Capítulo 16

Erika Lund abrió la puerta del dormitorio sin dejarse intimidar por el olor a sangre intensificado a causa del calor.

Albergamos en algún rincón, de forma instintiva y profundamente arraigada, esa percepción: el olor a sangre nos señala el peligro en la misma medida que el color rojo. Combatir o huir. Sus numerosos años de práctica le habían enseñado a neutralizar el olfato y la sensación de repugnancia. No sabía explicar cómo, pero siempre le funcionaba cuando se metía en un caso y debía concentrarse en los detalles.

No había suficiente luz para las fotos que necesitaba tomar. Subió el estor e inclinó la persiana hacia arriba. En el exterior, dos de sus colegas se encargaban de registrar las huellas de zapatos. El terreno aún se encontraba blando tras la lluvia de la noche del asesinato y había altas probabilidades de hallar algo de interés. Siempre hay algo. En sus años en el departamento científico, pocas veces había examinado Erika una escena del crimen tan pulcra. Todos los tiradores, jambas y superficies que suelen tocarse habían sido concienzudamente limpiados hasta casi el límite de la desinfección. Todo, excepto la sangre, que parecía exhibirse de un modo demostrativo, en una extraña combinación de locura y perfección. Cuando advirtió la marca en el empapelado de la pared, pensó primero que se trataba de una casualidad. Una raya más clara en la sangre de la pared que tuvo que quedar ahí tras el crimen. Pero luego se dio cuenta: alguien había inscrito en la sangre una K apenas visible.

En la caseta encontraron una motosierra, en cuya hoja había una cantidad suficiente de sangre seca como para efectuar un análisis humedeciéndola, pero ni una puñetera huella dactilar. Todo apuntaba a un asesinato bien planificado. Alguien con la presencia de ánimo suficiente como para borrar todo rastro. El autor tuvo que entrar por la puerta de la terraza tras romper el cristal y abandonar luego el inmueble por la puerta de la cocina, que estaba abierta. ¿Sabía el asesino que Linn Bogren estaba sola en casa? ¿Se conocían?

La luz del día seguía sin bastar, por lo que Erika montó un par de focos en la barra de la cortina. Entonces reparó en el cuchillo de cocina tirado en el suelo. La mitad de él se encontraba bajo la cama, oculto por la sábana, que se había corrido hacia abajo. Alzó cuidadosamente el cuchillo en dirección a la luz. Su reluciente hoja portaba huellas dactilares apreciables a simple vista. Erika lo introdujo meticulosamente en una bolsa de plástico, que precintó sin mayores esperanzas de que las huellas procedieran del asesino, por lo demás tan metódico en su afán de ocultar su pista. Seguidamente retomó su sesión fotográfica. El colchón había absorbido sangre, que también había salpicado la pared, el cabecero de la cama y la fotografía de bodas. Una pareja de bella sonrisa bajo un arco de rosas rojas y hojas de roble, él ataviado con frac y ella con un maravilloso vestido color crema de seda con una profunda entalladura en forma de V en la espalda. Erika detuvo la mirada en el rostro de la novia. Tenía un parecido escalofriante con ella muchos años atrás. El cabello y los ojos. El ramo de novia estaba compuesto de rosas rojas y fresias blancas. Las flores depositadas en la mano de la fallecida eran lirios de los valles. ¿Guardaba eso algún significado? ¿Qué sentido tenía cargar con el cuerpo hasta la Colina del Templo? La sangre y la ubicación del cuerpo sugerían un ritual de pesadilla cuyo significado resultaba difícil de discernir para los no iniciados. Erika trató de formarse una imagen del asesino. ¿Se trataba acaso de un loco solitario capaz de reflexionar y calcular las consecuencias? ¿O de un grupo de personas que cometían asesinatos ejemplarizantes con el fin de coadyuvar la obediencia de otros mediante el terror?

Lo de adentrarse en los hábitos privados de otros individuos se le hacía extraño. Silenciosamente pidió disculpas a la difunta antes de abrir el cajón de la mesita de noche. «Por tu propio bien, para que reciba su castigo quien te ha hecho esto», dijo para sus adentros. Al mismo tiempo cayó en la cuenta de que toda la investigación de los detalles íntimos suponía otro ultraje al fallecido. Erika pensó con espanto en lo que la policía encontraría en sus cajones si se sintieran compelidos a examinarlos, objetos que serían exhibidos y diseccionados a plena luz del día. Con toda probabilidad se pronunciaría más de un comentario poco profesional entre cruces de miradas e intercambios de sonrisas. También suponía una grave intrusión en lo más sagrado de su vida privada para Claes Bogren, a quien más incomprensible le resultaba, si cabe, la imposibilidad de tocar nada en su casa, ni siquiera su propio ordenador, que habían ido a recoger a la tienda de informática.

El bolso de la víctima lo encontraron en el suelo del vestíbulo, con la cremallera abierta. Conservaba la cartera, con algo más de ochocientas coronas, las tarjetas de crédito y las llaves, un peine y un espejo. Si el asesino hubiera ido a por el dinero habría reparado en el bolso, pero no parecía que hubiera tocado nada.

Había dos armarios en el dormitorio, uno con ropa de hombre y el otro, extrañamente, casi vacío. Colgaba de un gancho un albornoz rojo y sobre el estante superior había un jersey con motas de distintos colores. ¿Tenía la intención de abandonarle, como Claes sospechaba? En ese caso, ¿dónde estaban las prendas? En una esquina había una mesa de ordenador llena de polvo con dos tazas y un platito, junto a innumerables artefactos: un cepillo para el pelo, varios CD, una escultura abstracta de cerámica, dos pares de gafas y un montón de accesorios de escritorio, además de un monitor y un teclado. Maria Wern había solicitado de inmediato el extracto de las llamadas entrantes y salientes tanto del móvil de Linn, que permanecía aún sobre la mesita de noche, junto al vaso de vino, como del teléfono de casa. ¿Se encontraba Linn demasiado cansada como para llevarse los restos y limpiar la mesa o no tenía costumbre de hacerlo por la noche? Erika abrió la puerta del frigorífico. Claes Bogren se esperaba un banquete al volver a casa tras un mes en el mar, pero en el frigorífico solo había leche convencional y leche agria, ketchup, fiambre, varios botes con pepinillos, gelatina y salsa para tacos y un tubo casi vacío de pasta de caviar al eneldo. Montar un festín con el contenido del frigorífico hubiera supuesto un verdadero reto. Encontró además dos botellas de vino vacías en la basura y un sacacorchos sobre el fregadero.

Jesper Ek apareció en el hueco de la puerta.

—Hemos hallado el coche de Linn Bogren. Estaba aparcado frente a la Torre de la Pólvora. Un Nissan Miera. El asiento trasero estaba lleno de objetos: al menos dos maletas de tapa blanda y un montón de bolsas.

—En ese caso, lo más probable es que tuviera la intención de marcharse. Luego repasaré las maletas. Tendremos que llevarnos el coche entero a la comisaría.

—Quizá fuera a llevar la ropa a la colecta de la Cruz Roja en Kupan o algo así… —aventuró Ek.

—No. El armario está vacío. Creo que pensaba abandonarle.

—Nos preguntamos si vas a venir a la reunión de las tres… si tienes algo nuevo —comentó Jesper mirando la pila de bolsas de plástico con objetos en su interior—. Hartman me ha dicho que se encargará de que te manden refuerzos.

—Parece que van a hacer falta. Quiero finalizar con esto. Si encuentro algo, llamo.

—Muy bien —contestó Jesper, desapareciendo acto seguido por el recodo con su pelambrera encrespada mientras Erika le oía silbar. Una mala e irritante costumbre. Se alegró de que se llevara consigo ese enervante ruido.

La sala de estar no brindó sorpresa alguna. Jesper Ek se había encargado ya de los fragmentos de cristal procedentes de la luna destrozada de la puerta de la terraza con el fin de comprobar si había sangre en ellos. Sería todo un golpe de suerte que el asesino hubiera hecho añicos el vidrio con su puño desnudo y se hubiera cortado. El menaje era anticuado, con muebles estilo rococó revestidos de terciopelo color burdeos, una tela que se repetía en las cortinas. Tal vez objetos heredados o un conjunto hallado en una subasta… Cuatro modernas estanterías para libros en madera de roble se extendían por una de las paredes largas. Bajo ellas, dos cajas de plátanos llenas de libros. Erika comprobó su peso. Probablemente Linn no hubiera sido capaz de levantarla sola. ¿Esperaba a alguien que la ayudara con la mudanza? ¿Adónde pretendía ir y por qué?

En la estantería más cercana a la ventana encontró varios álbumes de fotos. Los hojeó. En ellos, toda una vida: una muchachita de pelo oscuro y rizado en las rodillas de su abuela, una foto escolar de primer curso, una niña mellada y de aire despreocupado con una cola de rata sentada en un columpio ahí abrazando con fuerza una muñeca. El siguiente álbum era rojo con corazones de color rosa. En él se podía apreciar a una adolescente espigada, con las piernas algo deformes y un cabello largo hasta el borde de la minifalda. Una excursión en la montaña, dos cabezas que asoman de una tienda de campaña, un hornillo humeante en primer plano. La foto de novios y, en la misma página, otra donde aparecen sentados en la escalera de su casa dentro de la muralla de Visby. Y ahí se acababa. Ninguna fotografía después de esa. Quizá se compraran luego una cámara digital o se cansaran de tomar fotos.

Cuando Erika revisó el cestito del cuarto de baño se vio invadida por una intensa sensación de incomodidad. Suponía hurgar en el ámbito más íntimo, con diferencia, de otro ser humano. ¿Qué podría encontrar? Algún objeto con huellas dactilares. A lo mejor un preservativo con ADN de interés. Debían sacar a la luz todos los secretos. Una vez que el forense hubiera completado el examen sabrían si Linn había sido violada. Las porquerías del cesto podían albergar pruebas de valor irrefutable. Erika sacó una nueva bolsa de plástico, introdujo su contenido y lo precintó. El armario del baño guardaba costosos perfumes, acaso regalos del marido adquiridos en sus viajes, y en el fondo una cajita con un blister con espacio para diez somníferos. Quedaban seis y cuatro de los huecos estaban vacíos. Las pastillas las había recetado apenas dos días antes Anders Ahlström. Se sorprendió al ver su nombre en semejante contexto.

La casa presentaba infinidad de recovecos y recodos que repasar. Debían inspeccionar miles de objetos sin importancia para encontrar la aguja en el pajar que pudiera sostenerse en el juicio e incriminar al asesino. Pocas veces la cosa se decidía a causa de las «pistolas», reflexionó Erika. Consistía en actuar con paciencia, meticulosidad y más paciencia todavía para obtener pruebas que permitieran condenar a la persona correcta. El armarillo de los utensilios de limpieza era el próximo desafío. Se colocó ligeramente ladeada para que pudiera alcanzar la luz. Un cubo con una fregona. Desenroscó la fregona de su fijación y registró las huellas del palo. Hizo lo propio con la escoba, que también examinó detenidamente. En esta encontró algunos haces de pelo corto de color rojizo, en el extremo de las pelusas de polvo. ¿Podía tratarse de pelo de perro? Por lo que sabía, los Bogren no tenían ningún perro. ¿Se había llevado un perro el asesino o asesinos? No resultaba muy verosímil, pero de ser así tendrían material sobre el que trabajar. Lo más probable, obviamente, era que les hubieran visitado amigos con un perro. Esa era una pregunta para Claes Bogren. En el cepillo encontró también restos de plantas: hojitas semisecas y una pequeña campana blanca, que podría corresponder a un lirio de los valles. Erika la alzó hacia la luz. Sí. Definitivamente tenía que pertenecer a un lirio de los valles.