El olor a loción barata de afeitado de Harry inundaba la habitación. Anders Ahlström golpeó la cabeza contra la mesa antes de ir a abrir la ventana. Una enfermera pasó junto a la puerta y se asomó con un papel para firmar, pero él agitó la mano con el fin de ahuyentarla como si de una persistente mosca se tratara. Necesitaba un minuto a solas. Se detuvo junio a la ventana, aspirando el aire. Se sentía agotado y tenía la impresión de no haber estado a la altura.
Si la sala de espera no hubiera estado llena de gente, habría confrontado a Harry de una manera más adecuada con su hipocondría. «Enfermo imaginario» no era un término acertado. La preocupación era real. No se trataba de algo sobreactuado o fingido. Harry creía de verdad que padecía una enfermedad mortal y tal vez dentro de no mucho se haría realidad su suposición si continuaba sometiéndose a esa sobredosis de atención médica. La hipocondría es una enfermedad grave en la que el paciente se expone a operaciones y medicación inadecuadas y, con el tiempo, a ser desatendido cuando las visitas son demasiado numerosas. La inquietud constante implica un desgaste para el cuerpo y la mente, y el hecho de no ser creído y ridiculizado deteriora la seguridad en uno mismo. Anders lo sabía mejor que muchos otros. Esa era quizá la razón por la que había decidido hacerse médico. Había consultado innumerables veces a colegas más veteranos simulando que se trataba del caso de un paciente y no de sí mismo. No solo en el pasado, sino también ahora. Había empezado a reflexionar recientemente sobre el riesgo de contraer cáncer de pulmón. Acaso los médicos sean los peores hipocondríacos de todos. Cuanto más conocimiento, mayoría carga, lo cual no era óbice para coquetear con la adicción a la nicotina. Hacía ya tiempo que había perdido la cuenta de las veces que había intentado dejar el tabaco. Una vez aguantó casi un año y volvió a caer por un solo cigarrillo en una fiesta, si bien la mayoría de las ocasiones no había aguantado ni un día. A inicios de primavera sufrió la primera neumonía de su vida y pensó que le había llegado la hora. Se puso tan nervioso que fumó el doble. Era una situación insostenible. El nuevo compuesto que Harry le había aconsejado era un disulfiram para fumadores, que provocaba malestar, taquicardia y mareos, nada de subidones, y que contenía dopamina, lo cual reducía el mono de nicotina. En otras palabras, una recompensa constante, y un castigo si recaías y dabas una calada. Tal vez valía la pena intentarlo. Anders Ahlström cogió el talonario de recetas y se recetó el desagradable fármaco a su nombre. Erika quería que dejara de fumar. ¿No era en la primera fase del enamoramiento cuando uno todavía era moldeable? Si realmente deseaba dejar el tabaco, tenía que ser ahora o nunca.
La tarde se le hizo eterna. Evitó tomar café para conjurar las ganas de cigarrillos, pero la falta de cafeína derivó en dolor de cabeza, por lo que cuando Erika fue a su encuentro al final de la jornada no se encontraba del mejor humor. Ella lo advirtió de inmediato.
—Te he echado de menos —sentenció Erika sin dilación. Deslizó entonces subrepticiamente su brazo bajo el de él y lo observó con atención. Quizá no deseaba que sus compañeros de trabajo los vieran. Todo era tan nuevo… Probablemente, o, mejor dicho, con toda seguridad, no les había contado que había conocido a una chica—. No querían dejarme pasar porque no tenía cita, así que les dije que era tu coach de vida. El objetivo es una vida nueva y mejor.
Anders se encogió de hombros con fingida indiferencia.
—Qué voy a hacer si soy tan impopular. Siento que hayas tenido que esperar.
—¿Qué te apetece hacer? —le preguntó Erika sonriente. Había esperado con ilusión esa noche, apresurándose como una loca en el trabajo para poder ducharse, cambiarse de ropa y arreglarse el pelo. Él lo merecía, aunque tuviera aspecto de haber dormido con lo puesto. La camisa que asomaba bajo la bata estaba arrugada y al besarse frente a la entrada advirtió con la mano su pelo sudado en la nuca. Su boca sabía a humo, lo cual supuso una decepción.
—Mmm… No se me ocurre nada ahora —repuso el médico, que al ver el gesto de Erika lanzó una carcajada—. Cualquier cosa con tal de compartirla contigo.
—¿Dónde tienes a Julia? —preguntó Erika deseando para sus adentros que alguien cuidara de su hija esa noche.
—Está en el establo. Tengo que recogerla a las diez, así que tenemos nada menos que cuatro horas. —Parecía tan ilusionado que Erika no pudo evitar reírse de él aunque en el fondo se sintiera decepcionada. Esa noche tampoco pasaría nada, y eso que había cambiado la ropa de cama, limpiado la casa y comprado zumo recién exprimido y pan ya preparado para cocer en el horno para el desayuno.
—Háblame de tu hija. —Erika pensó que más le valía familiarizarse con su principal competidora por los favores de Anders.
—Es como cualquier muchachita de once años, al mismo tiempo infantil y a veces demasiado adulta. Le gustan los caballos y el fútbol y le cuesta un poco hacer amigos en el cole, pero hay un asistente escolar que significa mucho para ella y que trata de ayudarla con eso. No lo han contratado especialmente para ella, pero se ha propuesto hacerse cargo de mi hija. Por lo demás, siempre nos hemos tenido el uno al otro, así que tu aparición puede resultarle complicada. Debemos proceder con un poco de cuidado.
—¿Y su madre? —repuso Erika aliviada de poderle plantear por fin la pregunta. En ningún momento había nombrado a otra mujer ni que hubiera estado casado, lo cual la inquietaba levemente.
Discreción en presencia de la hija y ni media palabra sobre la madre de la criatura… eso le generaba malas vibraciones.
—¿Quieres ver una foto de Julia para que la reconozcas si te cruzas con ella por la ciudad?
Abrió entonces su cartera y aparecieron dos fotografías de Julia: un bebé rechoncho ataviado con una gorra y unas braguitas sobre un trasero de pato y una preciosa jovencita rubia a caballo. Erika comentó las fotos y reiteró su pregunta. No le extrañaría nada que estuviera ocupado. Ahora lo veía claro: era demasiado bueno para ser verdad. Lo mínimo que podía hacer era contarle cómo estaba la cosa para que ella pudiera decidir si quería continuar o dejarlo. Ese mismo día, frente a su ordenador en la comisaría, estuvo a punto varias veces de introducir su nombre en los registros para someterlo a un chequeo. Una posibilidad sumamente atractiva, pero con graves consecuencias si te pillaban.
—La madre de Julia se llamaba Isabell. Ya no está entre nosotros.
—Lo siento. ¿Qué pasó?
Erika advirtió inmediatamente el cambio en su cara. Tal vez había ido demasiado rápido. Este era un tema en el que no quería que ella hurgara.
—Hablemos de eso en otra ocasión. ¿Tienes algún plan? ¿Qué vamos a hacer? Por cierto, no sé si te lo he dicho… pero estás guapísima. Y también hueles estupendamente.
A ella lo que más le hubiera gustado proponer era sexo salvaje y desenfrenado en la casita que alquilaba en Lummelunda, un taller artístico con grandes ventanales y vistas generosas hacia el mar desde que despejaran de rocas la parte superior del acantilado. Pero no se atrevió a decirlo. Aún no.
—Quizá podamos encontrar una terraza agradable.
Subieron la cuesta de Hästbacken por Adelsgatan y pasearon por la principal calle comercial. Anders se detuvo junto al escaparate de la librería y señaló un libro.
—Mitos y leyendas de Goda. Tengo que hacerme con él. No tardo nada.
Regresó con dos ejemplares.
—Uno para ti y el otro para mí. Léelo y luego te cuento una cosa.
—¿Tengo que leer algo en particular?
—La esposa del mar —respondió observándola con suma atención.
Parecía evidente que era importante para él, pero prefirió no hacerle ninguna pregunta más por el momento.
Se decidieron por la crepería de Wallersplats, donde pidieron sendas cervezas y una tortita de trigo sarraceno con mermelada de mora y nata. El sol del atardecer les calentaba de un modo muy agradable y las vistas de la ciudad a lo lejos eran fantásticas. Hablaron de viajes, de cocina y de trabajo. Cada vez que Erika trataba de aproximarse al tema de la familia y los amigos, Anders se mostraba escueto y distraído.
—Perdóname, en realidad esto no es propio de mí, pero es culpa tuya.
—¿Se supone que eso es un piropo? —respondió Erika, que realmente no estaba segura al respecto.
—Estoy tratando de dejar de fumar. Tan pronto como alguien enciende un cigarrillo y lo huelo es como si se me viniera el mundo abajo, pero voy a intentarlo de verdad. Por ti.
—Yo quiero que lo hagas por ti mismo. La decisión debe ser tuya —sentenció Erika, que no deseaba erigirse en una guardiana de la moralidad.
—Para librarte de una adicción necesitas un antídoto, y el mejor de ellos es el amor —repuso él succionándola con su mirada.
—¿Es cierto eso? ¿Estás enamorado? —preguntó con una risotada para quitar hierro al asunto.
—Sí. Nunca he conocido a nadie como tú. No dejo de pensar en ti, Erika. Eres lo primero que tengo en mi mente al despertarme y lo último antes de quedarme dormido.
Y pensar que frases tan manidas puedan sonar tan frescas… Ella quería creerle y absorbió cada una de esas palabras contra su voluntad.
—Yo siento lo mismo —dijo tomando su mano tendida y sujetándola. Anders llevaba todavía el anillo en el dedo, lo cual sorprendió a Erika, pero no quiso romper ese momento mágico con una pregunta.
En ese mismo instante el móvil de él prorrumpió en una melodía tipo jazz.
—Pero ¿cómo…? ¿Qué te recoja ahora? Pero si dijimos a las diez… Bueno, vale. No, no tienes que volver a casa sola.
Erika le miró con gesto interrogante.
—Era Julia. Se ha peleado con las niñas del establo y quiere que la recoja antes. Lo siento, Erika, así están las cosas. A esta edad la vida es muy intensa. Las chicas son amigas íntimas y se aman más que nada en el mundo y al momento siguiente se enemistan y se odian. Probablemente se estén entrenando para hacer frente a la vida adulta. A Julia parece costarle más trabajo de lo habitual eso de hacer amigos. No quiero que vuelva a casa sola. Tú que eres policía entenderás con toda seguridad que uno no desee dejar sola a una jovencita por la ciudad con tantas peleas entre bandas y tantas agresiones.
—No, por supuesto que tienes que ir a por ella, pero no cogerás el coche, ¿verdad?
—Tienes razón. Le diré que tome un taxi y me reuniré con ella en casa. Es probable que necesite hablar un poco, o quizá no. A veces se limita a encerrarse en su habitación y no sale hasta el día siguiente. Ser padre no es del todo fácil —afirmó Anders e hizo una breve pausa—. ¿Habéis dado con quienes maltrataron a ese joven y a Maria Wern? El periódico decía que él había muerto y que a ella le clavaron una jeringa con sangre. Lo siento por los padres de él, y también por ella. ¿Cómo lo está llevando?
—Es duro. Maria es mi mejor amiga y sufro con ella. Este caso tiene una máxima prioridad. Tenemos que saber si la sangre estaba infectada. Lo peor de todo es que no disponemos de testigos. La gente no quiere involucrarse, tiene miedo o prefiere evitarse complicaciones.
—¡Vaya mierda! —dijo Anders mientras pagaba la cuenta. Pusieron entonces rumbo hacia Österport—. La próxima vez te puede tocar a ti. ¿Tenéis algún indicio sobre quiénes pudieron hacerlo?
—Lo siento, pero no te puedo decir nada. Igual que tú, estoy obligada a guardar secreto profesional.
Erika se puso un dedo en los labios, lo besó y le tocó luego la boca a él. «Realmente quiero que seas mío», pensó. Pero todavía no tenía valor para decírselo en voz alta.