Maria comenzó la mañana con una madrugadora sesión de ejercicio en el gimnasio de la jefatura. Afortunadamente, era la única persona en el local. Caminando sobre la cinta dio rienda suelta a su frustración, rabia y preocupación. El contagio. Pudo advertir el miedo en los ojos de la enfermera al realizarle las pruebas, el tenue temblor de la mano difundiéndose a la aguja. Sus ojos la delataban, aunque su voz permaneciera calma e inspirara confianza. Seguro que en ocasiones el paciente no se quedaba quieto, la aguja cambiaba de dirección y penetraba en el guante de látex. Tres meses interminables de espera para la primera respuesta. El personal sanitario se expone a ese riesgo en cada análisis. Los policías también conviven con el riesgo de resultar gravemente heridos en acto de servicio. Maria pensó en sus hijos, Emil y Linda. ¿Qué iba a ser de ellos si enfermaba de gravedad y, tal vez, no viviera para contarlo? En ese caso, Krister se haría cargo de ellos a tiempo completo; él, que apenas podía cuidar de sí mismo, un adolescente revenido y temperamental que precisaba constantemente de aprobación y debía satisfacer de inmediato sus necesidades, del tipo que fueran. Era de la opinión de que los niños podían arreglárselas solos en casa por la noche, aunque Emil solo tuviera diez años y Linda siete, si le daba por salir una noche y quedarse a dormir en casa de una nueva «amiga». No se molestaba nunca en ayudarles con los deberes. Eso le correspondía al colegio. Y si los niños debían llevar una bolsa con comida, que se la prepararan ellos mismos. No mostraba interés por atenderles, ni siquiera cuando estaban enfermos. Consideraba molesto eso de las reuniones de padres, llevar a Emil a los entrenamientos de fútbol o asistir a sus partidos. Las semanas alternas se habían convertido en fines de semanas alternos, y ahora intentaba también negociarlo a la baja. Viernes por la noche hasta lunes por la mañana había pasado a ser sábado al mediodía hasta domingo por la noche.
Maria levantó todo el peso de su cuerpo en la barra de hierro en posición de equilibrio, descendió y volvió a alzarse a un ritmo endiablado. Si estaba infectada lucharía por vivir el máximo tiempo posible, batallar y cuidarse bien, aunque tal vez nunca más se atreviera a hacer al amor con nadie. Nada puede brindarte una protección al cien por cien, la garantía de no infectar a otros. Esa idea la descorazonó. ¿Qué iba a pasar con ella y Per? ¿Se arriesgaría él a tocarla de nuevo?
Y, en caso de encontrarse sana, ¿qué le pediría a la vida entonces? ¿Vivir con Per? ¿Se mudaría Per con ella, a su casita amarilla de Klinten? ¿Lo deseaba él? Era su casa y la había decorado a su gusto. ¿Dónde se quedarían los hijos de Per cuando los tuviera, cada dos fines de semana? Tendrían que compartir habitación con Emil y Linda, lo cual provocaría de inmediato un conflicto. Tal vez tuviera que vender su querida casa y luego ni siquiera pudieran convivir. Por cada día que pasaba, Maria se sentía menos segura de que Per fuera capaz de apostar plenamente, de una vez por todas, por una vida juntos. En realidad les iba bastante bien, a ella y a los niños, viviendo solos sin que nadie se inmiscuyera en sus vidas, pero, una vez que se habían dormido los pequeños, se hacía presente el sentimiento de soledad. Si Per le decía que la amaba, si realmente lo hiciera, ningún obstáculo sería insuperable. Encontrarían el modo.
Maria trató de hacer abdominales, pero desistió. Todavía el dolor hacía que se le nublara la vista. Fue a coger un par de pesas y realizó su programa de entrenamiento habitual mientras en su mente apartaba a un lado sus miserias privadas y se preparaba para la jornada de trabajo. El día anterior habían estado buscando a Harry Molin. Maria reaccionó al ver las flores de su jardín. En él crecían lirios de los valles, dicentras y nomeolvides, flores de las que carecía el jardín de Linn. Sin embargo, Erika había encontrado trocitos de justamente esas plantas en el suelo, al lado de la puerta del dormitorio, y en la escoba. Además, cuando hallaron a Linn Bogren en la Colina del Templo, portaba en la mano un ramo de lirios de los valles. Con toda probabilidad habían sido recogidos en el jardín botánico. Sobre el simbolismo propiamente dicho de esas flores para el asesino solo podían especular.
Maria fue a ducharse, abrió el grifo de agua fría y soportó el tormento, que le brindaba una especie de contraofensiva para su angustia. Mientras se frotaba pensó en Ulf, el padre de Linus. Le había vuelto a llamar el día anterior, ya entrada la noche. La conversación fluctuó entre la agresividad denunciadora y el llanto desolado. «¡Tienen que hacer algo! ¡Algo debe suceder!». Maria se sentía realmente preocupada. Había que encontrar a los culpables antes de que él lo hiciera.
Se sirvió una taza de café solo y subió por las escaleras camino de su despacho. Al pasar por la puerta de Hartman, advirtió que este ya había llegado y se encontraba delante del ordenador. Maria entró y se sentó silenciosamente en el asiento de enfrente.
—¿Te has enterado de lo que pasó anoche? —le preguntó Hartman.
—¿Anoche? —contestó Maria con un gesto interrogante. Hartman resumió rápidamente lo del macabro hallazgo en casa de Arvidsson.
—¿Se ha ahorcado Harry Molin en casa de Per Arvidsson, nuestro Per Arvidsson? De hecho, ayer mismo por la noche me planteé que forzáramos la puerta de Harry, pero decidí que se podía esperar hasta hoy. ¿Y ahora él está muerto? —preguntó Maria profundamente conmocionada—. ¿Cómo se encuentra Per?
—Está bien, creo —respondió Hartman hundiendo la vista en su pila de papeles.
—¿Qué es? ¿Qué no me estás contando? Venga ya, Tomas, nos conocemos desde hace mucho. Algo pasa. ¿Me dejas ver el acta del interrogatorio? Yo también formo parte de la investigación.
—Muy bien —contestó Hartman tendiéndole de mala gana el interrogatorio de Per Arvidsson. Resultaba inevitable. No podía proteger a ninguno de los dos. Observó en tensión el rostro de Maria mientras esta leía. El detalle no se le pasaría por alto. Pudo observar cómo su expresión se transformaba de concentrada a dubitativa, y luego a estupefacta, cuando comprendió dónde había pasado la noche Per. En casa de Rebecka.
—Discúlpame un momento. Tengo que hacer una llamada —dijo Maria.
Maria desapareció de la habitación antes de que Hartman tuviera tiempo de reaccionar. Llamó al número de Per. Sin respuesta. Entonces tendría que comprobarlo con Rebecka. La verdad. Solo quería la verdad.
—Rebecka Arvidsson al habla.
Por su voz, parecía contenta y desenfadada, como si acabara de reírse de algo realmente divertido.
—Soy Maria Wern. Llamo de la policía. Quería verificar una coartada en relación a la noche de ayer…
—Per… Sí, durmió aquí. Es un decir, porque pegar ojo tampoco pegó mucho —respondió Rebecka con una risa tonta—. Creo que hemos arreglado lo nuestro y eso es bueno para los niños.
Maria preguntó sobre el horario exacto y lo anotó automáticamente en el papel que tenía delante, como un robot, mientras el zumbido del ventilador del techo le taponaba los oídos y le comprimía el cerebro.
—Les deseo suerte —repuso Maria en un tono totalmente inexpresivo, apenas un seco susurro.
Colgó el auricular y se cubrió el rostro con las manos tratando de reprimir el llanto. No quería que la voz le fallara si iba a llamar a Per. Entonces sintió sobre su hombro la mano de Hartman y la esclusa se abrió. Las lágrimas empezaron a recorrer sus mejillas.
—¿Lo sabías? ¿Cuánto tiempo lo has sabido? —preguntó tras haberse recompuesto un poco.
—Desde esta misma mañana. Per se muere de arrepentimiento. Fue un error. Te ama, Maria. Me consta.
—¡Tonterías! Déjame a solas. Bajaré a la reunión con Erika dentro de un cuarto de hora, pero ahora quiero estar sola.
Hartman vaciló junto a la puerta.
—Dale otra oportunidad, Maria. Es evidente que os amáis; se ve de lejos. Escúchale.
—No, ya he tenido bastante. Ya basta. Durante toda su enfermedad le he sido fiel y le he escuchado. Era él y solo él. No había espacio alguno para mis necesidades y mis anhelos. He estado esperando y confiando en su recuperación. Ahora, por lo que parece, no se siente tan mal, ¿y qué hace? Se ha terminado. Se me ha acabado la compasión y nunca más habrá nada entre Per y yo.
—A pesar de todo, espero que seáis capaces de trabajar juntos.
—Veremos. Ahora márchate.
Una vez que Hartman hubo abandonado la habitación, Maria reparó en su estremecimiento. Los dedos le temblaban al marcar el teléfono de Per. Tenía que oírselo decir a él mismo, que le había sido infiel con su esposa… ¡Con su esposa! Resultaba ridículo. Aún no se había completado el divorcio, pero moralmente suponía una traición.
—Hola, soy Maria. ¿Qué tal?
—Te has enterado, ¿verdad? Harry Molin apareció colgado del cuello en mi salón. Le corté la cuerda sin saber si todavía vivía. La soga era mía, el lazo lo había preparado yo mismo, por si no me quedaba…
—¿Cuándo te lo encontraste? —preguntó Maria, aunque ya lo sabía. Tenía que darle la oportunidad de explicarse.
—Esta mañana.
—¿Esta mañana? Pero ¿no viniste con el barco de ayer por la noche?
—Puedes leerlo en el interrogatorio. Estuve en casa de Rebecka, pero no es lo que piensas. Te amo, Maria. No pasó nada… —alegó desordenadamente Per en su defensa. No quería mentir a Maria, pero tampoco hablarlo por teléfono—. ¿Podemos vernos y conversar?
—Según Rebecka, sí que pasó algo. No me mientas, Per, no me lo merezco. Quiero oír la verdad.
—Me emborraché y acabé en su cama, pero no significó nada para mí. No tiene nada que ver con nosotros. Te amo, Maria.
—Claro que tiene que ver. Me ha dicho que ibais a intentarlo otra vez, a comenzar de nuevo, y os deseo suerte.
—No, no lo vamos a hacer. Maria… yo… Perdón. Te quiero.
—Si dices que me amas y tu amor no vale más que eso, entonces no significa nada. Se ha acabado, Per. No creo que sea capaz de superar esto. Lo mejor que puedes hacer es mantenerte apartado de mí a partir de ahora.
—Maria…
—Te lo digo en serio. Déjame en paz.
No hablaba llevada por la cólera, sino con su voz más serena. Sentía como si no estuviera dentro de su cuerpo, como si otra persona fuera la que hablara a través de su boca. Tenía los músculos rígidos. Los hombros se le habían agarrotado en posición alzada y apenas fue capaz de mover el brazo para colgar el teléfono.