Capítulo 13

El inspector de policía Per Arvidsson apagó el despertador.

Pese a haber dormido casi diez horas, tenía el cuerpo dolorido, hambriento de más descanso. Lo peor eran las mañanas, enfrentarse a un nuevo día con nuevas exigencias. Solo el cuidado de su higiene personal era toda una empresa. No encontraba explicación para ello. Si hubiera podido se habría sobrepuesto a las dificultades, era lo que se esperaba de él. Y en ocasiones había sido capaz de hacerlo, pero luego vinieron los reveses. Es cierto que, lentamente, día a día, había ido progresando, pero aún no estaba bien. Era como si las fuerzas nunca le alcanzaran realmente. Podía iniciar un proyecto y sentirse inspirado y animado, pero luego se estancaba totalmente y, agotado, terminaba dándose por vencido. Durante un tiempo se había estado medicando y se había sentido mejor, pero quería evitar los fármacos si estos no eran imprescindibles. Mitigaban la ansiedad pero le hacían flaquear en su virilidad. Salir del fuego para caer en las brasas. Esa constante zozobra de pensar que la vida se le escapaba, que las opciones se esfumaban sin que él pudiera cazarlas al vuelo. En esos momentos lo que más le preocupaba era Maria, los resultados de sus pruebas de VIH. Le habría venido tan bien el apoyo de él. Una y otra vez quiso contarle todas las cosas horribles que le habían pasado y él acabó pidiéndole a gritos que no lo hiciera, porque no soportaba escucharlo. Y se odiaba por eso. Maria no le había culpado, le había dicho que lo comprendía. Amada Maria… Pero el desprecio a sí mismo, la sensación de ser solo una carga y una decepción nunca podría entenderlo realmente. Le dijo que le quería, pero no era cierto. Amaba la imagen del hombre que había sido antes de que le dispararan. Recuerdos queridos de una pasión. Ahora únicamente le era fiel y, mientras fuera así, él se negaría a hacerla suya, no solo por el bien de ella, sino por el suyo propio también. No aguantaba que le amaran cuando él no se amaba a sí mismo. ¿Realmente podía Maria afirmar de forma honesta, con la mano en el corazón, que amaba a un inútil como él? Por eso se había comportado de forma dura y vil. De hecho, lo reconocía ante sí mismo. Su mezquindad le permitía mantenerla a distancia, aunque no había nada en el mundo que quisiera más que estar lleno de energía y estrecharla entre sus brazos. Había llevado a sus hijos un par de veces y, aunque estuvieron quietos y se portaron bien, fue demasiado para él. Demasiado alboroto, demasiadas exigencias que él no alcanzaba a satisfacer. «¿Tal vez podrías jugar un poco al fútbol con ellos?», «Escucha a Emil tocar el piano»… Les pidió que se fueran a casa. Era un fracasado, un fracasado tan miserable que lo único que deseaba era que lo dejaran a solas con su vergüenza.

Maria le había dicho que tenía que ir al médico. Los días, los meses, en fin, la vida, se le escapaba como arena entre los dedos sin que él fuera capaz de vivir. Una y otra vez había surgido en su mente la idea de poner fin a todo, aunque se había resistido a ella. Por sus hijos, o al menos eso era lo que se decía a sí mismo. Sin embargo, en realidad, era mera cobardía, no por el dolor o la vergüenza, sino por el desconocimiento de lo que había más allá de la muerte. Había hablado de ese asunto con Maria en Strandpromenaden una noche, sentados sobre el terraplén cubierto de hierba que mira hacia el mar, mientras bebían cerveza y comían pollo asado, el viento templado, cuando todo iba bien. Ella no temía a la muerte, o sea, al hecho de estar muerta. Si no eres consciente, nada te puede hacer sufrir. Pero el proceso de morir sí que la aterrorizaba, estar desvalida y depender de otros, perder capacidades, ser incapaz de comunicarte cuando algo te duele o no puedes respirar. Le había confesado que le asustaba y que prefería no pensar en ello. Por suerte no podemos vaticinar el futuro. Y es mejor así.

Arvidsson, por su parte, era un buscador y un elucubrador. ¿Y si la consciencia no reside en el cerebro, y si realmente hay un alma capaz de pervivir, por muy destrozada y atormentada que esté? Se debatía entre depositar todas sus esperanzas en la inmensidad de la nada y en la creencia en la inmortalidad del alma. Pero lo peor de todo era la idea de ser capaz de ver y experimentar lo que las personas de su entorno pensaban y hacían tras su muerte. En sus fantasías podía escuchar a Maria haciéndole confidencias a Erika, los lamentos de Hartman y el alivio de Rebecka por obtener la custodia exclusiva de sus hijos y no tener ya que dejarlos en su casa cada dos fines de semana.

Los pensamientos sobre la muerte no le daban tregua. No tenía fuerzas para vivir, pero tampoco se atrevía a morir. En la viga del techo de la sala de estar había un robusto garfio del que colgaba la lámpara de araña. Lo había cambiado para asegurarse de que aguantaría. Ahí estaba por si necesitaba abandonar la vida por la puerta de emergencia. En realidad, suponía una tranquilidad. Él mismo decidiría cuándo había llegado el momento. Se había hecho con una cuerda, que pendía ahora de los ganchos del vestíbulo, bajo el abrigo de invierno. En internet había aprendido cómo enlazar un nudo de soga para que se deslice fácilmente y agarre bien. También disponía de un taburete con una altura adecuada, que podría apartar de una patada. Pero… ¿y si en el instante justo en que tiraba el taburete se arrepentía?

Se sentó junto a la mesa de la cocina y clavó la vista en sus manos. Se las imaginó inertes, de un tono amarillo pálido, frías y rígidas. El brazo y los músculos que ahora podía tensar quedarían flácidos para siempre y se descompondrían, pero los dientes pervivirían, componiendo una grotesca mueca. Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. No podía seguir así. Sintió una especie de náuseas. El estómago le dolía. Y por fin llegaron las lágrimas liberadoras, un llanto al que antes no había sido capaz de dejar paso. Una vez que empezó a llorar tuvo la sensación de que no podría finalizar nunca. Vomitó un llanto profundo cual espíritu maligno que hubiera acarreado durante mucho tiempo, controlando su existencia. Quería vivir, anhelaba desesperadamente vivir una vida sencilla y corriente, con esposa, hijos y un trabajo, como todo el mundo. ¿Por qué demonios no se lo podía permitir a sí mismo?

En la cartera guardaba un papelito que Erika le había escrito. El número de teléfono del médico con el que estaba liada. Anders Ahlström. «Es amable con los pacientes y muy capaz. Le he hablado de ti y está esperando a que lo llames», le dijo. Primero, naturalmente, se enfadó mucho. Erika no tenía derecho a inmiscuirse en su vida privada y a conversar sobre él con otros, pero su compañera le sujetó el rostro firmemente entre sus vigorosas manos mientras le fijaba la mirada en sus ojos para que no pudiera esquivarlos. «Vas a ir o te machaco a palos y te arrastro de los pelos hasta su consulta. ¡Per, necesitas ayuda!».

Anders Ahlström pensó en su madre. El día anterior, por la noche, le había llamado porque se sentía muy mareada. Metió a Julia en el coche y se desplazó hasta Öja, donde vivía en una pequeña finca. Había tenido una reunión del club de costura y en el momento en que las señoras se disponían a volver a sus respectivas casas se desmayó. Le tomó el pulso y la tensión y auscultó su corazón, pero no encontró nada extraño. Por si acaso, se quedó a pasar la noche. Todo ello le preocupaba.

En medio de estas cavilaciones sonó el teléfono. Anders Ahlström miró el reloj. En realidad era su hora del almuerzo. Había decidido comenzar una nueva vida más sana, con comidas regulares, ejercicio y nada de tabaco. Lo hacía por Erika. Cuando Per Arvidsson llamó a su extensión para concertar una cita, Anders se vio obligado a saltarse de nuevo el almuerzo. Solo gracias a un esfuerzo titánico logró evitar la tentación de pedirle un cigarrillo a Siv, que acababa de volver de sus vacaciones.

Per Arvidsson le tendió la mano pronunciando su nombre con una voz vacua y apagada.

—¿Cómo está? —preguntó Anders al hombre pelirrojo que tenía hundido en la silla, frente a él, junto al escritorio. Olía a sudor viejo y el pelo pegado al cuero cabelludo parecía no haber sido lavado en mucho tiempo. Una angustia profunda puede transformar de esa manera a una persona apenas una hora después de ducharse. Su mirada era apática y triste—. ¿Qué puedo hacer por usted? —insistió al no obtener respuesta a su primera pregunta.

Per Arvidsson prorrumpió en un llanto y acto seguido se pellizcó fuertemente la mejilla para que el dolor le ayudara a recuperar la compostura.

—Es esta maldita angustia. No lo soporto más… —dijo, luego calló y empezó a rascarse sonoramente con las uñas la tela del pantalón. No era capaz de estarse quieto en la silla.

—Cuénteme —le exhortó Anders tratando de relajar su postura para mostrar que estaba dispuesto a escucharle largo y tendido.

Per le relató a trancas y barrancas su historia, el tiroteo en que resultó herido, los días en que se debatió entre la vida y la muerte, y cómo, cuando finalmente regresó a casa, no sabía si deseaba seguir viviendo, aunque debería haberse sentido dichoso de haber salido tan bien parado. Totalmente recuperado en el plano físico, pero una ruina anímicamente.

—¿Qué ayuda ha recibido antes de acudir aquí?

Anders le escuchaba sin apuntar nada, sosteniéndole en todo momento la mirada para no perturbarlo en su narración y mantener el contacto.

—Fui a un terapeuta bastante bueno, pero dejó su puesto para mudarse al extranjero. Luego me ofrecieron otro contacto, que resultó ser una broma pesada, un imbécil que pretendía que ensayara una terapia de limpieza intestinal.

—¿Ha probado con fármacos? —preguntó Anders frotándose las sienes. El dolor de cabeza era un hecho. Necesitaba un cigarrillo para pensar con claridad.

—Eran como matarratas. Se convirtió en una especie de castración química. No conseguía que se me pusiera dura. Por otra parte, tampoco tengo ganas de sexo ahora, así que da igual. Mejor no transmitir mis genes de mierda.

—¿Ha barajado la idea de suicidarse?

—En el pasado sí. —Debía contar solo lo justo para que le recetaran medicamentos y poder seguir de baja a tiempo parcial, que era lo que necesitaba. Porque si confesaba la verdad, toda la verdad, corría el riesgo de que lo internaran y lo sometieran a vigilancia.

—¿De qué manera?

—Pensé en la posibilidad de ahorcarme. Puse un gancho en la sala de estar, pero eso ya forma parte del pasado. Quiero intentar vivir.

—Una buena decisión. ¿Le interesaría un nuevo contacto terapéutico? Conozco un…

—¡No, por Dios! Basta con consultar con usted si se puede o no con lo de la medicación. No me siento con fuerzas ahora para ponerme a concertar citas y hablar con alguien que no se entera de lo que me está pasando, ni de meterme en un grupo a competir con los demás a ver quién las está pasando más putas. Simplemente, no aguanto más compromisos. Todo quisqui se empeña en activarte cuando estás a punto de sucumbir por agotamiento.

—¿Quiere retomar la medicación? Podemos probar con otro tipo. Los fármacos se diferencian en su composición. Es muy posible que encontremos algo que le vaya mejor que lo de antes.

Per lanzó un hondo suspiro de alivio.

—Me parece bien.

—¿Cómo es su vida cotidiana? ¿Vive con alguien?

—No, no puedo. Es una putada, pero ni siquiera soy capaz de aguantar a mis propios hijos durante mucho rato. Pasan casi todo el tiempo con su madre, aunque intento que estén conmigo cada dos fines de semana. A menudo tiene que recogerlos antes.

Anders Ahlström sacó su talonario y escribió una receta que tendió a Arvidsson.

—Ya tiene mi teléfono. Llámeme si ocurre algo. ¿Me lo promete?

Más tarde, una vez que Per Arvidsson hubo abandonado el despacho, Anders Ahlström dudó de haber actuado de la forma correcta. Siempre existe el riesgo de que las personas con tendencias suicidas que han mostrado un comportamiento apático en su depresión recuperen fuerzas y energía para quitarse la vida después de comenzar a medicarse. El primer mes es complicado. No era aconsejable que Per Arvidsson estuviera solo, aunque ya lo había hecho antes. Anders Ahlström se acercó al lavabo para enjuagarse las manos, casi en un gesto bíblico, y se hizo una mueca a sí mismo en el espejo. Todos los médicos cometen errores. De vez en cuando sucede. No puedes supervisar a todos tus pacientes las veinticuatro horas del día para asegurarte de que no se hagan daño. De los que tratas bajo presión por cumplir un horario, entre un diez y un veinte por ciento son atendidos incorrectamente. En realidad, saldrían mejor parados si no fueran al médico.

El timbre del teléfono lo sacó de sus meditaciones. Con un profundo suspiro se estiró para coger el auricular. Verdaderamente no tenía tiempo ahora para llamadas.

—Papá, me voy a casa. No quiero estar en el cole. Las niñas de mi clase son supertontas y dicen que huelo mal porque no quiero ducharme en gimnasia. Y no quiero porque entonces no me da tiempo a ir con las otras al comedor y tengo que comer sola. Y no me dejan sitio en la mesa. Además, me duele la barriga.

—Pero, cariñito, ¿se lo has dicho a la profe?

—Ella no se entera de nada —respondió Julia reprimiendo el llanto.

—¿Y no está todavía ese asistente de los alumnos? ¿No puedes hablar con él?

—Solo por e-mail. Hoy no ha venido. Me voy a casa.

—Pero ¿no hay ninguna enfermera escolar u otro adulto?

—La enfermera solo viene para vacunarnos, tonto. No quiero estar aquí. ¡Odio el colegio!

Anders Ahlström salió a la sala de espera, que estaba a reventar de gente, y llamó al siguiente paciente.