Capítulo 23

Había más gente de la habitual en el transbordador de la isla de Gocia. La aglomeración humana en las escaleras resultaba irritante. Arvidsson fue uno de los últimos en abandonar el barco con su coche tras una travesía bastante movida. Si no se hubiera equivocado de camino al regresar le habría dado tiempo a coger el barco anterior. Ahora ya eran más de las doce de la noche y el cuerpo le dolía de cansancio, lo cual nunca le había ocurrido antes. Hasta que ese agotamiento se instaló en su vida tras la herida de bala, podía permanecer despierto hasta altas horas de la madrugada sin tener que pasar el día siguiente en la cama. Ahora percibía claramente dónde estaba su límite, viéndose obligado, con demasiada frecuencia y en contra de su voluntad, a economizar esfuerzos. Ya podía imaginárselo: al día siguiente era poco probable que pudiera levantarse antes de la hora del almuerzo, por muy necesario que fuera. Detestaba no ser dueño de su propio cuerpo, no tener ya control sobre él. No quedaba otra que conformarse y sacar lo mejor de la situación.

Rebecka le había vuelto a llamar cuando estaba en la cola del transbordador. Había tratado de dar con él toda la noche, pero había tenido el teléfono apagado. Estaba realmente desolada y él puso todo de su parte por consolarla, aunque sus lamentos hicieran que se le estremeciera el cuerpo. Trató de calmarla y poner fin a la conversación, pero no había forma de detenerla.

—¿No puedes acercarte mañana tras el trabajo y cenar con los niños y conmigo? —le había preguntado con un tono tan lastimero que él acabó cediendo, aun sin saber si tendría fuerzas para ello. Su voz era dulce y cautivadora—. Me encantaría que vinieras. No tienes que hacer nada más que estar con ellos. Te echan mucho de menos.

Y él se lo había prometido. Más tarde, en la soledad de la cola, le invadieron los recuerdos. De cuando conoció a Rebecka en la estación de tren de Örebro. Parecía que hubiera pasado toda una vida. Una aparición tan bella como la muchacha de los paquetes de uvas pasas, con su largo y ondulado pelo moreno y sus grandes ojos azul oscuro. Quedó totalmente obsesionado por ella, pero el secretismo que en un principio le pareció tan atractivo ocultaba un abismo que nunca hubiera podido sospechar. Ella estaba casada, vivía bajo una identidad protegida y escapando de un hombre que quería hacerle daño. Antes de entender la magnitud del problema, acogió bajo su amoroso manto a los hijos de aquel hombre. Desde ese momento quedaron unidos para siempre. A tus hijos nunca puedes renunciar. Tuvieron otro más y, justo entonces, cuando parecía que podrían llevar una vida de familia normal, se reencontró con Maria Wern. Esa Maria, que tan desesperadamente había amado desde el momento en que, como agente en prácticas, plena de energía y ganas de trabajar, se convirtió en su compañera de oficio. Ella estaba casada y se negaba a renunciar a su matrimonio disfuncional. Decía que por el bien de sus hijos, lo cual él comprendía. Cuando coincidieron de nuevo aquel verano en Gocia, ella acababa de separarse de su esposo, pese a todos los intentos de recomponer su relación. Fue un reencuentro vertiginoso. Se sentían atraídos mutuamente con una fuerza que era imposible de resistir. Tantos años de añoranza… Él se había debatido entre su amor por Maria y sus remordimientos de conciencia, pero estaba dispuesto a romper para poder vivir con Maria. Cuando se lo contó a Rebecka, resultó que ella también había estado en secreto con otro, en una relación que se había desarrollado medio año a sus espaldas. Así de mal estaban las cosas. Habían hablado mucho sobre el tema. Rebecka afirmaba no atreverse a apostar todo a una carta; que nunca lo había hecho. No podía amar a un solo hombre. Necesitaba diversificar los riesgos para no quedar hecha pedazos si la cosa terminaba. Así se lo había explicado, y él no pudo por menos que compadecerse de ella. Ahora, su nuevo hombre se había largado y pensó que esa Rebecka orgullosa y segura de sí misma había pasado a ser como un niño abandonado, una jovencita mocosa que él deseaba apartar de su existencia. Lo único que le pedía a la vida era poder llegar a casa y dormir. Los ojos le escocían de cansancio y le lagrimeaban tanto que tuvo que frotarse la cara para poder ver la carretera. Pasó cerca de la feria de muestras y aparcó el coche junto a la Torre de la Pólvora. Las olas golpeaban con vigor contra el muro de hormigón. Durante un breve instante le pareció oír en mitad del estruendo un chillido de mujer. Se acercó al borde y examinó la negrura de las aguas. Era tan fácil imaginarse cosas. La leyenda de la esposa del mar, sedienta de venganza contra su amado, está firmemente arraigada en la conciencia colectiva y es, en muchos aspectos, verdadera. Son innumerables las personas que han sido arrastradas por las corrientes submarinas, pereciendo asfixiadas. La tormenta hace resonar sus voces y la ira de las olas les permite protestar contra una vida tan injustamente breve.

Per se quedó un rato observando el agua que se disgregaba sin cesar en nuevos espejos donde reflejar a la luna. Era un espectáculo hermoso, dramático y, al mismo tiempo, tan desolado… No quería regresar a la soledad de su hogar. Añoraba en ese preciso momento unos brazos cálidos y sin exigencias. Sentía como si se hubiera enfrentado cara a cara con la muerte y esta le hubiera preguntado si había algún elemento luminoso en su vida. «El tiempo se te escapa de las manos y tú vas por la vida dando tumbos, indeciso, sin amar, sin sentir otra cosa que autocompasión. Tal vez debiera sustituirte por alguno de esos infelices a los que se les ha arrebatado la vida cuando tenían la voluntad de amar». Justo en el momento en que Per logró desembarazarse de esos incómodos pensamientos volvió a llamar Rebecka.

—Wilma tiene otra vez inflamada la garganta y 39,5 de fiebre.

—¿Cómo es de grave? ¿Tenéis que ir al hospital?

—No lo sé. Quizá. Despertar a Tomas para llevármelo es un verdadero engorro y no lo puedo dejar solo en casa. ¿No podrías venir? —preguntó, aunque esta vez sin llorar, en una súplica serena y meliflua. Él terminó aceptando, aunque ya de camino para casa de ella se arrepintió. Pero una promesa es una promesa.

Per fue directo a la habitación de la niña para ver cómo se encontraba. Se inclinó hacia ella en medio de la oscuridad y escuchó su respiración. Wilma dormía plácidamente en su cama. Tocó su frente y estaba templada. Miró entonces a Rebecka con cara interrogante.

—La fiebre ha remitido. Le he dado un antipirético. Quería que vinieras para poder yo dormir aunque sea una hora. La cosa se ha calmado pero necesita estar vigilada.

Rebecka había encendido unas velas en la mesa de la sala de estar y tenía preparado un vaso de vino para él. Le indicó con un gesto que se sentara en el sofá y le insinuó que después de haberse dado tanta prisa le vendría bien, que podía permitirse un vaso aunque tuviera que coger luego el coche de vuelta a casa. Añadió que el vino tenía un delicioso sabor especiado.

Per Arvidsson sintió cómo se desinflaba por completo. Había llegado a preocuparse de verdad; ahora el peligro había pasado. Le asombró la rapidez con que todo ocurrió.

—Quiero que me abraces. Me siento tan sola… Solo un abrazo, nada más —dijo ella sentándose muy pegada a Per, acariciándole luego la espalda sin pronunciar palabra. Caricias suaves… Él le puso el brazo sobre los hombros y los estrechó. La inquietud salvaje dio paso a la calma, una sensación de sosiego y melancolía.

—¿Cómo pudo la vida depararnos esto, Rebecka?

Ella posó un dedo sobre los labios de él. No quería hablar. Per sintió el aroma de su perfume, tan asociado al deseo. El cuerpo recuerda. Había pasado tanto tiempo desde que no hacía el amor con nadie. Un antidepresivo se lo impedía y había apartado a un lado sus necesidades sexuales para, poco a poco, salir del infierno y empezar a vivir de nuevo. Su honor le exigía ganarse el pan de cada día… Ahora le habían sustituido el antidepresivo por un nuevo compuesto que, repentinamente, le hizo recuperar el deseo. Sentir la reacción de su cuerpo le llenó de alegría, incluso de euforia. Bebió la segunda copa de vino que Rebecka le sirvió sin reparar en otras consideraciones. La mujer acariciaba sin descanso su espalda y su otra mano fue a parar, como por casualidad, sobre el muslo de Per al inclinarse para llenar su propio vaso de vino, rozándole con su pecho. No retiró la mano, sino todo lo contrario: cada vez se abalanzaba más sobre el regazo de él. Llevaba un suéter muy escotado. El calor iba propagándose verticalmente hacia su foco. La mejilla de ella se encontró con la de él y sus suaves labios fueron ascendiendo desde el cuello hasta la boca mientras la mano que descansaba sobre el muslo comenzaba a explorar. Y luego fue una protesta poco enérgica.

Al despertar la mañana siguiente en el lecho de Rebecka, sus remordimientos de conciencia le provocaron ganas de chillar a pleno pulmón. La nítida certidumbre de que había traicionado a Maria le llenaba de deseos de largarse de allí, rebobinar y deshacer lo ya hecho. ¿Cómo pudo permitir que sucediera? Tan sencillo e insignificante… ¿Qué importancia se concede a cada relación sexual cuando tienes pareja? Ni siquiera te acuerdas de ellas en el día a día, al menos no de un modo específico. A menudo se trata de un método habitual para relajarse y dormir. Entonces, ¿por qué una sola infidelidad con Rebecka era todo un mundo? ¿Por qué era tan importante si ocurría antes o después de una ruptura? Per examinó detenidamente sus argumentos. No, resultaba imposible trivializar lo que acababa de hacer. Solo quería marcharse de allí derecho a casa. Rebecka dormía como un lirón, su abundante pelo ondulado cual negro mar encrespado sobre la almohada. Tenía la boca entreabierta y una gota de saliva colgaba de una de sus comisuras. Al abandonar Per la cama, ella balbuceó algo en sueños y se dio la vuelta dejando al descubierto sus senos. Per se puso la ropa lo más silenciosamente posible, pero, cuando se disponía a salir de la habitación, Rebecka extendió el brazo en su busca.

—Gracias —le dijo apretándole la mano y rechazando con la cabeza su invitación tácita tras levantar ella con la otra el edredón para que volviera a meterse en la cama.

Su cuerpo lucía hermoso y atractivo, pero la mala conciencia llevó a Per a desistir. No habría continuación. Advirtió la tristeza de ella pero no tenía fuerzas para detenerse a hablar del tema. Solo quería huir y borrar lo sucedido, pero Rebecka era de otra opinión. Probablemente más le valía expresar con claridad su posición.

—Lo que ocurrió anoche no volverá a repetirse nunca. Es algo entre tú y yo, y espero que seas capaz de guardarlo como un secreto —dijo Per creyendo ver en los ojos de ella un parpadeo que interpretó como un sí. Seguramente pensara que era cobarde y traicionero, pero no se sentía con ánimo para discutir su relación en ese momento.

En la mesa de la sala de estar había dos botellas de vino vacías, que probablemente Per se había bebido en su mayor parte. Tenía el coche aparcado en la calle. El amanecer se presentaba gris y frío y una fina llovizna caía sobre el parabrisas. Arrancó el vehículo y accionó el limpiaparabrisas. Tras calcular la cantidad de alcohol consumido y dividirlo por las horas que había tenido para digerirlo, decidió dejar el coche y volver a casa a pie. Sentía una gran confusión de emociones. Al tiempo que se maldecía por lo sucedido no podía dejar de congratularse de su recuperada virilidad.

La lluvia arreció y Per Arvidsson aceleró el paso al sentir cómo la humedad y el frío le calaban los huesos. No eran más que las seis y media y no se veía un alma en la ciudad. La única persona que se cruzó fue un cartero en bicicleta y una señora mayor con un caniche. ¿Se lo contaría a Maria? ¿Podría perdonarle alguna vez? Cada vez que ella cariñosamente había intentado seducirlo, él la había rechazado sabiendo que no era capaz de lograr una erección. Maria había mantenido su afecto hacia él, esperándole fielmente, afirmándole que no pasaba nada, que se contentaba con su proximidad. ¡A la mierda con todo! Por supuesto que era importante que fueras o no capaz. Y ahora que por fin había recuperado su función, él lo echaba todo a perder. Maria no querría verle nunca jamás. Tal vez ni siquiera fueran capaces de trabajar juntos. ¿Cómo pudo hacer algo tan jodidamente estúpido? Era muy consciente de que Rebecka deseaba que volvieran y, a pesar de todo, cayó de cabeza en la trampa.

Si se lo confesaba a Maria estaba perdido, pero si no lo hacía… quizá nunca se enterara. ¿Se puede vivir una vida feliz sin contarse todo uno al otro? Ahora que sabía que el cuerpo le funcionaba podría darle todo lo bello que ambos habían anhelado. Ahora sería capaz de mirar a la muerte a la cara y decirle que merecía estar vivo por el hecho de desear vivir y morir. Pensó en la soga colgada en el vestíbulo y en el gancho que había montado en la sala de estar. A pesar del trance en que se encontraba en ese momento, la idea de quitarse la vida se le antojó infinitamente lejana. Ya no contemplaba la muerte como una salida. Probablemente estaba sanando, lo cual, en medio de su desgracia, aunque no le llenara de alegría, sí que le aligeró el ánimo. Decidió no contárselo a Maria. Lo ocurrido con Rebecka la noche anterior fue un accidente, a fin de cuentas positivo, porque le permitió saber que ya era capaz. No se debe desperdiciar la vida, cada uno por su lado, cuando se sabe que uno pertenece al otro y que el amor es mutuo.

La lluvia se intensificó aún más, pero Per no buscó refugio en su recorrido por las calles. Deseaba llegar a casa. Nada más entrar por la puerta llamaría a Maria para oírle decir que le amaba, que quería que fuera suyo. Buscó la llave en el bolsillo pero, para su sorpresa, se encontró con la puerta de entrada abierta de par en par. Intuyó algo raro y rodeó la casa hasta la parte de atrás. La ventana de la puerta de la terraza estaba hecha añicos. En el suelo, bajo el farol de la puerta, relumbraban trozos de cristal. La puerta exterior se hallaba entreabierta. Cogió un palo del suelo y la abrió por completo para poder observar el interior. No cabía duda de que alguien había entrado por la fuerza. La puerta no se abría del todo, obstaculizada por algún objeto. Habían movido la estantería de libros y el mueble del equipo de música estaba torcido y corrido hacia el interior de la habitación. Los cojines del sofá se hallaban en el suelo y la mesa del salón fuera de su sitio. ¡Pero qué demonios era eso! Del gancho del techo, donde antes estuviera la araña de luces, parecía pender un saco. La visión de la persona colgada le golpeó entonces de lleno. Tal vez todavía viviera… ¡Un cuchillo! Per fue corriendo a la cocina y en pocos segundos regresó con un cuchillo del cajón, se encaramó a la mesa, cortó la cuerda y se la aflojó del cuello. Le desabrochó algunos botones. No tenía pulso ni respiración. Durante un instante pensó en realizarle la respiración artificial. La lengua del muerto se veía azul e hinchada, sus ojos inyectados en sangre fuera de las órbitas. La idea de insuflar aire en el cadáver produjo náuseas a Per, que, en su estado resacoso, apenas pudo controlar. Se volvió entonces para, entre temblores, tratar de recuperar el resuello. Seguidamente se incorporó y contempló el cadáver. Tenía el cuerpo rígido y frío. Con toda probabilidad llevaba varias horas sin vida. Solo cuando se hubo calmado un poco le reconoció, pese a la alteración tan grotesca que la hinchazón había infligido en sus rasgos. Era incomprensible, totalmente absurdo. Cuando llamó al número de urgencias no era un policía que comunicaba un hecho, sino un particular atragantándose con las palabras.