Per Arvidsson se acomodó en el salón de popa del transbordador de Gocia y se escondió tras un periódico. No le apetecía encontrarse con ningún conocido, no en ese momento. Tenía que pensar y, en el mejor de los casos, lograr también dar una cabezada. Los viajes escolares ya habían finalizado, pero un bullicioso equipo de fútbol femenino equipado con un reproductor portátil de CD, que reproducía a todo volumen viejos éxitos de los pitufos, llenaba el espacio sonoro por completo. Antiguas canciones con voz de pitufo… Resultaba insoportable. Las chicas se reían a gritos y vociferaban por minucias como bobas estrellas estadounidenses de la televisión. Oh-My-God!. Y su monitor estaba probablemente tan curtido en esas lides que ni siquiera reparó en la molestia que suponían para todo aquel que tratara de descansar un momento.
Rebecka le había llamado a una hora tardía la noche anterior. Había llorado y le había preguntado si podía cuidar de los niños. Necesitaba tiempo para sí misma. Su nuevo amor la había abandonado. Habían tenido problemas durante cierto tiempo, pero no le había contado nada a Per por no molestarle. Resultaba curioso lo poco que le afectaba su separación. Le había traicionado por otro, y ahora le ocurría otro tanto a ella. En realidad, debería regocijarse por su mal, esto es, si hubiera contado con fuerzas para ello. Le explicó que tenía un trabajo que no podía esperar. Ella lloró y suplicó. Él le dijo que no y se sintió como un perfecto mierda. Le hubiera encantado explicar que se trataba de pillar a una persona que había asesinado a un chico de trece años y que había tratado de infectar a Maria Wern, pero dudaba de que Rebecka lo hubiera considerado como argumento suficiente cuando sus propios valores estaban en juego.
Después de perderse varias veces de camino a Ekerö, Per Arvidsson finalmente divisó el centro penitenciario de Svartsjö, una institución de régimen abierto donde el hijo de Jesper Ek cumplía su pena por malos tratos. Recientemente se había producido un brote de tuberculosis en ese lugar, pero si le permitían visitarlo ahora significaba probablemente que el peligro ya había pasado. Había optado por presentarse como un buen amigo, no en calidad de policía. Uno no sabe quién habla con quién ni sobre qué, y Arvidsson quería evitar en todo caso que Joakim se sintiera amenazado y no se atreviera a contar nada.
Resultaba llamativo el edificio blanco del comedor, cuyo techo estaba cubierto por placas solares integradas. Daba más la impresión de ser un colegio que una cárcel. Joakim había puesto como condición que se reunieran al aire libre. No quería que los demás reclusos tuvieran ocasión de ver de cerca el rostro de Arvidsson, precaución que este comprendió. Le había sorprendido que su colega Ek le informara de que tal vez su hijo tuviera algo que aportar a la investigación. Joakim conocía de antes a Maria Wern y sentía cierta debilidad por ella, cosa que Per no le reprochaba. Era imposible que esa mujer te dejara indiferente. El hijo de Ek había montado en cólera al leer en el periódico lo del ataque con una jeringa llena de sangre. Había que aprovechar mientras el hierro aún estaba caliente.
Joakim le aguardaba junto a la carretera. Per Arvidsson aparcó y salió de su coche. Se dieron la mano y comenzaron a pasear en silencio. El sol pegaba de pleno y el heno recién florecido transportaba un aroma a fleo de los prados.
—¿Qué tal te va? ¿Has encontrado ya tu sitio aquí? —preguntó Per lanzándole una rápida mirada de reojo. Joakim parecía tenso; tal vez ya se había arrepentido de estar ahí.
—Si te gusta cortar madera y quitarle las cagadas a los cerdos, con el puto pestazo que echan, entonces el sitio está guay. La principal ventaja es que te dan un ingreso fijo, comida y techo. Eso es algo que yo nunca he tenido antes. Por primera vez en mi vida vivo sin preocupaciones. Haces lo que tienes que hacer y todo está bien. No hay que inquietarse por nada. Si a algún yonqui le da un pronto no es problema mío, sino de los vigilantes.
—Tu padre me ha dicho que estás estudiando —continuó Per dirigiendo a Joakim una sonrisa paternal. Había que establecer una connivencia antes de adentrarse en las cuestiones relevantes. La expresión de Joakim se transformó de inmediato. Lo de los estudios parecía un asunto espinoso.
—Por las mañanas estudio para sacarme el título de primaria —señaló el joven con la mirada esquiva. Per se sintió turbado por solidaridad, sin saber muy bien cómo continuar. Siguieron andando durante un trecho en silencio, el uno junto al otro, hasta que Joakim se detuvo en seco y cambió de dirección—. Cojamos otro camino. Por ahí viene alguien —añadió apartándose de la cara su moreno pelo rizado y dando un empujoncito en el costado a Arvidsson—. Son un par de tíos que conozco. No quiero que le vean.
—Tu padre mencionó que posiblemente sabías algo de la persona que agredió a Maria Wern y al chico de trece años. Un tipo llamado Roy, o algo por el estilo. Me he traído todos los catálogos escolares de Visby que he podido encontrar… ¿Crees que podrías señalarlo si estuviera ahí?
—Lo siento, pero nunca me he encontrado con él. Solo he oído rumores. Un par de tipos con los que me tomé una cerveza en el puerto de Visby. Como sabe, puede pasar medio año hasta que empiezas a cumplir condena. Era una especie de fiesta de despedida. Iba bastante ciego y no me acuerdo de todo. Habían estado con el idiota ese y se pavoneaban de lo que había hecho. No sé quiénes eran. Él era un puto loco —dijo Joakim—. Me dio la impresión de que solo va en verano. Todos le temen. Ese chalado puede hacer cualquier cosa; es como si no tuviera inhibición alguna. Y no porque esté enfadado… Disfruta atormentando a los demás. Es frío como un témpano. Frío de cojones.
—¿Sabes su verdadero nombre? —preguntó Per, temeroso de interrumpir a Joakim una vez que se había arrancado a contar.
—No, y no puedo preguntar a las personas apropiadas porque se coscarían del asunto… Entonces soy hombre muerto. ¿Se da cuenta de lo sencillo que sería encontrarme aquí? ¿Qué piensa que pasaría si se enterara…?
—¿Hay algo más que me puedas ofrecer? ¿Mencionaron alguna otra cosa?
Joakim recapacitó y, tras dudar un instante, añadió:
—Contaron que había estafado dinero a gente. Operaba a través de un cibercafé. Se hacía pasar por distintas mujeres que supuestamente pretendían vender fotos de ellas desnudas o posar por trescientas coronas. Para realizar el pago le pedía a los tipos su número de identidad y que introdujeran una serie de dígitos en el generador de claves que habían recibido de su banco, para indicarle a continuación las cifras que aparecían tras el encriptado. De este modo podía averiguar cómo estaban programados sus generadores de claves y vaciar sus cuentas. Supongo que la mayoría de ellos ni siquiera lo denunciaron. Me dijeron que se había sacado más de dos millones de coronas de esa manera.
—Un joven inteligente. Y peligroso. ¿Te acuerdas de algo más? Cualquier cosa que recuerdes es importante.
—Había otra cosa, una movida realmente morbosa, pero no sé si es verdad. Me dijeron que se había cargado a un pavo con la cuchilla de un cortacésped. ¡Plas, plas! Como si fuera la espada de un samurái —explicó Joakim acompañándose de generosos movimientos de brazo—. Corren rumores, pero nadie sabe si fue él. Nunca pudieron demostrarlo, pero, según los chavales que conocí en el puerto, el borracho iba diciendo por ahí que se había follado a la madre de Roy, que era una puta yonqui que hacía cualquier cosa por dinero.
—¿Sabes quién era ese hombre? —preguntó Per sintiendo un sudor frío en el cuerpo. Estaba tan cerca ahora… tan cerca de un nombre o de un contexto que permitiera identificar y luego detener a ese bastardo.
—Ni idea. Ni siquiera es seguro que la policía supiera cómo se llamaba.
—¿Te dio la impresión de que la madre de Roy estuviera muerta?
—No, uno de ellos la conocía, sabía quién era.
—¿Sabes cuándo? —interrogó Arvidsson tras detenerse para evitar que el ruido de los pasos le hiciera perderse una sola palabra.
—No —contestó Joakim con un gesto de incomodidad—. No sé cuándo ni dónde se cepilló al borracho… Iba ciego y, además, estaba oscuro. Los tipos hablaban como si fueran de tierra firme. Lo siento, pero no me acuerdo de nada más —agregó y se detuvo a continuación—. ¿Cómo está mi viejo?
—Como merece, es decir, bien. Su estancia en el almacén de bicicletas le sentó estupendamente. Ahora está contento de haber vuelto a su antiguo puesto.
—Fue culpa mía, ¿verdad? Pensaban que se chivaría conmigo durante la investigación. Vino aquí a visitarme pero ¡qué coño!, no es fácil encontrar temas de los que hablar…
—Realmente quiere lo mejor para ti. Lo sabes, ¿no es cierto?
Joakim miró hacia otro lado.
—No dispongo de más tiempo para usted. Tengo que deshollinar la caldera de gránulos de madera. Mándele un saludo a un viejo.
—¿Os calentáis con gránulos de madera?
—Pues claro. Aquí somos ecológicos.
—Espera un momento. Quiero mostrarte algo —dijo Per, que llevaba en una carpeta dentro de la guantera las tentativas de retratos robot de Roy y los otros que Maria había realizado con ayuda de un ilustrador. Retratos que diferían según el intento. No recordaba bien y los fragmentos que retenía se fueron difuminando con el paso del tiempo. Sin embargo, según ella, su constitución y porte sí que los podía reproducir, así como la forma de la cara que se dibujaba a través del pasamontañas. Es curioso cómo el cerebro es capaz de eliminar los elementos demasiado desagradables—. ¿Los reconoces? —preguntó Per enseñándole la ilustración, que habían publicado al día siguiente en los periódicos, aunque por el momento sin resultado. Joakim le echó un rápido vistazo desde un lado.
—No al alto. Ese es Roy, ¿verdad? Pero los otros dos podrían ser los muchachos con los que charlé.
Per Arvidsson se sentó en el coche y trató de estructurar lo que había escuchado. Maria había mencionado que los otros dos hombres hablaban con un acento de Västerås, con eles pastosas. Tan pronto como cogió la E20 llamó a Hartman para contarle lo obtenido de la conversación con Joakim.
—La hoja de un cortacésped, un arma homicida inusual. Deberíamos poder sacar algo de eso, ¿no es cierto?
—Trabajemos sobre ello —dijo Hartman—. Estamos buscando también a tu vecino, Harry Molin. ¿Sabes dónde se encuentra? ¿Tenía la intención de irse de viaje? Tú sueles regarle las plantas y recogerle el correo, ¿verdad?
—Lo he hecho un par de veces, pero ya no. ¿Para qué queréis dar con él? ¿Tiene eso alguna relación con el asesinato de Linn Bogren?
—Efectivamente. Estuvo en el lugar de los hechos con sus perros y necesitamos saber cuándo. Quisiéramos interrogarle a efectos informativos.
—No lo conozco muy bien. Es una persona bastante discreta. Se pasa los días en casa y sale a pasear con sus perros. Le gusta la compañía, pero no la de los seres humanos. Probablemente esté bastante solo. Habla siempre de sus enfermedades y te pregunta si conoces a tal o cual doctor. Como yo también he estado de baja por enfermedad es probable que sienta un cierta afinidad conmigo —dijo Per con una risa seca—. Pretendía que creáramos un registro de malas prácticas sanitarias, un sitio web donde figurara el personal asistencial y los pacientes pudieran ofrecer su valoración sobre ellos. La idea también era enviar informes periódicos a los organismos responsables del área de salud.
—Suena como un trabajo a tiempo completo.
—Para él seguro que sí. ¿Cómo le va a Maria? —preguntó Per, arrepintiéndose de inmediato. No se podía explicar su propia reacción. La amaba, ¿no es cierto?, y, pese a ello, el asunto le superaba. No soportaba su vulnerabilidad ni su miedo tras lo sucedido. Le aterraba haberse convertido en una de esas personas que apartan la vista de las miserias de los demás para poder tirar hacia delante con lo suyo.
—Sigue aguantando y luchando. Trata de pensar lo menos posible en que puede estar infectada. Debe de ser un infierno. Aún le quedan más de dos meses para obtener una respuesta preliminar.
—Daremos con él.
—Ojalá pudiéramos dedicar más recursos a ello. Hago todo lo posible para que nos envíen refuerzos del continente, pero la imposibilidad de conseguir más testigos supone un problema. No tenemos mucho sobre lo que trabajar. Tal vez ahora se desatasque el caso si esta pista desemboca en algo.
—Puedes contar conmigo a tiempo completo.
—Tiempo completo no significa las veinticuatro horas del día, Per —señaló Hartman, aliviado y preocupado al mismo tiempo—. Tú mismo tienes que ver dónde está tu límite. No queremos quedarnos sin ti otra vez.
—Yo cuido de lo mío y tú de lo tuyo… —prorrumpió Per en un inesperado brote de irritación. Que uno haya estado enfermo no quiere decir que esté incapacitado. ¿Con qué derecho cree la gente que puede inmiscuirse en tu vida y decirte cómo tienes que vivirla solo por haber sufrido una enfermedad?