Capítulo 20

Jill Andersson rondaba los cuarenta pero poseía el cuerpo de una adolescente. Llevaba vestimenta deportiva y grandes aros dorados en las orejas. Su pelo oscuro recogido en una alta cola de caballo multicolor se balanceaba suavemente con su rítmico caminar por el pasillo.

—Me han dicho que quería hablar conmigo —inició Maria después de sentarse cada una a un lado del escritorio—. Por lo que parece, es urgente.

Jill adquirió de repente un aire atemorizado y grave. Sus palabras empezaron a tropezarse al explicar el motivo de su visita.

—Quisiera retirar lo que le dije antes al otro policía. Fue tan súbito que no me dio tiempo a reflexionar. No vi nada, nada de importancia. Ahora solo me siento estúpida.

—Dijo que había visto a un hombre llevando un bolsa grande la misma noche en que acabaron con la vida de Linn Bogren en su casa, no lejos de donde usted vive. Añadió que eso ocurrió poco después de las cuatro de la mañana.

—Sí, pero ahora deseo retirar mi testimonio. Fue algo que simplemente se me ocurrió. No sé de dónde lo saqué. Probablemente me equivocara de día. Pensé que fue el pasado fin de semana y, además, no estoy segura de que se tratara de una bolsa. Pudo haber sido cualquier otra cosa.

—A usted no se le acusa de nada, Jill. En el anterior interrogatorio, solo de carácter informativo, afirmó que era un hombre y que escondía su cara tras un pasamontañas de color oscuro.

—Así es, pero me equivoqué. Quizá me fuera de la lengua y añadí detalles que no vi. En la televisión ves tantas cosas que no es raro que la imaginación se te desboque.

Maria la observó y aguardó durante un momento. Jill se frotó la nariz y dejó vagar su mirada por la habitación, evitando la de Maria, con las manos aferrándose compulsivamente al asa de su bolso, una copia barata de un Gucci.

—¿Alguien la ha amenazado…?

—¡No! —respondió apresuradamente, antes siquiera de que Maria hubiera terminado de formular su pregunta.

—Podemos proteger su identidad. Puede suministrar información de forma anónima. ¿Vio algo esa noche?

—Ya le he dicho que no lo recuerdo. Se me mezclan los días.

El miedo se intensificó en sus ojos azul claro mientras parpadeaba agitadamente para contener las lágrimas.

—¿Sabe? Creo que dijo la verdad esa primera vez —repuso Maria acercándose a Jill para evitar que esta esquivara su mirada—. Creo que vio lo que describió y que luego se arrepintió de haberlo hecho por miedo a que le ocurra algo terrible por haber hablado.

—¡No! ¿Es que no me oye? ¡No vi nada!

Su voz sonó como el chillido de un pájaro. Maria reculó inadvertidamente un instante, pero luego recuperó el control. Se mantuvo en su posición reclinada y esperó.

—Hay muchos motivos que inducen a uno a no querer hablar —continuó Maria con voz calma—. Puede ser que alguien le haya pedido que calle, que alguna persona le haya amenazado físicamente o también que desee proteger a alguien que conoce…

—¡No recuerdo nada! ¿Tan difícil es que le entre eso en la cabeza?

—También puede darse el caso de que no quisiera que la vieran en ese momento. Que volviera sigilosamente a casa después de un encuentro amoroso…

—¡Eso es lo más estúpido que he oído en mi vida! No tengo por qué esconderme. Soy soltera y me acuesto con quien quiero. Me basta con coger el teléfono y reservar una cita. Todavía tengo a bastantes entre los que elegir.

—¡Enhorabuena! Es usted envidiable. ¿Qué hacía en la calle a las cuatro de la mañana, Jill? Alguna razón tendría, ¿verdad? ¿A qué se dedica?

—Yo no trabajo. Estoy de baja por enfermedad.

—¿Por qué motivo?

La tensión dentro de la habitación iba en aumento. A Maria no le cabía duda alguna ahora. Ahí era donde le apretaba el zapato. Jill se había sincerado en un primer momento y luego, al pensárselo dos veces, comprendió las posibles consecuencias de ello si llegaba a oídos de la seguridad social.

—Por la espalda. Pero no encuentran nada. Cada vez me atiende un médico nuevo, y nadie hace nada —dijo, e hizo una breve pausa—. No podía quedarme quieta en la cama con ese dolor de espalda. No tenía otro remedio que moverme y entonces salí a la calle.

—¿A las cuatro de la madrugada del lunes?

—Sí… quiero decir, no. Otra noche.

—¿Tiene usted quizá un trabajo nocturno, tal vez como limpiadora?

Maria pudo percibir la súbita transformación de su cara. Las mejillas se le pusieron rojas como un tomate y la voz se vio desprovista de su mordacidad anterior:

—Siendo madre soltera, ¿cómo iba a poder si no dar a mis hijos lo que otros niños reciben con toda facilidad? Nuevos móviles, ordenadores, pantalla plana, viajes… ¿Cómo coño piensa usted que podría permitírmelo? Mi esposo falleció y no teníamos seguro. De repente se esfumó uno de los ingresos. Si se hubiera marchado con otra, dejándonos en la estacada a mis hijos y a mí, al menos tendríamos una pensión con la que vivir. Pero como están las cosas ahora, es jodido. No llego ni a un solo fin de mes. Si debo ir al dentista, no tengo para que los niños se vayan de vacaciones escolares. ¿Pretende meterme un paquete ahora?

—Solo me interesa lo que vio. En otras palabras, lo que dijo a la policía era cierto…

—Sí. Limpio por las noches y me dirigía a casa. Acababa de pasar junto a la iglesia católica. El hombre de la bolsa vino por detrás y me adelantó. Luego torció por Vattugränd y bajó hacia el jardín botánico.

—¿Le vio la cara? —preguntó Maria con un estremecimiento. Si el hombre de la bolsa de basura era el asesino… si contaban con un testigo presencial, la investigación daría un vuelco.

—No realmente. Era más alto que yo, tal vez uno noventa. Tenía el rostro fino. En cualquier caso, no era redondeado. Parecía bastante delgado y olía a humo. No le pude ver el color de los ojos. No me atreví realmente a mirarle a la cara.

—Quiero pedirle que con ayuda de un dibujante trate de producir una imagen lo más precisa posible de él.

—¿Ahora mismo? No tengo tiempo en este momento. Debo recoger a los niños del centro de actividades, llevarlos al fútbol y tenemos que comer. No es posible.

—¿Puedo enviarle un dibujante a casa esta noche, cuando se hayan acostado ellos? Comprendo que tenga mucho que hacer, créame.

—Otra cosa más —agregó Jill buscando los ojos de Maria con renovada lucidez—. Andaba raro, de forma torpe, como zambo. Es difícil de explicar. Acaso estuviera borracho… o sonámbulo. Mi padre se paseaba dormido. Era precisamente así.

Maria regresó a la sala de conferencias con los demás y transmitió el testimonio de Jill. Haraldsson tuvo también tiempo de comprobar algunas cosas por teléfono durante el receso.

—Solo por pasearse con una bolsa grande por el mismo barrio en mitad de la noche no significa automáticamente que sea la persona que buscamos, aunque esperemos que sea así. Estaría bien obtener más testimonios —comentó Hartman frotándose sus sienes canosas—. ¿Por qué este silencio? Las calles no han podido estar totalmente desiertas. No todo el mundo duerme por la noche. La gente se levanta para ir al baño y echa un vistazo por la ventana. Alguna otra persona tiene que haberlo visto.

—¿Se ha comprobado la información de Claes? ¿Sabemos con certeza cuándo llegó a Visby? —preguntó Maria, recordando para sus adentros que la mayoría de los asesinatos los comete una persona que conoce bien a la víctima. La juerga de Claes en Gotemburgo, con el subsiguiente lapso de su memoria, era innegablemente un factor en su contra.

—Ek tenía razón. Había una mujer en Gotemburgo, la cual jura y perjura que Claes pasó la noche con ella. Es decir, fue infiel a su mujer la noche en que esta fue asesinada —informó Haraldsson dejando escapar un profundo suspiro—. Pobre hombre. Me puse en contacto con el capitán de la embarcación, que me confesó la verdad, porque le parecía terrible lo que había sucedido. Conocía incluso el nombre de la mujer. Es una historia que viene de lejos.

—¿Tiene alguien con quién hablar para no sucumbir bajo el peso de la culpa? —preguntó Maria evocando el rostro de Claes en la morgue. ¿Cómo puede uno zafarse de sus autoinculpaciones cuando asesinan luego a tu mujer? Por otra parte, si se hubiera encontrado en casa tal vez tampoco él estaría vivo ahora—. ¿Qué dice Claes sobre el tema? ¿Has hablado con él?

Ek asintió con la cabeza.

—Confirmó la veracidad de lo referido por el capitán. Cuando llamó a su esposa esa noche, Claes se encontraba en el baño de la casa de la otra. Una extraña manifestación de los remordimientos de conciencia.

—¿Tiene alguna teoría sobre quién pudo haber matado a Linn? —preguntó Hartman—. Debe de haberle dado bastantes vueltas al asunto.

—Afirma no comprender cómo alguien ha podido querer hacerle daño a Linn, según él una persona sin enemigos. A todos les caía bien. Es posible que, en ocasiones, sus colegas la consideraran un poco ambiciosa. Los pacientes estaban encantados con ella y el jefe de servicio solo tiene elogios sobre su persona. No era particularmente adinerada y su único heredero es Claes. Había firmado un seguro de vida por un valor de un millón de coronas, así que el marido se puede quedar a vivir en la casa. No sé qué conclusiones podemos extraer de esto —explicó Maria sumiéndose a continuación en sus propias reflexiones. El elemento ritual que rodeaba al asesinato era de lo más extraño que jamás había visto. Un asesino sin prisas, alguien que deseaba realizar una exhibición, un engalanamiento pseudoartístico del cadáver. Por odio o por amor…

—Una persona que la amara… tal vez en exceso… —terció Erika, rememorando también el cuerpo tal como había sido dispuesto en el cenador de la Colina del Templo. Amor y… rabia. ¿Y si había sido Sara Wentzel?—. Desconocemos si Linn se arrepintió en el último momento y decidió quedarse con Claes. Probablemente nunca lo sabremos. Lo único que nos consta es que Sara y Linn conversaron la noche en que esta última fue asesinada. Solo contamos con la versión de Sara sobre esa charla.

—¿Piensas que fue ella? —preguntó Hartman frunciendo el ceño y mordiendo el lápiz—. En ese caso no encaja con una figura de uno noventa transportando un pesado fardo. Esa mujer es bastante frágil.

Maria coincidió en ese punto, a pesar de lo cual quería completar el razonamiento.

—Sara carece de coartada. Estaba sola en casa. Contestó en el móvil, por lo que podía hallarse en cualquier sitio. A las once de la noche se dio un breve paseo y luego estuvo frente al televisor hasta medianoche, aunque le cuesta trabajo recordar lo que vio… Noticias, pronóstico del tiempo… Parece haberle resbalado completamente. O se encontraba muy alterada y cansada, o tenía la mente en otro sitio, o bien no vio la televisión en ningún momento.

—Soy vecina de ella en Lummelunda —intervino Erika—, pero no recuerdo si había o no luz en su casa.

—Luego tenemos al vecino, Harry Molin. Hemos tratado de contactar con él todo el día, pero no responde al teléfono —señaló Ek—. He ido a llamar a su puerta, pero nadie abre, y al preguntar a los vecinos me dicen que no tienen ni idea de dónde se encuentra. Suele sacar a pasear a sus perros varias veces al día. Está prejubilado. Oí el gruñido de un perro, pero nadie me abrió.

Erika podía imaginarse a Harry tal como lo había descrito Anders. Una persona amable pero pesada, nada más alejado del prototipo de carnicero despiadado.

—¿No se habrá ido de viaje? ¿Quién suele cuidar de sus perros y regarle las plantas cuando no está en casa?

—Eso mismo le preguntamos a los vecinos más próximos y resulta que Per Arvidsson es el que suele encargarse de ello. Lo he llamado hace un rato pero tenía mala cobertura. En alta mar suele ser aún peor, así que no podemos comunicarnos con él por el momento. Se encuentra en el transbordador de camino al continente, concretamente a la prisión de Svartsjö. No puedo dar más detalles. Está completamente entregado a la agresión mortal —aclaró Ek mirando con el rabillo del ojo a Maria para comprobar su reacción. Esta había sugerido que debían solicitar más medios, indicando que si la policía no era capaz de resolver ese caso no podría responder de las acciones del padre de Linus. Ek sabía que la investigación seguía su curso, que estaban haciendo todo lo posible, pero que debían mantener apartada a Maria en tanto que parte interesada.

—Y si Per no sabe nada acerca de Harry Molin, ¿qué hacemos? —preguntó Maria dirigiéndose a su superior.

—Entonces solicitaremos la ayuda de un cerrajero para entrar y ver si está en su casa.

Maria se sintió invadida por una sensación de desagrado como si de una corriente de aire frío se tratara. Resultaba tan fácil dar alas a la imaginación. Después de un asesinato, el mal acechaba en cada callejón.

—Aunque probablemente vuelva a casa pronto. Seguro que piensa en los perros —sentenció Hartman.

Se recostó sobre el asiento y encendió un cigarrillo. El humo se le metió en los ojos, obligándole a entrecerrarlos mientras miraba el monitor. Debía tratar de internarse en el registro de la policía para leer las actas de los interrogatorios. ¿Qué había dicho Jill Andersson sobre él? No le había visto la cara, de eso estaba seguro. En la pantalla pudo seguir su camino de regreso a casa desde la comisaría. Sabía quién era ella y que vivía sola con sus tres hijos pequeños. De hecho, había jugado con la idea de cogerle prestado durante varias horas al mocoso de pelo corto para enseñarle a sentarse quieto. Ya habían conversado durante un momento frente a la guardería. El pequeñajo era un verdadero gañán. Atrevido y contestón. Sería todo un placer darle un susto de muerte y oírle gritar pidiendo ayuda cuando nadie podía asistirle; observar cómo esa intrépida actitud se disolvía en un terror desvalido. Este tipo de pensamientos le provocaban una irresistible sensación de placer, un placer que exigía víctimas cada vez más sangrientas. Pero, por el momento, los divertimentos debían esperar. Le faltaba una contraseña personal para adentrarse en el sistema de investigación informatizado de la policía conocido como Dur2.