a perder el amor de su vida. Been there, done that, bought the T-shirt. A mí me ocurre todo el tiempo. Piensas que te vas a morir, que la vida nunca más merecerá ser vivida, pero entonces alguien te invita a una cerveza bien fría y te planteas si no valdrá la pena seguir un ratito más.
Arvidsson sacudió la cabeza. La bobada que Ek acababa de soltar era tan estúpida como cierta. Sus devaneos con las mujeres eran fuegos fatuos, superficiales y pasajeros, que no podían compararse en manera alguna con el amor que profesaba a Maria.
—Me enteré por Hartman que estuviste anteayer en Märsta. ¿Sacaste algo en limpio?
—Sí. Voy a volver el lunes. Cuando traté de acceder al expediente que buscamos, ese del hombre al que mataron con la hoja de un cortacésped, no estaba. No podía creer a mi colega, así que me presenté para ayudarle en su localización. No tienen explicación alguna sobre dónde puede haber ido a parar. El archivo está vacío en el lugar donde debería encontrarse y tampoco se puede comprobar si alguien lo ha sacado para consultarlo.
—¡Vaya chapuza! —dijo Ek, escupiendo luego sobre la lombriz y arrojando de nuevo su sedal.
—Puede tratarse también de un robo. Con ayuda de nuestro colega, en la época el responsable de la investigación, fuimos capaces de esbozar a grandes rasgos el curso de los acontecimientos. Si se trata del mismo que lideró la agresión mortal podríamos tener más pistas sobre la persona que buscamos —dijo Arvidsson, y su flotador desapareció bajo la superficie del agua.
—Ha picado —dijo Ek, ayudándole a recoger el hilo.
—Solo eran algas —explicó Arvidsson decepcionado mientras quitaba del gancho esa plasta verde.
—¿Has logrado algo? Tienes que haberlo hecho puesto que vas a regresar…
—Hay una mujer con la que quiero hablar. Malin Karlsson, una ex heroinómana, de las pocas afortunadas que han conseguido salir de esa mierda y ha encontrado un trabajo, en este caso en la caja de unos almacenes de material de construcción. Está en Grecia, pero vuelve el lunes. He hablado con todas las demás personas que figuran en la investigación. Es una posibilidad muy remota, pero con un poco de suerte…
—¿Qué tipo de relación tenía con el fallecido?
—Según una amiga, lo acusaba de violaciones reiteradas, pero nunca pudo probarse. Jamás lo denunció. Quizá tuviera miedo de que no la creyeran. Más tarde lo masacraron con la hoja de un cortacésped y tiraron sus restos a una cuneta. Pero Malin contaba con una coartada: estaba en un centro de desintoxicación cuando se produjo el asesinato.
—¡Joder! Alguien tuvo que ponerse hecho una furia —dijo Ek colocándose las gafas de sol. La luz que se reflejaba sobre la calma superficie del agua deslumbraba.
—Exactamente. Un verdadero caso de violencia desproporcionada. No le dejó entero ni un solo hueso. La cabeza apareció separada del cuerpo y el sujeto estaba completamente irreconocible. Tuvieron que recurrir a los registros dentales para identificarle.
—Pero me has dicho que Malin Karlsson tenía una coartada… —reincidió Ek.
—Había tomado una sobredosis, pero sobrevivió milagrosamente. A lo largo de dos días se debatió entre la vida y la muerte en la UCI y luego se trasladó a Bredgården.
—¿Y la amiga que relató los hechos a la policía?
—También la retuvieron en esa ocasión —aclaró Arvidsson. Luego lanzó otra vez el sedal, sujetó la caña entre las rodillas y se estiró para coger la bolsa con la comida—. Dijiste una cerveza, ¿verdad? No sirve para mucho, solo para diluir ligeramente las penas.
—Y si eso no nos conduce a ninguna parte, ¿qué hacemos entonces? Comienza a apremiar —dijo Ek cogiendo el bocadillo y la cerveza que le había tendido Arvidsson.
—Me lo vas a decir tú a mí… Me paso noche y día con este maldito asunto. Disponemos del ADN del asesino, gracias a Maria, que mostró la suficiente presencia de ánimo como para arañarle en la piel desnuda. Si lo encontramos va a dar con sus huesos en el trullo. Pero la única pista que tenemos en estos momentos es la que me proporcionó tu hijo en la cárcel de Svartsjö. No hay testigos. ¿No te parece raro? Dos personas son asaltadas por una panda en plena calle y nadie ha visto nada de interés. Los vecinos oyeron voces y vieron alejarse del lugar a tres hombres, pero ninguno de ellos es capaz de describirlos. ¿Qué cono hace la gente en su tiempo libre? ¿Empinar el codo y ver la tele?
—Maria describió a un hombre con un abrigo largo y gorra que pasaba por ahí mientras se producía el ataque.
Arvidsson lo recordaba, pero el testigo no había dado señales de vida.
Ek prosiguió:
—Nos llegó una información. Una mujer residente en Ryska Gränd vio subir al testigo en dirección a la catedral. Estaba casi completamente segura de haberlo reconocido. Se trata de un hombre que trabajó en el pasado en la oficina tributaria, ahora jubilado. La mujer, que era interventora, lo había visto a menudo en su trabajo. Desconocía su nombre y en sus papeles tampoco aparecía, pero afirma que sería capaz de señalarlo. Voy a verla el lunes a las ocho.
—No parece una pista muy consistente. ¿Crees que ese hombre podría aportarnos mucho más de lo que nos ha contado Maria? Alguien tiene que saber quiénes son estos chicos. Si presumían de sus hazañas, más personas tienen que haberlo oído. Esta agresión no puede ser el único delito que hayan perpetrado —dijo Arvidsson y se acordó de Joakim, el hijo de Ek. Per estaba convencido de que el muchacho podría conseguir más información, pero apostando en ello su vida. No podían asumir ese riesgo.
—El ADN que Maria tenía bajo las uñas no coincide con el hallado en casa de Linn Bogren. A pesar de ello, existen similitudes. Linn también fue acosada por un grupo de chavales. Así se lo contó Harry Molin a su médico. Sería estupendo que concordara, que algo de esto resultara discernible.
—Maria rasgó la piel solo de una persona, el que, en opinión de ella, parecía el cabecilla. Puede ser alguno de los otros quien haya dejado su rastro en el hogar de Linn, ¿no es cierto? —dijo Per, que ya había sopesado esa idea anteriormente, pese a lo cual optó por centrarse en el cabecilla.
—En ese caso, ¿por qué regresó uno de ellos a casa de Linn, y luego a la de Harry?
Comieron en silencio el paquete de comida que se habían llevado. A Arvidsson no le pareció especialmente apetecible. Le crecía en la boca. Había que echar el guante a los culpables. Por Maria. Y por el chico fallecido en el asalto. Cada día que pasaba se reducían las posibilidades. Los testigos recuerdan peor y los culpables tienen ocasión de borrar pistas. No obstante, el hecho de que el expediente sobre el homicidio del cortacésped hubiera desaparecido suponía una buena noticia. Había que partir de la premisa de que se trataba de un robo, y no exento de riesgos, sino todo lo contrario. Ahora bien, alguien había evaluado los riesgos en relación a los beneficios derivados de ello, y lo había considerado necesario, lo cual infundía esperanzas de que se hubieran topado con algo realmente importante.
Ek arrancó el motor fueraborda y pusieron rumbo hacia Djupvik. El sol irradiaba con fuerza sobre el prado del litoral y la aldea pesquera. La tierra permanecía seca. De hecho, en la radio advertían sobre el riesgo de incendios. Arvidsson hurgó en su bolsillo en busca del móvil y cayó en la cuenta de que seguramente lo había dejado olvidado en casa de Ek, en cuyo sofá dormía ahora. Ya había iniciado la búsqueda de un nuevo apartamento. Regresar a la casa donde Harry Molin había sido ahorcado se le antojaba totalmente imposible. Ek tampoco llevaba su móvil. Pasaron el resto del día en la playa de Tofta. Jugaron una ronda de minigolf y comieron pizza mientras Ek rastreaba el horizonte femenino a la caza de apariciones pelirrojas. Algunas de sus frases de ligoteo hicieron que Arvidsson se mondara de risa. Intentó en la medida de lo posible mantenerse en un segundo plano para que no lo asociaran con él, que en ocasiones resultaba insufrible, incluso como transitoria pareja de hecho.
No fue hasta llegada la noche que Per advirtió que Maria le había llamado. Entonces salió al balcón para evitar las miradas curiosas de Ek. El latido del corazón se le aceleró y el pulso le retumbaba en el tímpano. ¿Habría cambiado de idea? ¿Quería verle a pesar de todo? Deseó que fuera así más de lo que había deseado nada en toda su vida. El sudor de sus manos las volvió pegajosas. Pulsó el botón para devolver la llamada y aguardó.
—Maria Wern al habla —contestó la inspectora con voz tensa. No era una buena señal.
—Me has llamado —dijo él, reparando en lo estúpido que sonaba, como disculpándose nada más empezar.
—Es por trabajo.
—Comprendo —respondió él pronunciando lentamente. Parecía evidente que Maria no quería infundirle falsas esperanzas. Con toda probabilidad Per debía alegrarse de que al menos estuviera dispuesta a hablar con él.
—El amigo de Linus Johansson, un jovencito de nombre Oliver, fue a buscarme hoy. Le había visitado un policía que no le mostró su placa. Sospecho que pueda tratarse de un farsante.
—Ninguno de nosotros ha hablado con él, te lo puedo asegurar. Estuvimos esperando a una psicóloga, pero cuando fuimos a interrogarle no quiso decir ni pío. Según su madre, se niega a volver a ver a la psicóloga. Confiábamos en que esta fuera capaz de sonsacarle lo que sabía. —Arvidsson hizo una pausa a la espera de que Maria continuara—. Entonces, ¿Oliver se ha puesto en contacto contigo? —prosiguió al no decir nada la agente.
—Me contó que Linus estaba atemorizado porque había visto a un hombre ataviado con un hábito de color oscuro en el exterior de la ventana de su dormitorio, tanto en casa de su padre como de su madre. Se lo alternaban cada semana.
—Lo de presentarse como policía sin serlo me parece un hecho muy grave. ¿Dónde se encuentra Hartman?
—Había ido a una fiesta en Martebo, pero ya está de camino. Vosotros decidís cuál es el siguiente paso a dar. Si Oliver quiere que le acompañe ya sabéis dónde estoy.
—Muy bien.
Cuando Maria se disponía a colgar, algo en la voz de él la retuvo.
—Maria… —Todo lo que Per quería decirle quedó atrapado en un atronador vacío.
—No. Debes respetar que ya no quiero tener nada que ver contigo fuera del trabajo. Se acabó.
Maria se arrepintió en el mismo instante en que pronunció esas palabras y deseó añadir algo que las atenuara. Pero él ya había colgado.