Capítulo 31

Tras dormitar un par de horas, Erika se despertó y sintió la necesidad de ir al baño. El brazo izquierdo se le había dormido y los músculos le dolían a rabiar tras su excursión natatoria. Se desembarazó con cuidado de los brazos desnudos de Anders. El calor dejaba pegajosa la piel y sus brazos resultaban pesados. Observó su pálido rostro en el espejo. El rímel se le había corrido alrededor de los ojos e incluso había llegado hasta la mejilla. Se lavó. El agua estaba fría y tuvo que frotar a conciencia para eliminar las manchas negras. Lentamente brotaron en su mente los recuerdos del día anterior. Se palpó el cuello, pero no pudo notar marca alguna. A pesar de todo, no podía librarse de la desagradable sensación de que realmente hubo un hombre en la orilla que la había agarrado. Tal vez debiera acudir a urgencias para que le hicieran pruebas y verificar si había sido víctima de una violación, aunque allí se encontraría con gente conocida. Esa idea se le antojaba igual de perturbadora que su propia duda. Podría conseguirse por su cuenta un «kit de violación» en el trabajo. Enviar las muestras y recibir los resultados sin involucrar a nadie más que a Hartman… Es decir, si hubiera estado sobria y se hubiera comportado. Erika cerró con fuerza los ojos y se odió a sí misma. Si no hubiese bebido y se hubiera comportado, nunca le habría pasado eso.

Se metió en la ducha, con el agua gélida raspándole la piel hasta que fue subiendo lentamente algunos grados de temperatura. «Si me entero de que has estado con otro nunca te perdonaré», le había susurrado Anders justo en el momento en que se acurrucaron dentro de la cama. La había abrazado tan fuerte que casi la dejó sin respiración. Ella, por su parte, le había asegurado que no había ocurrido nada. Uno se conoce a sí mismo a través de los demás. Erika no tenía ni idea de dónde había estado él, ni tampoco ganas de saberlo. No en ese momento. Lo único que deseaba al llegar a su casa era ser engullida por unos brazos cálidos y clementes. ¿Cómo reaccionaría si le contara la verdad, es decir, que no sabía realmente lo que había sucedido? Quizá la cosa habría sido distinta si lo hubiera confesado inmediatamente, si contrita y lagrimeante se hubiera arrojado a sus brazos al llegar a las dos de la mañana a la casita, o si la amable pareja la hubiera acompañado, asistiéndole en el relato de los hechos. Entonces resultaría evidente que era una víctima. Pero ellos no habían visto a ninguna persona en la orilla, únicamente su vergüenza.

—Estás muy callada —dijo Anders mientras desayunaban en la terraza bajo el sol. Una ruidosa mosca insistía en posarse sobre el queso. Erika trató de ahuyentarla y alzó luego su mirada para contemplar el césped recién brotado del jardín. El mar se vislumbraba entre los árboles. Al no comentar sus palabras, Anders añadió—: ¿En qué estás pensando?

Erika se llevó la taza de café a los labios para dilatar su respuesta.

—Estaba pensando en ayer… —dijo sin poder continuar. Quería acusarle, pero comprendió que ello originaría de inmediato contraacusaciones. Deseaba saber si se avergonzaba por la conducta de ella, conocer cuánto significaban para él sus amigos y, en particular, qué tipo de relación tenía con esas dos chicas. ¿Había estado liado con alguna de ellas? Pensó en la mano apoyada sobre el muslo, los besos tan próximos a la boca. Y en el cuello. Besos torpes por aquí y por allá con mínima excusa, por ejemplo, adivinar una pregunta. ¿Era cierto lo que le había dicho su amigo, que en su época de estudiante las mataba callando?

Anders se inclinó hacia ella y le cogió las manos para reclamar su atención.

—Me asusté tanto… Perdóname. No quiero perderte por nada en el mundo. —Anders pasó el brazo por su espalda, apoyando la mano sobre la mesa, mejilla con mejilla—. Quiero que estemos juntos.

Probablemente debiera haberse conformado con sus disculpas y su deseo explícito de continuar con ella. Tal vez hubiera sido mejor así.

—Ayer me sentí abandonada —expuso Erika, impidiendo con esas palabras dar carpetazo al asunto. Había abierto una vía a sus acusaciones. Se echó para atrás haciendo que el brazo de él dejara de contactar con su cuerpo.

—Lo siento, no me di cuenta —dijo Anders, quien hizo una pausa y reflexionó—. No querrás decir que tenías celos de esas chicas. No tienes por qué. Son amigas de la infancia, casi como hermanas. He tenido muchas ocasiones para estar con alguna de ellas, si lo hubiera querido, pero no habría funcionado —añadió, y rio como si súbitamente recordara algo—. Jonna y yo realizamos algún intento en el instituto, pero nunca resultó especialmente apasionante.

—Tu amigo me dijo que eras un casanova cuando estudiabais en Lund —reiteró Erika. No le parecía mal que Anders también tuviera que defenderse, evitando así profundizar en sus propios fallos.

—Por aquel entonces era muy joven. No pensaba en las consecuencias. Uno daba por hecho que las muchachas tomaban precauciones —dijo Anders. Luego se estiró para coger el termo del café y preguntó con un gesto a Erika si quería más. Erika asintió con la cabeza.

—¿Dejaste a alguna embarazada? —indagó ella, para arrepentirse de inmediato. No estaba segura de querer saber la respuesta. Anders reaccionó ante esa pregunta tan directa.

—Sí, y por supuesto pensé que debía abortar. No quería a un mocoso. No en ese momento. Estaba en mitad de la carrera —señaló tocándose la cabeza y agudizando luego su mirada—. Ni siquiera estaba enamorado de ella. Simplemente pasó. Me entró pánico y no quise volver a verla. Intenté convencerla para que interrumpiera su embarazo, pero se negó. Sé que me porté como un mierda. Desde entonces solo hemos estado en contacto una vez.

Erika quiso hacerle más preguntas, pero Anders se levantó dándole la espalda y se dirigió hasta la barandilla de la terraza con la taza de café en la mano. Era evidente que no quería hablar más del asunto y ella decidió dejarlo por el momento.

Metieron en la mochila de Anders una bolsa con comida, un pequeño hornillo y una manta y pusieron rumbo a la playa. El sol se encontraba en lo alto del horizonte, centelleando en el agua que agitaba la suave brisa marina. Erika sacó las gafas de sol cuando la luz del día empezó a molestarle en los ojos. Sintió cómo Anders le envolvía la cintura con su brazo y, en realidad, todo debería haber sido perfecto.

Se detuvieron un momento en la cafetería junto a la playa para comprarse un helado. Había varios tipos nuevos entre los que elegir y a Erika le costó trabajo decidirse. Cuando lo hubo hecho, reparó en que no se había llevado el monedero. Estaba dentro del bolso. Apenas ese pensamiento se había manifestado en su mente cuando Anders se dispuso a pagar, abrió su cartera y Erika vio la foto. La imagen de la mujer que solía guardar junto a su corazón, en el bolsillo de la chaqueta. Anders se dio cuenta de lo que Erika acababa de ver. No podía pasarlo por alto. Requería una explicación.

—Julia quería una madre, como cualquier persona. Me pidió que sacara la foto cuando le leí el cuento antes de dormirse, para que su mamá nos acompañara. Y luego la foto se ha quedado en la billetera.

—Isabell era una mujer muy guapa.

Él asintió con un «sí» apenas audible y la cogió de la mano.

—Sois bastante parecidas en algunos aspectos. —Continuaron andando por la orilla en dirección norte—. Como has podido comprender, no he tenido mucha suerte con las mujeres. Si piensas que soy un poco rígido y cauteloso, ello tiene una explicación más que concreta. Tal vez haya llegado el momento de sustituir la foto de Isabell. ¿Tienes alguna tuya que esté bien y me puedas dar?

—¿Debo interpretar eso como un ascenso?

Las casetas de pesca de Vitvär eran bajas y de color gris, con huecos de ventana más bien pequeños. En el patio de redes no colgaba ninguna red en esos momentos. A lo lejos se apreciaban restos de antiguos hornos de cal empleados en el siglo XVII. Erika oteó el mar verdiazul y sintió un escalofrío al evocar lo que había sucedido la pasada noche. Anders la ciñó en sus brazos, pensando sin duda que tenía frío.

—La Casa de los Donner comerció aquí hasta que un mercader llamado Claudelin se hizo con las operaciones a finales del siglo XIX. Aún se conserva su hacienda, con el edificio del almacén, en lo alto del pueblo —dijo Anders, y la besó en la nuca.

Entonces tuvo por fin el valor de preguntarle qué habían dicho los otros al marcharse ella de la fiesta enfadada y no encontrarla luego. Erika se armó de valor para oír la respuesta.

—Después de que te fueras jugamos un momento al kubb, pero al comprender que no estabas en el baño y que nadie te había visto en una hora me preocupé. Si quieres que te sea totalmente sincero, me temí que te hubieras ido a casa de Stefan, que se marchó más o menos al mismo tiempo que tú.

—No sé ni siquiera cuál de ellos era Stefan.

—Estabas sentada en sus rodillas cuando fui a la cocina —dijo Anders echándole una mirada que manifestaba claramente lo que pensaba al respecto—. No era del todo cierto lo que te dije de que todos habíamos estado buscándote. Fui directamente a su casita rústica y le pregunté si estabas allí.

—¿Qué te contestó? Tuvo que haberse extrañado. —Se me rio en la cara y me aconsejó que te tuviera vigilada, que de lo contrario lo interpretaría como luz verde contigo. Le pedí que me dejara mirar en su casa, a lo que accedió si lo hacía rápido. Podrías haberte escondido prácticamente en cualquier sitio, así que traté de ver a través de la ventana pero las luces de la casa se encontraban apagadas, por lo que no pude ver nada en absoluto.

—Pero, cómo… ¿Estabas celoso?

—Luego me senté detrás de un abeto para ver si salías a hurtadillas por la verja. Debo haberme dormido. No mucho rato, quizá una hora. Cuando llegué a casa y no estabas, no sabía qué hacer. Tenía miedo y estaba enfadado y triste. Perdóname, no suelo ponerme celoso…

Recorrieron la corta vereda a través del bosque. La zona de farallones de Folhammar mostraba formaciones calcáreas modeladas por el mar en forma de columnas, animales primigenios y dragones. Tenían un aspecto tan gracioso que Erika no pudo evitar sonreír: un viejo con una enorme napia de caliza, una puertecita dentro de una gran roca… de esas por las que le hubiera encantado a uno meterse con seis años. Geniecillos poco agraciados con grandes cabezas y, en medio de ese genuino parque infantil tallado por la naturaleza, alguien tenía preparada una mesa y una barbacoa bastante decente.

Anders sacó las truchas que había rellenado previamente con mantequilla al limón y hierbas frescas y las envolvió luego en papel de aluminio. Encendieron la parrilla desechable y colocaron la ensalada de cuscús, el pan y el vino. Él había recuperado su buen humor y contó anécdotas del mundo del hospital y de su época del servicio militar.

—La mili es una de las cosas más peligrosas que uno puede hacer a esa edad. Cada año se lesionan y mueren varios jóvenes, y eso que estamos en tiempos de paz. Tuve suerte de que me mandaran a casa. —Erika estaba a punto de preguntarle por qué cuando Anders hundió la cabeza bajo su suéter y le dio un beso en el estómago. Luego se volvió, haciendo que la prenda adoptara la forma de su cara—. Este es el aspecto que tendría yo si fuera un farallón —masculló en medio de la oscuridad y se echó a reír a carcajadas cuando Erika lo cogió por la nariz—. ¡Déjame! ¡Me haces cosquillas!

Ella no pudo evitar reírse también. Hacía tiempo que no se desternillaba como ese día. Una vez que hubieron empezado, no pudieron parar.

—Creo que reír es una medida de pura higiene mental para poder enfrentarnos a nuestros trabajos. A veces uno siente ganas de devolver en la papelera. Cuando te enteras de los atropellos que sufren los pacientes y, a pesar de eso, consiguen sobrevivir, siento admiración. Imagino que tú también debes de ver alguna que otra cosa…

—¿Nos bañamos? —interrumpió ella. El trabajo era la última cosa en la que quería pensar.

—Es poco profundo. Tienes que ir andando casi hasta Rusia para darte un chapuzón. ¿Qué te ha pasado en la espalda?

—¿A qué te refieres? —repuso ella tratando de girarse para ver, pero en vano.

—Es un arañazo. De hecho, parece una letra.

Le costó desembarazarse de esa idea, pero temía que Anders le preguntara si adoptaba un aire ausente. Cuando llegaron a la casa se fue derecha al baño y echó el pestillo para poder estudiar su espalda en el espejo. En el momento de sacarse el suéter por la cabeza apenas pudo reprimir un grito. Tenía una letra. Una K de gran tamaño aunque no muy nítida. Igual que en la sangre del dormitorio donde Linn fue asesinada y en la grava fuera de la casa de Harry. No podía tratarse de una casualidad. La letra no era totalmente simétrica, pero ahí estaba, grabada en sus propias carnes.

Nunca antes los humanos de una civilización han dejado tantas huellas tras ellos, pensó. Cada una de las cuentas, recibos y sesiones en el ordenador tienen su hora y finalidad exacta. Es posible analizar al detalle la vida de una persona. Los libros que sacas en la biblioteca están a un solo código PIN de distancia del observador. Aficiones, simpatías y diversiones… todo puede consultarse. Los mensajes electrónicos secretos que envían los amantes bien podrían plasmarlos en postales, porque, si sabes cómo, no es difícil acceder a ellos. El verdadero problema consiste en filtrar entre la ingente cantidad de información. Las caras que pasan a toda prisa frente a la cámara de un pasadizo pueden estudiarse simultáneamente a miles de kilómetros de distancia. La privacidad ha desaparecido de nuestras vidas. No hay vida privada. Es el precio que debemos pagar por nuestra seguridad y bienestar, y por poder disponer de información. En consecuencia, no debes subir todo a la red. Él había reunido todos sus secretos en un antiguo álbum de recortes. Ahí guardaba con nostalgia los instantes más valiosos de un verano pasado en Gocia más de diez años atrás. Era su cumpleaños e iban a celebrar una fiesta. Se había empeñado en colgar serpentinas de los árboles, pero Isabell había olvidado comprarlas. Por eso había despedazado una vieja sábana en delgadas tiras. Quedó tan bonito que en ese justo instante casi había dejado de odiarla por completo.