Maria Wern atravesó el pasillo del hospital casi a la carrera, y Ek tuvo que afanarse para seguirle el paso. Se toparon con un aroma a café recién hecho mezclado con otros olores procedentes del lavadero. La puerta del despacho de Sam Wettergren se encontraba cerrada. Aunque el testigo rojo del exterior estaba encendido, Maria se metió sin siquiera llamar. Sam saltó con un respingo de la silla, sorprendido, mientras pasaba revista a unas señoritas de ligera vestimenta en una página web que, por lo visto, había conseguido sortear la censura de la administración provincial. Ek tuvo que luchar por contener la risa. El médico tenía toda la pinta de un muchacho avergonzado. Ni tan siquiera se le ocurrió protestar contra esa entrada intempestiva. Con una simple pulsación sobre el teclado cambió la pantalla a un sitio web de cotizaciones bursátiles.
—Maria Wern, de la policía —saludó estrechando la mano del facultativo, sin poder evitar una ligera aprensión por no saber cuál había sido el último destino de esta. Apartó de su mente esa desagradable imagen y tomó asiento frente a Wettergren mientras Ek se sentaba sobre la camilla de reconocimiento contigua. El papel de la camilla crujió estruendosamente en medio del silencio. El apuro de Wettergren mudó rápidamente en irritación. Aunque deseaba desembarazarse a toda costa de esa visita, no podía alegar que estaba ocupado sin hacer el ridículo y tampoco se atrevía a pedirles que se fueran al cuerno, todo lo cual se reflejó en su rostro en el curso de varios segundos, mientras Maria sacaba papel y bolígrafo.
—¿Qué desean? —preguntó finalmente.
—Charlar un momento —dijo Maria.
La inspectora se inclinó entonces para desconectar la pantalla del ordenador y lograr así su total concentración. Se dice que, en el mejor de los casos, los médicos emplean el veinticinco por ciento de su tiempo a atender a pacientes. En lo que a Sam Wettergren se refería, esa cifra era con toda seguridad mucho más penosa. Según la enfermera de la recepción, trabajaba desde casa como mínimo un día a la semana y nadie sabía a lo que se dedicaba entonces. Seguramente se tratara de una ventaja salarial oculta.
—Les he dicho todo lo que sé. Ya estuvo usted aquí antes y no tengo nada que añadir.
Hablaba lenta y claramente, con una sonrisa forzada, pero sus ojos, detrás de la montura negra de las gafas, se mostraban gélidamente grises.
—Comencemos por el principio. ¿Dónde se encontraba la noche del 15 de junio?
—Ya se lo he contado. Estuve dando una charla sobre alergias en el salón de congresos. Fui directamente hasta allí desde mi trabajo. Al terminar mi intervención me tomé una cerveza con un par de colegas y luego me dirigí a casa, donde llegué justo antes de medianoche. Eran probablemente las doce menos cuarto. Mi esposa podrá confirmarlo. También mis amigos. No comprendo cuál es el problema. Basta con verificar mi información.
—Ya lo hemos hecho. Su esposa dice que estaba dormida y no recuerda a qué hora llegó usted a casa. Sus amigos tienen versiones no del todo coincidentes sobre el momento en que se separó de ellos —señaló Maria, luego se inclinó hacia Sam—. ¿Tiene usted algo que ver con el asesinato de Linn Bogren?
—Pero ¿qué coño está diciendo? ¡En absoluto! Éramos compañeros de trabajo. Nos llevábamos bien…
Sam Wettergren ya no podía estarse quieto en la silla y la echó para atrás, las ruedas chirriantes sobre el suelo. Con la mirada perdida se levantó y se dirigió hacia la ventana, colocándose de espaldas a ellos.
—Linn le llamó por teléfono a las 22.01 y poco después de la medianoche ya estaba muerta. ¿De qué hablaron?
Maria observó cómo Sam Wettergren encogía el cuerpo tras sus brazos cruzados.
—Eso no es asunto suyo. Debo guardar secreto profesional. En mi calidad de responsable de personal…
—Usted y yo sabemos que no es así. Estamos hablando de un asesinato. Eso anula las obligaciones derivadas del secreto profesional. ¿De qué trató la conversación?
—Mantenía una relación con una paciente —dijo Sam, sin añadir nada más.
—Sara Wentzel —informó Ek.
—Veo que están al tanto. Tenía la intención de hacerlo público, de contar la verdad. Quería que yo fuera el primero en saberlo para poder prepararme en caso de que hubiera problemas. Una actitud considerada. Así era ella, Linn. Una buena persona y una excelente enfermera. Manteníamos una estupenda colaboración.
—Recientemente elaboraron juntos un estudio. Cuéntenos.
—A Linn siempre le interesó la medicina alternativa. Comprendo que pueda parecerles un poco chocante. Suele considerarse que los que nos desempeñamos dentro de la medicina clásica hemos de atenernos a la ciencia, y eso es justo lo que yo hago. Mi intención es evaluar los tratamientos de medicina alternativa de una manera científica, aceptar o rechazar estos métodos con el fin de hallar vías nuevas y mejores para tratar a los pacientes. Decidimos estudiar si los esteroides vegetales tienen algún efecto. De ser así, podrían servir de apoyo al tratamiento que proporcionamos e, incluso, ofrecer una alternativa a los pacientes que padecen efectos secundarios nocivos por culpa de la cortisona.
—¿Finalizaron el estudio?
—Lo presenté en la asamblea de médicos de este año, y despertó un gran interés. En Alemania y Holanda, donde hay una actitud más abierta hacia los métodos menos convencionales, ya existe un importante mercado para este tipo de compuestos. Los pacientes han dejado de aceptar la idea de que es el médico quien sabe lo que mejor les conviene. Quieren tener la posibilidad de escoger ellos mismos entre una plétora de tratamientos donde el médico ejerce de asesor y no de Dios Padre personificado.
—¿Qué significa este éxito para usted? —inquirió Maria mientras advertía cómo Sam se relajaba y bajaba la guardia.
—Nada. Lo hago por ayudar a que las personas enfermas puedan tener una vida más llevadera.
—¿Estuvo en casa de Linn la noche en que falleció? —preguntó Maria en un tono suave y en voz baja.
—Pasé de camino a mi casa desde el bar. Quería charlar un poco con ella. Pensé que tal vez estuviera despierta. La puerta de la valla se encontraba abierta y la de la casa no tenía el cerrojo echado. La llamé en voz alta pero no obtuve respuesta.
—¿Qué tema quería tratar? Debe de ser algo en concreto para ir a casa de una mujer que está sola en plena noche. ¿Se sentía celoso? —preguntó Ek reclinándose sobre la camilla y observando fijamente la cara de Sam.
—Amo a mi esposa. Nunca tuve más que una relación puramente profesional con Linn Bogren. Fui a recoger el ordenador del trabajo. Lo necesitaba para lo que iba a hacer al día siguiente. Mi portátil estaba estropeado y ella tenía todo el material en el suyo.
Ek lanzó un silbido.
—¿Lo encontró?
—No, al no responder cuando llamé a la puerta seguí mi camino. Pensé que quizá se había dejado el ordenador en el trabajo. Y así había sido. Lo tenía guardado bajo llave en su oficina de la consulta.
—A la que usted tiene acceso… —intervino Maria.
—Hay una llave maestra —respondió Sam desenfadadamente.
—¿Le importaría mostrarnos el estudio para que podamos echarle un vistazo juntos? Parece enormemente interesante —solicitó Maria con una sonrisa deslumbrante que fundió a Sam Wettergren. Este abrió el informe tras varias pulsaciones en el teclado y procedió a explicarles, pacientemente, las distintas columnas y diagramas.
—¿Por qué se vio impelido a buscar el ordenador de Linn en mitad de la noche? ¿No pudo haberlo recogido al día siguiente o pedirle a ella que se lo llevara al trabajo si lo tenía en casa? —preguntó Maria acercándose y mirándole fijamente. No pensaba dejarle escapar.
Sam dio entonces una rápida zancada hacia la puerta y Ek se levantó para bloquearle el paso.
—¿Por qué?
—Sí, ¿por qué demonios lo hice? —repuso Sam dejándose caer de nuevo en su asiento—. Supongo que porque estaba borracho. Me enzarcé en una disputa en el pub acerca del estudio con un par de colegas y necesitaba a alguien con quien hablar. Mi esposa no entiende de esas cosas, pero Linn sí.
—¿De qué trataba esa disputa? —insistió Maria.
—De envidias, por supuesto. No hay una envidia peor que la académica.
—¿Qué tipo de objeciones le plantearon?
Maria notó cómo el enfado del médico iba en aumento, lo cual era positivo. Tal vez había bajado sus defensas.
—Sostenían que el material no era lo suficientemente amplio como para que el resultado fuera relevante. Varios de los pacientes abandonaron el proyecto al darles diarrea. Un mínimo revés y desisten, aunque les pudiera haber ayudado a la larga. A veces la gente no comprende lo que es mejor para ellos. Sin embargo, el estudio contaba con una base suficiente. Fue únicamente por malicia que pusieron en tela de juicio el resultado.
—¿Sabía Linn que iba a ir?
—No, fue un impulso. Ya les he dicho que no estaba sobrio.
—Antes de visitarle nos tomamos la libertad de echar un vistazo a sus cuentas bancarias —señaló Maria mientras sacaba una copia de los documentos recibidos de la entidad bancaria de Sam Wettergren—. ¿Qué puede decirnos acerca del ingreso de 153 000 coronas procedente del fabricante del compuesto empleado en el estudio?
—Fue para cubrir mis gastos.
—¿Gastos por un valor de 153 000 coronas? No precisamente en lápices y gomas de borrar… —terció Ek tamborileando con sus dedos sobre el marco de la puerta.
—Eso no es asunto suyo. He tributado por ello y no puedo decir que me quedara mucho. Todo ha sido declarado. No tengo nada que ocultar —repuso Sam Wettergren consultando deliberadamente su reloj de pulsera—. Tengo un trabajo del que hacerme cargo. Hay pacientes esperando.
—Muy bien. Le dejamos por esta vez. Un par de preguntas más y habremos terminado. ¿Conoce a un hombre llamado Harry Molin? Puede tratarse de un paciente suyo.
—Harry Molin… Así a bote pronto no me suena, aunque no puedo excluir la posibilidad de que haya estado aquí. En cualquier caso, no lo recuerdo.
—¿Qué hizo usted con el dinero? Puede apreciarse también que ha desaparecido de la cuenta. ¿Ha estado haciendo obras en casa, ha viajado a algún sitio, pagado algún préstamo…?
—Llevo veinte años sin realizar reformas en casa. ¿Cómo puedes encontrar tiempo para hacerlo si trabajas tanto como yo? El dinero lo he repartido entre mis hijos. Son estudiantes y no quiero que pidan préstamos estudiantiles al Estado. Tengo numerosos gastos domésticos.
—Una última pregunta antes de solicitarle una muestra de saliva —añadió Maria mientras sacaba un juego de bastoncillos de algodón de su cartera—. ¿Qué opinaba de la relación de Linn Bogren con Sara? ¿Cómo lo hubiera gestionado de estar viva en estos momentos?
—Soy el jefe y debo actuar con justicia. Naturalmente, la hubiera despedido de no optar ella por dejar su puesto de forma voluntaria. No importa que sea hombre o mujer. A los empleados de una institución sanitaria no les está permitido mantener una relación con un paciente. La habría denunciado al comité disciplinar de los servicios de salud. En caso de que Sara Wentzel hubiera presentado una denuncia contra ella, esta podría haber derivado en un proceso civil. Debo tratar a todos por igual, con independencia de mi opinión sobre ellos o de su orientación sexual. De lo contrario, se socavarían mis funciones como responsable —argumentó Sam. Acto seguido Maria le entregó un bastoncillo que el médico examinó con atención—. ¿Qué es esto? ¿Una prueba de ADN? ¡Maldita sea! No he sido yo. ¿Le han preguntado a su esposo acaso? ¿Le han investigado? Si había alguien que tuviera motivo para molerla a palos, ese era él, ¿no creen?
—¿Eso es lo que piensa?
—Claro que ha sido él. Ustedes también lo saben.
—Por favor, tome el bastoncito y frótelo contra el interior de la mejilla —instó Maria, recibiendo de Sam una mirada furibunda, lo que no le impidió obedecer su solicitud—. Y manténgase localizable —agregó mientras giraba el palito de algodón sobre el círculo de la tarjeta FTA y cubría la muestra.
—¿Qué piensan hacer con el ordenador?
—Nos lo llevamos prestado una temporada —explicó Ek—. Somos conscientes de que es propiedad de la diputación provincial y lo devolveremos en el mismo estado en que lo recogimos. Dese por satisfecho de que no nos lo llevemos a usted también confiscado.
Sam les clavó entonces la mirada con un odio que hubiera provocado la autoignición de un bunker de hormigón, pero no dijo nada hasta que no hubieron cerrado la puerta tras de sí. Fue entonces que oyeron la retahíla de improperios.
—¿No crees que debíamos habérnoslo llevado? —preguntó Ek.
—Le he puesto bajo vigilancia. Vamos a ver lo que hace cuando nos vayamos.
Ek se encaminó hacia el puesto del conductor, pero Maria fue más rápida. Se sentó tras el volante y Ek se vio forzado a rodear el coche para situarse en al asiento del acompañante. Típico de Ek que siempre diera por supuesto que era él quien debía conducir, pensó Maria.
En el mundo virtual había aprendido a encajar los acontecimientos inesperados con rapidez y un enfoque estratégico. En dicha dimensión, las expresiones emocionales eran escasas y comprensibles: miedo, odio, euforia. Más emociones resultaban innecesarias. Había una serie de reglas que todos debían respetar. Las consecuencias eran obvias. La vida real, por desgracia, no era tan predecible. En esta, la estupidez desempeñaba un papel inaceptable. ¿Cuántas variables inverosímiles, capaces de reducir y priorizar, no posee la idiotez en comparación con la inteligencia y el sentido común? ¿Cómo puede uno prever una situación cuando la gente hace cosas que no le conviene, cuando actúa en función de algo tan patético e irracional como la compasión y el amor? ¿Cómo se le puede ocurrir a nadie hacer algo por otra persona cuando uno mismo sale perdiendo con ello? La idiotez en sí era tan provocadora que debía repetirse y estudiarse nuevamente. Estas preguntas frágiles, aún no del todo formuladas, precisaban de una respuesta: ¿cuánto valía yo para ti? ¿Qué puedo costar ahora?
Linn fue un error, pero suponía una ficha que podía aprovechar en el juego que él había iniciado. Encontró la memoria USB en el bolso del vestíbulo. Tendría que haber sido más cuidadosa con ella. Y también consigo misma.