Erika Lund puso un CD de Regina Spektor. Su soledad en su casita de Lummelunda se le antojó más intensa que nunca. Había preparado todo para una noche a dos. Una botella de vino enfriándose y la comida lista para meterla en el horno. Nunca más haría todos esos preparativos por un hombre. La próxima vez Anders tendría que conformarse con lo que hubiera. ¿Y ahora qué iba a hacer? ¿Ver como una boba la televisión? ¿Limpiar los armarios? Todo se le antojaba desesperadamente aburrido. Lo que más le apetecía era salir y encontrarse con gente. Pero sola… Siempre podía llamar a Maria y proponerle dar una vuelta, pero con toda probabilidad Wern no se sentiría tentada a ir de bares hasta que no hubiera desaparecido ese feo hematoma de la cara.
Apenas hacía dos horas que habían conversado, antes de reunirse Erika con Anders. Por desgracia, Erika no tenía nada nuevo que contar. Habían hallado restos de piel bajo las uñas de Maria, quien afirmaba haber arañado al más alto de ellos en su costado izquierdo, en el límite entre la camiseta y los pantalones. Era el que respondía al nombre de Roy, que parecía ser el cabecilla. Aunque a Maria le resultara difícil ofrecer una descripción, el ADN encontrado hablaría por sí solo si conseguían pillarle. El comisario Hartman no había escatimado esfuerzos para echar el guante al malhechor, pero ninguno de los informantes de confianza había logrado brindar un chivatazo, ni siquiera bajo la promesa de una atenuación de su condena y otras bonificaciones.
Maria se concentró al máximo para intentar recordar.
—No estoy segura de que pudiera reconocerle si lo viera en la ciudad. Lo único que recuerdo es la jeringa con la sangre y una marca cosida en sus vaqueros. Kilroy. Esas botas caras… Las he buscado. Son Doc Martins. Llevaba una chaqueta de cuero y una cadena de oro alrededor del cuello. Pensé entonces que probablemente se tratara de un chico de dinero. Padres ricos o delitos lucrativos…
Hartman había revisado los «Roy» de nombre propio y apellido en las listas de pasajeros de los vuelos y transbordadores. Ronald, Roland, Robert, Ronny y posiblemente otros más. Lo más verosímil es que hubiera abandonado la isla. Si no antes, seguro que después de que los diarios publicaran que el chico había fallecido por causa de las lesiones que él había provocado.
Erika había examinado personalmente el lugar de los hechos. Tenían que atrapar al responsable, por los padres y por lo insufrible que le resultaba la espera a Maria, quien había seguido trabajando como de costumbre. Pero no era la misma. Se mostraba más callada, más pensativa. Erika decidió llamarla a pesar de todo. No era probable que se hubiera ido ya a la cama.
—Solo quería saber cómo te encontrabas. ¿Tienes tiempo para hablar?
—Todo el tiempo del mundo. Mis hijos están con mis padres y a Per no le apetece verme. ¿Sabes, Erika? A veces dudo de que la situación vaya a cambiar. No hace otra cosa que estar tumbado en la cama y mirar al techo. Debería ir a ver a un médico y empezar a tomar otra vez fármacos, pero no tiene ganas de pensar en el asunto. Me he ofrecido a acompañarle y él se limita a rechazar la idea diciendo que no le pasa nada. Su ex esposa, que es médico, podría ayudarle con lo de los medicamentos, pero él se niega de plano a verla. No tenía que haberle contado lo de la agresión y mi miedo ante un posible contagio. Fue demasiado para él. Tal vez fuera un acto egoísta; necesitaba un abrazo, un lugar donde obtener consuelo, pero ni siquiera tuvo fuerzas para escucharme. No sé qué hacer.
—Oblígale a medicarse, por su propio bien. No puede seguir así, Maria. Además, no es culpa tuya. Si no le hubieras informado del ataque se habría enterado en el trabajo o leyendo el periódico. Por supuesto que eras tú quien tenía que decírselo.
—Puedo estar infectada y voy a vivir en celibato seis meses a partir de ahora. Dentro de tres meses sabré con cierta fiabilidad si estoy infectada, pero «cierta fiabilidad» no basta. Además, él no quiere, ya no quiere estar conmigo —dijo Maria prorrumpiendo en un llanto—. ¿Qué debo hacer?
—Vente a casa, Maria. Tengo vino y solomillo de buey empanado en cantidades industriales. Ven y así hablamos.
—Gracias. Suena muy tentador. ¿Solomillo de buey en mitad de semana?
Maria Wern se reclinó en el sillón y observó a Erika mientras despejaba la mesa y servía un poquito más de vino.
—Me preocupa lo que se le pueda ocurrir al padre de Linus. Era su único hijo. Ulf afirma que no tiene nada más que perder. Nada. Por eso es tan peligroso. Le importa un comino si da con sus huesos en la cárcel o si pierde la vida en el intento. Creo que es capaz de matar a cualquiera del que sospeche que es culpable.
—Existe el riesgo de que se equivoque de persona. Tal vez sea suficiente con un rumor. Resulta verdaderamente inquietante, una bomba de relojería —añadió Erika sentándose en el sofá y paladeando atentamente luego el vino. Un buen syrah.
—¿Qué podemos ofrecerle entonces? ¿Con qué justicia se conformaría? ¿Existe algo que podamos proporcionarle? —Maria tenía la clara sensación de que el padre de Linus no se contentaría con una pena de prisión. Deseaba que sufrieran como su hijo y que, al igual que él, murieran suplicando clemencia.
—Hasta el momento no mucho. Hemos comprobado las tiendas que venden botas Doc Martins, pero en ninguna de ellas recuerdan a un cliente específico. Los vaqueros Kilroy que describiste se comercializan en miles de establecimientos solo en Suecia. Un rasguño en el torso es una buena seña, pero fácil de ocultar. Solo cuando tengamos un sospechoso podremos avanzar. Le arañaste y contamos ahora con su ADN. Si damos con la persona acertada, lo tendremos en el bote. Hartman ha solicitado un cotejo con los registros de los que dispone la policía. A veces pienso que es una pena que no podamos recurrir a las pruebas de las muestras de sangre que desde 1975 extraen a todos los recién nacidos en este país para realizar un análisis de ADN. El ADN está ahí, en los biobancos provinciales, pero no tenemos acceso a él.
Maria adoptó un gesto meditabundo.
—Para bien o para mal. Si la policía pudiera utilizarlo, probablemente las aseguradoras también reivindicarían su derecho a emplearlo para esquivar a los clientes con un riesgo más alto de contraer enfermedades hereditarias.
—Es cierto. Y muchos padres se sorprenderían al descubrir que no son los progenitores de sus hijos. Pero deberías poder saltarte la confidencialidad en los casos de delito grave.
—Ahí coincido contigo —dijo Maria—. No puedo dejar de preguntarme por qué la tomaron con Linus. Me voy a volver loca si no encuentro una explicación racional. La falta de sentido es lo peor de todo. Si cualquiera puede ser la víctima, todos estamos en peligro. Me refiero a la necesidad irreprimible de hacer daño como motivo. Alguien tiene la mala suerte de ponerse en su camino y es sacrificado. Pero lo que es la necesidad debe haber surgido en alguna parte… ¿Cómo te conviertes en una persona así?
—Según las últimas investigaciones hay acosadores que disfrutan verdaderamente atormentando a otros. Se ha estudiado lo que ocurre en el cerebro y se ha comprobado que se produce una estimulación en los centros del placer. Antes creíamos que se debía a la incapacidad de sentir empatía, de comprender. Si les hacíamos entender esto se volverían empáticos y buena gente. Preferíamos pensar así, pero no era cierto.
—Supongamos que hay uno que está mal de la cabeza. ¿Cómo consigue entonces que otros se unan a la práctica de la violencia? —se preguntó Maria, advirtiendo que los músculos de su cuerpo se tensaban en actitud defensiva solo de pensar en las patadas y los golpes—. Uno de los otros trató de parar a Roy. No quería golpear, pero tampoco se atrevió a ayudarnos, lo cual es cobarde pero humano. Pero ¿cómo puedes volverte completamente insensible a la manera de Roy? ¿Es algo puramente biológico o ha sido objeto de terribles abusos y traiciones desde muy pequeño?
—Puede ser una combinación de ambos factores. No sé cuánto has leído sobre la teoría del apego de John Bowlby. Primero se pensaba que el primer instante de conexión entre madre e hijo era totalmente determinante, pero luego se ha descubierto que los hijos adoptivos también son capaces de establecer una estrecha relación y que otros adultos en el entorno del pequeño pueden desempeñar un papel fundamental. Confío en que sea así —señaló Erika con una aparente vulnerabilidad extrema.
Maria advirtió la transformación de Erika. Nunca hablaba de sus dos hijos, pese a lo cual había comprendido que vivían con su ex marido en Motala y que no tenía ningún contacto con ellos.
—¿Y tú qué piensas?
—Que ser abandonado a una madre psicótica o drogodependiente es nocivo para el niño y que la inexistencia de otro adulto con el que la criatura pueda enfrentar la realidad y encontrar seguridad puede resultar en daños irremediables.
Erika decidió no entrar más a fondo en el ámbito de su privacidad, pero Maria notó que sus palabras escondían un dolor vivido en carnes propias. Tras un largo silencio, Erika retomó la palabra.
—¿Piensas que su nombre verdadero es Roy, o que simplemente lo llaman así?
—Roy me hace pensar en Kilroy. Ya sabes, eso de «Kilroy estuvo aquí». Quizá ese es el motivo por el que ha elegido la marca de sus pantalones.
—¡«Kill-Roy»! Un asesino que aparece inesperadamente… —agregó Erika saliendo de su ensimismamiento y volviendo a su verdadero yo. Durante un momento Maria pudo percibir una fragilidad que ya no estaba ahí.
—Independientemente de lo que haya podido sucederle a este chico en el pasado, tenemos que pescarlo para evitar que siga haciendo daño a otras personas. En ocasiones, la violencia no es más que una concatenación de circunstancias desafortunadas que conducen a más violencia. Nuestra misión no consiste en castigar, sino en evitar. Así es como yo lo veo.
Una sombra oscura recorrió el rostro de Erika antes de zambullirse en su copa de vino y borrar esa expresión de su cara.