Capítulo 11

Linn Bogren casi se quedó sin aliento al abrir un viejo periódico en el trabajo y leer sobre la agresión al muchacho de trece años y la mujer policía en Ryska Gränd. Habían comentado el asunto en su puesto, pero sin entrar en detalles. Tuvo la sensación de experimentar de nuevo la humillación y se vio abrumada por el mismo miedo. Sintió ganas de huir, cerrar los ojos, esconderse. Tendría que mudarse lejos y no volver nunca jamás. Sabían dónde vivía. El rostro que vislumbró en la ventana… Debía llamar a la policía. Lo haría cuando Claes regresara, ahora no. Estando sola no. No se puede luchar en todos los frentes al mismo tiempo. En primer lugar debía decidir si se atrevía a salir del armario como había prometido a Sara o si permanecía en su matrimonio. Sara no le había dado una tercera opción. No soportaba seguir escondiéndose. Se formaría una buena, obviamente. La ejemplar enfermera Linn Bogren se ha enamorado de una paciente… ¿Qué dirían sus padres? ¿Y Claes? Él debía ser el primero en saberlo. Quería evitar que se enterara por el vecino o por los carteles de los periódicos de la tienda de ultramarinos. Lo mejor sería que también se lo dijera sin ambages a sus compañeros de trabajo. De esa manera su jefe de servicio no tendría por dónde pillarla. Él era el único fuera de su círculo más íntimo que sospechaba algo, pero estaba segura de que Sam Wettergren callaría. Por su propio bien. Llevaban trabajando juntos mucho tiempo y conocían los puntos fuertes y débiles del otro. Por otro lado, si optaba por salir del armario, él tendría que saberlo a fin de prepararse ante el escándalo que con toda seguridad iba a armarse. Se lo debía.

Linn sintió cómo el temor le iba cubriendo el cuerpo. Si traicionaba a Sara y decidía conservar su matrimonio, entonces, naturalmente, existía la posibilidad de que Sara hablara. ¿Cómo podía estar segura de que Sara no abriría el pico si la dejaba en la estacada? En la práctica, hasta podría denunciarla. La relación enfermera-paciente es una relación de poder, al estar este último en una situación de dependencia. Linn dudaba de cuáles serían exactamente las repercusiones, pero en el peor de los casos le retirarían la licencia para ejercer de enfermera y no podría volver a trabajar más en el ámbito sanitario. No era ese un pequeño sacrificio por amor. Independientemente de lo que hiciera, tendría problemas. En realidad, se trataba de un callejón sin salida. Sabía lo que debía hacer. La vida es demasiado corta como para desperdiciarla sin amor. Claes tenía que saberlo. Y Sam también. Se lo debía a ambos. Con Sam podía hablar en ese mismo instante. A Claes se lo contaría cara a cara.

Tras armarse de valor, cogió el teléfono y llamó a su jefe. Naturalmente, Sam Wettergren se quedó pasmado. No se esperaba otra cosa de él.

—¿No existe la posibilidad de que sea algo temporal? —preguntó sutilmente—. ¿No lo pueden mantener en secreto?

La vacilación de Sam reforzó el convencimiento de Linn. Al finalizar la conversación, la enfermera empezó a recoger sus cosas. Una vez hubo oscurecido, llevó su ropa, artículos de baño y la enciclopedia al coche, que tenía aparcado junto a la Torre de la Pólvora, lo que reducía el riesgo de que alguno de los vecinos viera qué se traía entre manos.

Llamó a Sara para darle las buenas noches y le contó que había llamado a su jefe y lo que le había dicho.

—Ahora somos nosotras, Sara. Tú y yo.

El proceso que acababa de poner en marcha traería sus consecuencias, tal vez peores de las que podía prever. Más valía actuar con prudencia. Linn fue a buscar su bolso al vestíbulo y lo palpó para asegurarse de que la memoria USB estuviera en su sitio, en el bolsillo interior. El portátil que utilizó en el estudio sobre los esteroides vegetales estaba en el trabajo, pero el material lo tenía copiado en la memoria. ¿Bastaba con eso? ¿No era mejor que se lo enviara a sí misma por correo electrónico para poder descargarlo desde cualquier ordenador, por si acaso? La computadora de Claes se había estropeado una semana atrás y la estaban arreglando. La única solución que se le ocurría en ese momento era pedirle al policía que vivía al otro lado de la calle que le dejara utilizar su ordenador. Se llamaba Per Arvidsson. Últimamente no le había visto mucho, desde la fiesta del ponche a la que les invitaron en casa de Louise, la señora de la esquina. Per parecía una persona agradable. Fue Harry quien le contó que era policía. Lo peor que podía pasar era que le preguntara cosas que todavía no estaba preparada para responder. No era más que una medida de seguridad… un mal presentimiento. De ocurrir lo peor… Si todo pudiera terminar ya, estar tranquila y poder dormir…

Linn vio luz en la ventana de la cocina de Per Arvidsson. En todo caso, estaba despierto. Llamó al timbre de la puerta. Se oía jazz a todo volumen ahí dentro. Confiaba realmente en que pudiera oírla. Por si acaso, dio también unos golpecitos en la ventana de la cocina. Al abrir, sintió el olor a whisky, pero no parecía especialmente embriagado. Le explicó el asunto fuera, en las escaleras. No parecía dispuesto a invitarla a que entrara.

—¿Tiene un ordenador que me pueda dejar? —insistió. Al advertir su postura de rechazo, se apresuró a añadir—: Es solo un momentito.

—Estoy un poco ocupado. ¿Le importa si se lo dejo mañana?

—Por favor, lo necesito ahora mismo.

Per se mostraba enormemente reacio. Dijo que necesitaba que no le molestaran, pero ella se mantuvo en sus trece. Al apremiarla, Linn recurrió a una mentira piadosa, afirmando que había vendido su ordenador en un sitio web de subastas y no había alcanzado a comprar uno nuevo. Tenía que pagar un viaje sin falta antes de las doce de la noche. De lo contrario anularían su reserva. Entonces él dio su brazo a torcer. Más tarde, Linn lamentaría haber pergeñado un embuste tan enrevesado. Podía haberle dicho simplemente la verdad: que estaban reparando el ordenador de Claes. Fueron los nervios los que provocaron ese extraño desenlace.

Quizá el cuerpo sea capaz de presentir cuándo se va acercando su hora. En el caso de Linn, nunca había experimentado un desasosiego tan intenso como esa noche. No podía permanecer tumbada en la cama. Comprobó todas las ventanas. Estaban cerradas. El pestillo de la puerta de la calle, echado. Volvió a tenderse en la cama y cerró los ojos. Tenía que dormir, dormir a fin de obtener la energía necesaria para lo que debía hacer al día siguiente, al regreso de Claes. Una sensación de inquietud se fue instalando subrepticiamente en su cuerpo. La almohada tenía como unos bultos y el edredón le daba demasiado calor, así que sacó este de su funda y lo arrojó al suelo. La funda se le enredó en los pies. Buscó los somníferos a tientas en el cajón de la mesita y encontró la caja. «En caso necesario, una pastilla por la noche», podía leerse sobre la misma. Pero esa noche la necesidad era mayor que nunca. Dejó caer dos pastillas en su mano y se levantó llevando también la caja en busca de agua. La dejó correr hasta que estuvo bien fría y colocó la cabeza debajo del grifo para beber. Se enjuagó también la cara, que la tenía ardiendo. La preocupación había llevado a ebullición su cuerpo entero. Todas las cortinas y persianas estaban echadas. Solo la idea de que volviera a asomarse una cara la llenaba de angustia.

Tentó con las manos en busca del bate, que seguía ahí, al alcance. El cuchillo de cocina reposaba sobre la mesita de noche y el móvil lo tenía cargado. Volvió a tumbarse y trató de sosegarse, respirando lenta y profundamente. Tensar y relajar distintas partes del cuerpo, de una en una. Le hubiera apetecido escuchar un poco de música, pero no se atrevía porque le impediría oír los eventuales pasos de alguien en el jardín. Necesitaba escuchar y no podía permitirse otras interferencias sonoras. En la calle se oían voces. Al pegar la oreja al cristal pudo casi discernir lo que decían. Eran voces masculinas. ¿Habían llegado ya? ¿Los del rostro cubierto? En ese mismo instante se vio atenazada por un nuevo miedo. Si acercaba la oreja al cristal, alguien podría romperlo y machacarle la cara de un solo golpe. Un experimentado ladrón de viviendas podría utilizar un corta-cristales y una ventosa para succionar el vidrio y extraerlo del marco en una acción apenas audible. ¿Le escucharía alguien si gritara? Per Arvidsson no, desde luego. Tenía la música a todo trapo… Tal vez Harry, si andaba fuera con los perros.

No. Tenía que serenarse. Concentrarse en imágenes tranquilizadoras. Puso todo su empeño en proyectar en su mente cálidas playas con agua en calma. Pero imposible. El agua subía de nivel y le cubría la cabeza, se ahogaba y acababa enterrada en la arena. Linn encendió la lámpara de la mesita de noche y trató de leer un rato, pero las palabras le resbalaban. Lo intentó entonces con un semanario: publicidad sobre maquillaje, cómo mejorar tu vida sexual durante el verano, comida dietética y tartas veraniegas con crema de fresa, sedúcele con tu biquini… Las cuatro últimas páginas estaban dedicadas a adivinación con cartas del tarot. Todas las anunciantes afirmaban ser pitonisas serias con una gran experiencia. 19,90 coronas al minuto para poder oír una voz humana. Linn se dio cuenta de que podía valer la pena cuando la soledad te corroe en plena madrugada. Marcó el número de una vidente con un ángel de ex libris en el anuncio. Susurros del otro lado de la línea. «Marjatta te da consejos y te ayuda en tus relaciones». Pero no contestaba. Acaso tanto ella como el ángel de la guarda estaban dormidos. Probó con la siguiente. «Puedo ver tu futuro. Asesoramiento de médium». Saltó un contestador telefónico que le pidió que volviera a llamarla al día siguiente. Linn se preguntó si eso también le costaría 19,90 coronas al minuto. Al tercer intento respondió un hombre medio dormido que no mostraba ganas de contestar pregunta alguna. Entonces Linn llamó a la centralita del hospital para preguntar por el horario de la farmacia. Una voz convencional de tono neutro, pero alguien a quien podría pedirle que diera la voz de alarma si volvía a aparecer la cara en la ventana; o si entraban en su casa. Lunes de nueve a cinco, martes de nueve a seis… Eso la calmó un poco. Los pensamientos obsesivos fueron apagándose poco a poco y el cuerpo se le fue haciendo cada vez más pesado. Justo cuando las olas del sueño la conducían a alta mar sonó el móvil. Linn saltó de la cama para buscarlo y apagarlo hasta que se dio cuenta de que lo había depositado en la mesita de noche. El cuchillo cayó al suelo, rozando su pie desnudo.

—Linn Bogren al habla.

Se sentía borracha y drogada con los somníferos. La boca se resistía a obedecerla, expulsando palabras balbucientes, tan torpes e imprecisas como en el interior de su cabeza.

—Solo quería decirte que te quiero y que te echo de menos.

Era la voz de Claes. Un susurro suave y acariciante.

—Hola —respondió Linn. Fue lo único que acertó a decir.

—¿Me quieres? —replicó él en voz baja. La pregunta hizo que Linn se espabilara de inmediato. ¿Sabía algo? ¿Por qué si no iba a llamar en mitad de la noche?

—¿Dónde estás? —No estaba previsto que volviera hasta el día siguiente por la tarde.

—Acabamos de atracar en Gotemburgo. ¿Te he despertado, cariñito?

—Sí —contestó, tratando de parecer amodorrada pese a sentirse completamente despierta—. ¿Qué quieres? —insistió mientras miraba el reloj. Eran las doce menos cuarto. Si no se dormía inmediatamente estaría revolviéndose en la cama hasta altas horas de la madrugada. Llovía, y las gotas rebotaban ligeramente sobre el alféizar.

—Te echo de menos y quería oírte decir lo mismo. ¿Me echas de menos? ¿Me quieres?

—Ahora no. Es medianoche y necesito dormir. Mañana trabajo.

—Solo quiero oírtelo decir. Luego te dejaré dormir y mañana te besaré tanto cuanto desees. ¿Me quieres?

—Sí.

Comprendió que no saldría airosa con menos de eso, pero le costó trabajo. No era el momento más adecuado para las confesiones, que prefería hacerlas cara a cara.

—¿Está lloviendo en Gotemburgo?

—Sí, está diluviando. En Gocia también, lo puedo oír. Así mejor: nos evitamos regar. Un beso y que descanses.

—¿Por qué me susurras al hablar? ¿Por qué no puedes hablar con tu voz de siempre? Suena eco como si fuera un cuarto de baño —preguntó Linn, pero Claes no alcanzó a escucharla. Ya había colgado.

Ocurrió lo que se había temido. Tras la conversación le resultó imposible volverse a dormir. Probablemente las pastillas habían dejado de surtir efecto. Cogió otras dos y se bebió media botella de vino tinto. De lo contrario no podría relajarse. Tras una hora insomne se terminó la botella. La lluvia caía a cántaros sobre la ventana. Los truenos explotaban cual dinamita entre las paredes de los edificios del callejón mientras los relámpagos resonaban cual serpientes sibilantes por el cielo, la oscuridad oprimiendo las lunas de las ventanas. Permaneció a la escucha y lentamente las ideas fueron dispersándose. Estaba en casa, en la cama que tenía de niña. Su abuelita bebía café sentada a la mesa de la cocina y todo era calma. Las brasas crujían en el horno de leña y el gato se frotaba contra su brazo desnudo.

Si no hubiera sido por la lluvia, quizá, a pesar de su embriaguez, habría oído los pasos sobre la hierba, pero ni siquiera reaccionó al estallar el cristal en añicos sobre el suelo de la sala de estar. Y aún menos cuando una mano accionó el tirador y abrió la puerta de la terraza. Si se hubiera despertado habría visto pasear por la habitación, con parsimonia, a un hombre con la cabeza oculta por un hábito oscuro. Un hombre que cogió el cuchillo de cocina que había puesto en la mesita de noche y que le hizo una incisión profunda en su blanca garganta. Vaciándola de sangre como tantas veces había hecho con los animales de caza en el simulador. Con pasos pesados salió luego en dirección a la caseta de leña del jardín para recoger la moto-sierra que estaba apoyada contra la ventana.

La había seguido en el monitor desde el centro de salud a la farmacia, y luego hasta casa. Conocía sus horarios y costumbres. Tras penetrar en diversos registros y ejecutarlos simultáneamente, sabía todo lo necesario. Había leído la historia clínica de cada uno de los médicos que había visitado desde el momento en que la información quedó almacenada en su ordenador. Utilizaba anticonceptivos de la marca Beulett y comprobaba a menudo la posible presencia de hongos en su aparato genital. A veces tomaba somníferos y en ocasiones recurría al ibuprofeno para los dolores menstruales. Toda la información de la seguridad social, la agencia tributaria y el banco estaba recogida en su carpeta. El saldo de su cuenta corriente ascendía a 13 436 coronas. Todos los meses una aseguradora le cargaba 166 coronas por un seguro de vida valorado en un millón de coronas que tenía a Claes Bogren como beneficiario. La lista de libros que había sacado de la biblioteca era extensa. Él había anotado todos y cada uno de los títulos desde 1997. Mostraba una marcada tendencia hacia lo trivial: novelas de amor y biografías de mujeres con una fuerte personalidad. Estaba al tanto de las visitas a su casa por parte del servicio de inspección de viviendas. Él había recogido personalmente su cubo de la basura y analizado su contenido: medias de nailon rotas, envases de comida rápida listas de compra… Su accesibilidad enfrió en cierto grado el placer. Le hubiera estimulado un poquito más de resistencia, aunque le excitaba el hecho de que ella misma, llevada por su miedo, le hubiera facilitado un cuchillo.