El día de San Juan amaneció soleado, con un cielo azul claro. En las calles de Visby se apretujaba el gentío vestido también en tonos claros, aunque para Maria Wern se trataba de un día de trabajo como cualquier otro. La ronda de visitas a los vecinos del jardín botánico había dado resultados. En la noche en que Harry Molin fue asesinado, cuatro testigos habían visto a un hombre con un hábito de color oscuro, observación que todavía no había sido difundida por los medios, lo cual le otorgaba si cabe un mayor valor. Además, una de los testigos, Louise Mutas, vivía en la misma calle que Harry Molin.
Maria Wern entró en la sala de estar cuidadamente amueblada de la vivienda de Specksgränd. Ciertamente, desde la ventana no se divisaba ni la casa ni el buzón de Harry, al estar ubicados del mismo lado que la de Louise Mutas, pero sí que se tenía buena visibilidad hacia la callejuela propiamente dicha.
—Desde esta ventana le vi —dijo Louise, una enjuta mujer de unos ochenta años con un maravilloso cabello cano como una nube alrededor de su amable faz—. Eran las once y media más o menos. Tengo bastantes problemas para dormir. A las nueve estoy totalmente agotada y debo acostarme aunque echen algo bueno por la tele. Me duermo como un tronco, pero después me resulta imposible, porque vuelvo a despertarme tras solo un par de horas y no logro conciliar el sueño otra vez. Y fue eso precisamente lo que me pasó.
—¿Oyó algún ruido o fue algo concreto que la despertó? —preguntó Maria aproximándose a la ventana y colocándose en la posición exacta en que Louise había descrito que se encontraba al advertir al hombre del hábito caminando por la calle.
—Los perros de Harry Molin ladraban como locos. Suele tenerlos a raya, por eso me sorprendió que lo hicieran tanto tiempo —señaló Louise yendo nerviosamente de un sitio a otro de la habitación—. ¿Le apetecería una taza de café?
Antes de que Maria tuviera tiempo de responder, Louise ya se había dirigido a la cocina y comenzado a trastear con tazas y platos. Maria se quedó junto a la ventana. La anciana no había encendido la luz, contemplando la escena desde la oscuridad. El hombre venía desde Rostockergränd y, en opinión de Louise, parecía ebrio. Dado que el alumbrado de la calle estaba estropeado, le costó percibir su cara u otros rasgos aparte de su caminar vacilante y rígido. Daba la impresión de portar en su mano un palo de madera u otro objeto contundente, pero no podía confirmar ese detalle. Tal vez llevara algo completamente diferente, pero pensó que se trataba de un objeto contundente al enterarse de lo que le había sucedido a Harry.
—Aquí tiene el café, aunque tampoco es nada del otro mundo. ¿Le parece si nos sentamos en la cocina? —sugirió Louise con una amable sonrisa.
La anciana se secó sus manos agrietadas y enrojecidas en el delantal de algodón a rayas y lo colgó luego dentro del escobero. Se acomodaron en la mesa de la cocina, ya preparada con tazas de porcelana fina adornada con motivos de rosas, con toda seguridad de la vajilla de las ocasiones especiales. Maria cogió cuidadosamente la taza con ambas manos. Louise le ofreció el plato donde había reunido la mejor repostería de que disponía la casa: buñuelos, kleinas islandesas, brazo de gitano, pastelillos de mazapán, bizcocho de chocolate, tarta de almendras, bollos de azafrán, rosquillas de cardamomo y galletitas con mazapán y escarchado de fresa. Maria comprendió lo que se esperaba de ella. Los dulces eran el orgullo de la señora y había que probarlos. Cada uno de ellos exigiría veinte minutos de ejercicio en la máquina de remo del gimnasio para compensarlos. Se encomendó a que fueran caseros para que valiera la pena el esfuerzo.
—Estoy residiendo con mi hermana en Endre. Ya no me atrevo a quedarme aquí por las noches después de lo que ha pasado en esta calle. Primero Linn, la encantadora enfermera Linn, y luego Harry Molin. Al esposo de Linn tampoco lo he visto desde que… la encontraron en el jardín botánico. Es tan horrible que ni te atreves a pensar en ello. Me da tanta pena el pobre de Claes… ¿Qué va a hacer ahora? No creo que tenga a nadie con quien hablar.
Cuando Maria volvió a salir al exterior se sintió de buen humor. El día de San Juan se había presentado con un tiempo deslumbrantemente bello, los niños estaban con sus abuelos en Upsala y Erika se había esfumado a Ljugarn con Anders Ahlström. Esta vez parecía en serio. Maria deseó por el bien de Erika que la relación durara y que no cayera de nuevo en la decepción. Había empezado a adoptar una actitud enormemente arisca con los hombres, lo cual no le sentaba bien en absoluto. Tomas Hartman se había marchado a Martebo a una reunión familiar. Cuando Maria llamó a Jesper Ek para preguntarle si le apetecía que hicieran algo, se enteró de que este se disponía a irse de pesca. Con Per Arvidsson. Obviamente, Maria era muy bienvenida.
—Prefiero clavarme agujas en los ojos —contestó a Ek, quien reconoció que se esperaba una respuesta por el estilo, pese a lo cual añadió que, si cambiaba de opinión, había sitio para ella en el barco.
—Aunque, claro, es probable que el agua se congele con vuestras gélidas miradas. ¿No puedes intentar perdonarle, Maria? Se arrepiente a muerte. Parte el corazón verle. Haría cualquier cosa por dar marcha atrás en el tiempo y no volver a cometer ese error. ¿Sabes lo que me costó convencerle para que dejara el trabajo un par de horas? Me dijo que me acompañaría a pescar, pero con la condición de hablar del trabajo. Está completamente obsesionado por pillar a los que te atacaron. Lo está dando todo, Maria.
—¡Qué bien! Os deseo entonces mucha suerte con la pesca.
—Maria… —insistió Jesper con voz suplicante.
—No, ya he tenido suficiente. No pienso ni siquiera discutirlo.
Tras finalizar la conversación no podía concentrarse. Sus sentimientos por Per se habían enturbiado durante todo ese largo período en que no recibía nada a cambio, cuando esperaba y anhelaba y solo cosechaba irritación y constantes cambios de planes. ¿Qué es lo que le había dicho Jonatan Eriksson? Que uno en ocasiones se contentaba con migajas por creer que no se merecía más que eso. No es lo mismo que volverse un amargado, pensó. El hecho de decir que no antes de que te humillen y hastíen tanto que llegues a convertirte en una persona dura y ruin es una cuestión de pura y simple autoestima. Pero, y el resto de su vida… ¿en quién iba a pensar y añorar ahora? Sentía un vacío tan terrorífico…
Maria regresó a la jefatura y dio cuenta de sus pesquisas. Había aceptado los turnos extra de patrulla durante las fiestas de San Juan, por una parte, para evitar estar sola y, por la otra, porque no soportaba que la investigación del asesinato se viera retrasada por varios días feriados. Cuanto más tiempo transcurre, más se deteriora el recuerdo de los testigos. Su relato de los hechos se ve afectado por las conversaciones que hayan podido mantener entre ellos o la lectura de algún elemento nuevo en el periódico. El cerebro tiende al orden y a la concomitancia, ajustándose inconscientemente para hallar sentidos y contextos.
Maria repasó una y otra vez el material acumulado sobre los asesinatos de Linn Bogren y Harry Molin, interrumpiendo su labor únicamente para llenar de vez en cuando su taza de café caliente conforme se iba enfriando. Llamó a Claes a fin de comprobar un par de detalles. Los zapatos que había entregado resultaron coincidir con las huellas encontradas, según lo previsto. Llamó a la sastrería de la ciudad para unas precisiones en torno a Harry y el traje que se había mandado confeccionar, y luego volvió a comunicarse con Claes para preguntarle cómo se encontraba. Cuando este vio que realmente Maria se interesaba por él, se vio abrumado por un sentimiento combinado de dolor, ira y culpa manifestado mediante un torrente de palabras en apariencia inagotable.
—¿Hay algo más de lo que quiera conversar? —preguntó Maria, incapaz de dejarlo en el estado en que se hallaba—. ¿Tiene a alguien que le pueda hacer compañía en casa?
—Si se refiere a la mujer con la que me veía en Gotemburgo, hemos terminado. Para siempre. No tengo la más mínima intención de volver a verla. Ni siquiera soy capaz de explicarme cómo pudo pasar. Acabamos en su casa después de estar en el bar celebrando que había pisado tierra firme. Me quedé durante la noche. No siento nada por ella, pero me llamaba constantemente para que nos viéramos, y yo, cómo decirle, no era capaz de defraudar sus expectativas. ¿Me entiende? Tras haber ocurrido una vez, no pensé que pudiera sentir más culpa si pasaba de nuevo. Ya estaba destrozado lo que había entre Linn y yo, lo que nos habíamos prometido ya se había roto. No creí que pudiera ir a peor, pero me equivoqué. Si hubiera vuelto a casa directamente… No tengo a nadie con quien hablar porque no quiero que nadie sepa esto. Ni una sola persona.
—No obstante, está viviendo ahora en casa de su hermano, ¿verdad?
—Sí, pero nunca hemos podido conversar. Es mucho mayor y siempre sabe cómo tienen que ser las cosas. A pesar de ello tener algún sitio adonde ir ha sido todo un alivio. No podría volver a vivir jamás en nuestra casa. Ha dejado de ser un lugar donde me sienta seguro.
—Una última pregunta. ¿Solía Linn llamar a números de tarot?
—Lo hizo varias veces cuando nos conocimos. Al preguntarle sobre el motivo, me dijo que podía resultar útil recibir apoyo cuando uno se encuentra ante encrucijadas en la vida.
Cuando Maria abandonó la comisaría horas más tarde, el sol se encontraba bajo pero el aire permanecía caliente. Respiró hondo y se estiró. Probablemente había estado demasiado tiempo encogida como un caracol frente al ordenador, porque la espalda la tenía entumecida. Justo en la entrada principal había un niño de unos diez u once años que parecía perdido. Maria se acercó a él y le preguntó lo que buscaba.
—Quiero hablar con la policía que intentó salvar a Linus.
—Puede que se trate de mí —respondió Maria mirando con curiosidad al chaval, que pisoteaba el suelo con cierto nerviosismo y no apartaba la mirada de la cuesta.
—¿Te llamas Maria Wern? —preguntó con los ojos redondos y el rubor avanzando por sus pecosas mejillas. Sacudió entonces la cabeza para apartarse de la cara su flequillo moreno azabache y poder verla mejor—. ¿Eres tú de verdad?
—Sí, soy yo de verdad. —Era tan tierno en su apuro que Maria se echó a reír—. ¿Cómo te llamas?
—Oliver —respondió con un movimiento que delataba su leve incomodidad—. Hay una cosa que no le dije al otro policía que vino a mi casa. Una cosa que se me olvidó. No me dio ningún teléfono, así que no sabía cómo hablar con él otra vez. Además, prefiero no hablar con él. Quiero hablar contigo —señaló el pequeño con unos gestos cada vez más amplios e impaciencia en la voz.
—Si quieres podemos ir a mi despacho y hablar. No tengo prisa.
—No, no quiero ir allí.
—También podemos tomarnos un helado en el quiosco y ahí me cuentas. Creo que el policía con el que hablaste no trabaja hoy. Ya sabes que es fiesta. Apunto lo que me dices y le doy tu número de teléfono para que luego podáis hablar si tiene alguna duda. A mí me apetece también un helado —dijo Maria, sentándose ambos luego al sol. La inspectora se sacó del bolsillo papel y bolígrafo—. ¿Sabes cómo se llamaba el policía con el que hablaste?
—No, no me lo dijo. No tenía ni uniforme. Vino cuando estaba solo en casa y me dio un poquito de miedo —comentó Oliver lanzando una rápida mirada a Maria para acto seguido sumergirse de nuevo en el helado.
—¿Qué aspecto tenía? —insistió Maria, preguntándose si había sido el propio Hartman, Jesper Ek o Arvidsson quien había hablado con el chico. Pero su descripción de un hombre alto, muy delgado, con un gorro oscuro bajado, chaqueta de cuero y gafas de sol no se correspondía. El bigote pelirrojo de Arvidsson hubiera sido objeto del primer comentario del muchacho. Hartman no era en absoluto delgado y Ek no podía catalogarse precisamente como alto. A Haraldsson no se le ocurriría en la vida llevar un gorro en verano. Maria no acertaba a adivinar a quién se referiría el pequeño, pero dejó por el momento ese asunto para que pudiera contarle.
—El policía que vino a mi casa me preguntó si Linus conocía a un doctor que se llama Anders, Anders Ahlström, creo. Quería saber si Linus pensaba que era simpático, como una especie de papá. Y yo le dije que sí, que era su doctor preferido.
A Maria no le sorprendieron esas palabras, pero sí la pregunta.
—¿Te enseñó alguna identificación?
—No. Solo me dijo que era policía.
—¿Hay algo a lo que le hayas dado vueltas a la cabeza que me quieras contar? —le recordó Maria.
El helado de Oliver había empezado a gotear y el niño mordió la punta del cucurucho para luego taparla con el dedo índice.
—Linus me dijo una cosa, pero le prometí que no diría nada a nadie, porque le daba bastante vergüenza —señaló Oliver, haciendo luego una pausa a la espera de que le eximieran de su promesa de guardar el secreto.
—Estoy segura de que Linus querría que lo contaras si nos ayudara a pillar a los que le hicieron daño. ¿No crees?
—Sí —contestó Oliver con un gesto de alivio—. Vale. A Linus le costaba dormir porque tenía miedo, pero no se atrevía a decírselo a su padre porque se enfadaba y le decía que dejara de imaginarse cosas. Y que se callara y se durmiera. Y justo era eso lo que no podía hacer. Linus me dijo que había visto varias veces a través de su ventana a un tipo muy desagradable en la calle. Como un nazgül… ¿Sabes a lo que me refiero?
—¿Un malvado jinete negro, como en El señor de los anillos? ¿Un ser con un hábito oscuro? —preguntó Maria sintiendo cómo se le ponía toda la piel de gallina. ¿Se había difundido finalmente entre los medios lo del hombre vestido con hábito de monje?
—Sin cara. Súper mal rollo. Como todo negro, con ojos —aclaró Oliver con una mueca—. Linus le vio varias veces, una vez en el jardín, pero nunca se atrevió a contárselo a ningún adulto. Creo que ni a su doctor favorito y por supuesto a su madre tampoco, porque se pone histérica y quiere llevárselo al psicólogo de niños si le dice que es de verdad.
—¿Te ha hablado alguien más de nazgül o de hombres vestidos con sotanas, o lo has leído en algún sitio?
—He visto El señor de los anillos, si es lo que quieres decir. Oye… ¿tengo que hablar con el otro policía? Prefiero hablar contigo. No me gustó hablar con él. Sonreía todo el tiempo, pero tenía los ojos enfadados. No quiero volver a hablar con él.
—Como a mí también me atacaron no puedo ser el policía que investigue esto, pero voy a hablar con mi jefe. Se llama Tomas, y es muy listo y además buena persona. Creo que podrías hablar con él. Seguro que le interesa muchísimo lo que me acabas de contar. ¿Hay algo más que recuerdes del policía con el que charlaste? Me dijiste que llevaba gafas oscuras y una gorra negra. ¿Se quitó en algún momento las gafas de sol? Me has dicho que tenía los ojos enfadados…
Oliver dudó durante un momento.
—Se le podían ver los ojos por el cristal aunque eran oscuros. Parecían muy malos.