En realidad no le tenía miedo a la muerte, pero no deseaba morir inútilmente. Por eso Harry Molin se encontraba en la sala de espera del centro de salud. Angustiado. Por la ventana vislumbró al inútil de su médico compartiendo un pitillo con uno de los borrachos que merodeaban en torno a la tienda estatal de alcohol, pese a la prohibición de fumar junto a la entrada. A principios del siglo pasado las farmacias vendían pipas ya preparadas contra el asma y la histeria, pero la ciencia debería haber avanzado desde entonces hasta ahora. O eso al menos pensaba él.
Se dijo para sus adentros que preocuparse por la salud de uno era como las ganas de fumar. El subidón que te daba la nicotina al llegar al cerebro se asemejaba al eufórico alivio que sentías cuando te confirmaban que no padecías una enfermedad letal. Un breve instante de bienaventuranza. Pero no era una felicidad duradera, el mono permanecía y exigía nuevos chutes. Un monstruo que siempre quiere más.
Acudió a su última visita convencido de que padecía esclerosis múltiple. Mostraba todos los síntomas. Primero, palpitaciones en uno de los párpados y mareos y, posteriormente, las manos empezaron a temblarle. Tras mantenerlas alzadas un buen rato, habían comenzado a agitarse de forma descontrolada. Luego vino el entumecimiento y las punzadas y tal vez tuviera menos sensibilidad en la pierna derecha que en la izquierda. Resultaba difícil de determinar, pero había llegado a dicha conclusión tras pellizcárselas largo y tendido. Además, necesitaba orinar todo el tiempo. El doctor consideraba que se debía a los nervios, pero uno no podía estar seguro, ¿verdad? Tampoco se podía justificar el insufrible cansancio por las noches en vela preocupado por sus síntomas. No era fácil confiar en ese joven doctor, que no mandaba realizar todas las pruebas. En internet se detallaban claramente los distintos exámenes que debían llevarse a cabo. Además, en Polonia había un médico que prescribía otros análisis que también podías hacer por si las moscas.
El médico había mostrado la misma negligencia esa vez que Harry fue a su consulta sospechando que se había infectado con el VIH. Su pastor alemán le había restregado el hocico provocándole una pequeña herida y, más tarde, había tocado casualmente una moneda, que podía tener sangre contaminada. Después de aquello sintió como una especie de debilitamiento de su sistema inmunológico: fiebre, ganglios linfáticos inflamados y dolor en la garganta. Así empieza la cosa cuando eres seropositivo. Más tarde, en las postrimerías del invierno, se sucedieron los constipados y sufrió un fuerte proceso gripal. ¿Podía ser más evidente? Sus defensas inmunológicas estaban medio locas. Ya entonces empezó a plantearse la posibilidad de cambiar de médico. El doctor Ahlström no consideró necesario realizarle la prueba del sida tras dedicar hora y media a repasar todos los síntomas y hallarles justificación. La conclusión que extrajeron fue que, si no se trataba de VIH, tenía que ser otra cosa. Esa otra cosa es lo que había tenido ocupada la cabeza de Harry desde entonces. Tenía que ser algo; no se sentía bien.
No, todo era mejor con el doctor Wallman, el predecesor de Ahlström. En realidad era cirujano y, además, un hombre de acción. Si acudías con un lunar pretendía extirpártelo. Si bien es cierto que nunca podía esperar a que la anestesia hiciera efecto para echar mano al bisturí, pero a la postre te sentías mejor. Le dio tiempo a dieciséis lunares antes de jubilarse y luego la cosa se acabó. A Ahlström ningún lunar le parecía peligroso, como si fuera capaz de determinarlo con precisión. En cualquier momento, un grupo de células inicia su transformación y pasará un tiempo antes de que sea apreciable a simple vista. Obviamente, debe ser preferible quitar el lunar en esa fase, antes de que el cáncer haya tenido tiempo de extenderse. Otro tanto ocurría con los antibióticos. Wallman nunca había sido cicatero con ellos, incluidos los analgésicos. Si te duele algo, no hay vuelta de hoja. Se trata de una experiencia subjetiva. Lo mejor hubiera sido, como es natural, no dejar los antibióticos en ningún momento, así se evitarían las infecciones. Habría que agregarlos a la comida, igual que se hace en la cría de los animales: enriqueces su pienso, simple y llanamente, mediante un cóctel de todo tipo de antibióticos.
—Evitaría muchos días de baja —le había dicho al doctor.
—Y tendríamos enfermedades mortales que no se curan con nada porque las bacterias aprenderían a resistir los antibióticos —contraatacó Ahlström.
En ocasiones este médico podía ser un poco radical. El verdadero problema de los antibióticos es que te producen diarrea y, siendo así, no podías saber si lo que te soltaba el estómago eran estos u otra enfermedad, como la salmonella, una inflamación derivada de una patología intestinal, cólera o Campylobacter a causa de una carne picada que hubiera sido incorrectamente manipulada. ¿Cómo se determina lo que son efectos secundarios y nuevos cuadros médicos? Averiguarlo supone un verdadero lío.
—Harry Molin. Por favor, pase.
Harry se levantó y estrechó con poco entusiasmo la mano al médico. Una vez le había preguntado si realmente se desinfectaba las manos entre paciente y paciente que saludaba, ante lo que Ahlström se rio y respondió que si el rey y la reina no caían muertos tras dar la mano a cientos de personas en las inauguraciones de puentes y estrenos de auditorios quizá no se precisara ser tan escrupuloso. Según él, había que entrenar al sistema inmunológico. Esta respuesta enfureció a Harry, que ahora no se atrevía ni a preguntar ni a retirarle el saludo por no parecer ridículo.
Anders Ahlström se sentó tras el escritorio sobre el que reposaba, encima de un montón de otros papeles, la historia médica de Harry, que abarcaba cuatro gruesas carpetas. En realidad no merecía la pena estar todo el tiempo trayéndolas y llevándolas del archivo. Más valía dejarlas en la estantería.
—¿En qué puedo ayudarle, Harry?
—Esta vez el asunto es grave, doctor. Muy grave.
Harry hizo una pausa para reflexionar sobre por dónde empezar. Tenía que creerle esta vez, tomarle en serio. Las enfermeras se habían reído furtivamente a sus espaldas cuando la secretaria le dijo: «Así que otra vez estás aquí, Harry. ¿Nos has echado de menos?». Fue tan humillante. Si hubiera podido elegir gente con que rodearse, seguro que no hubiera sido la lela de la secretaria ni sus ridículas colegas enfermeras. Esa secretaria ocupaba actualmente el número uno en la lista de candidatos de las personas a morder si contrajera la rabia. Así se lo había comunicado. Si hubiera disfrutado de buena salud, le habría encantado acudir al trabajo y relacionarse con los amigos en su tiempo libre, pero, ahora, por estar enfermo, se veía obligado a humillarse una y otra vez para solicitar atención médica, lo cual suponía un duro esfuerzo para su de por sí maltrecha economía. Ya le hubiera gustado a él destinar ese dinero a algo más gratificante.
—Cuénteme. ¿Cómo está?
El médico no parecía hablar con un tono irónico. Harry albergó la vaga esperanza de que, a pesar de todo, mostrara interés.
—El estómago no anda bien. Ayer leí sobre el cáncer de colon en un periódico y… todo coincide.
Anders Ahlström no pudo evitar que se le escapara un sonoro suspiro. Había leído también el llamativo titular y se había preguntado cuánto iba a costar ese artículo intimidatorio, tanto en fondos públicos como en el alargamiento de las listas de espera, en detrimento de aquellos que realmente necesitaban atención. «Puedes tener cáncer intestinal. Nosotros sabemos los síntomas. ¡Aquí está la lista completa!».
—No me cree —dijo Harry con un nudo en la garganta y las lágrimas a flor de piel. Estaba tan intranquilo que apenas podía mantenerse quieto en la silla. Tenían que examinarle a fondo, aunque los análisis fueran particularmente desagradables: rectoscopia, colonoscopia, gastroscopia… Se había informado sobre los procedimientos a seguir y ciertamente no era algo a lo que te sometieras por gusto.
—Perdóneme. —Anders advirtió enseguida la angustia del paciente—. Mi suspiro fue por los diarios vespertinos, nada más. Creo en lo que me está contando y le escucho.
Harry se armó de valor. Lo que debía decirle iba a sonar estupidísimo, pero no tenía más remedio.
—Cuando hago caca me salen zurullos finos como lápices. Puede ser un alarmante signo de la alteración de las funciones intestinales, un síntoma que demanda asistencia médica. Eso lo leí en una columna sobre medicina en internet. Obviamente me preocupó muchísimo y busqué toda la información posible respecto en la red. Ahí se detallaban las intervenciones quirúrgicas que se practican. En ocasiones te aplican radioterapia, a veces combinada con cirugía. Fui incapaz de dormir. Tuve que ir varias veces al baño.
—¿Pudo apreciar si había sangre en los excrementos? —preguntó el doctor Ahlström mientras anotaba en el bloc que tenía delante, el cual utilizaba como ayuda para memorizar. Pero los pensamientos parecían volar por sí solos. En esos momentos tenía la mente concentrada en cómo conseguir cigarrillos antes de que Erika fuera a buscarle al terminar el trabajo. Le consumían las ganas de fumar.
—Puede que haya tan poca sangre que no se note a simple vista. Eso de hacer caca fina como un lápiz no es normal, ¿verdad? Necesitaba saber si era peligroso, pero todo estaba cerrado el viernes por la noche, excepto urgencias, así que se me ocurrió que podía ir a casa de mi vecina, Linn, que es enfermera. Eran casi las doce de la noche, pero había llegado tarde y confié en que todavía no se hubiera ido a acostar. No quería llamar al timbre y molestarla si ya estaba durmiendo, así que me pasé para ver si había luz dentro. Di unos golpecitos en la puerta pero nadie abrió. Entonces traté de echar un vistazo por la ventana en caso de que estuviera en la sala de estar.
—¿Qué hizo usted? ¿Me lo puede repetir? —Anders debía asegurarse de que había oído bien. Naturalmente podía ser una casualidad, pero la enfermera Linn Bogren y Harry Molin vivían en la misma calle.
—Fui a casa de mi vecina para ver si había luz dentro. ¿Qué tiene eso de raro? ¡Estamos hablando de cáncer de colon! Eso es lo principal —repuso Harry sacudiendo la cabeza. Este médico era a veces bastante duro de mollera.
—¿Pegó la cara contra el cristal? ¿Su vecina se llama Linn Bogren?
—Así es, pero ¿qué tiene eso que ver?
—Nada. Continúe. ¿Le abrió la puerta? ¿Qué le dijo?
Anders Ahlström recordaba nítidamente lo narrado por Linn. Así pues, el susto que se llevó tenía una explicación natural.
—Pensaba que estaría despierta. Llegó tarde a casa y parecía aturdida o un poco borracha. Se había encontrado con tres hombres en la calle y parecía alterada por algo, pero cuando llegué a su casa todas las ventanas estaban en penumbra, así que la dejé dormir y me marché a la mía. En lo que a mí respecta, no he pegado ojo.
—Muy bien. Haremos lo siguiente: le daré tres sobrecitos en donde deponer muestras de excrementos tres días seguidos, a ser posible. Si los excrementos no presentan sangre, no hay peligro alguno. Los examinaremos cuando venga aquí. El resultado se aprecia directamente.
—Si has tenido problemas de vientre puede aparecer sangre de todas formas. No quiero que me operen innecesariamente —señaló Harry desconcertado y cada vez más nervioso. Aunque lo mejor fuera que le abrieran la barriga para comprobar cuál era el problema, no todos los cirujanos eran igual de capaces.
—Por supuesto que no. Naturalmente tenemos que seguir investigando en caso de hallar sangre, pero a día de hoy basta con averiguar si hay o no.
—Antes de marcharme, quisiera hacerle una recomendación. Han lanzado un nuevo y prometedor fármaco para dejar de fumar. Se llama Fumarret —informó Harry con un guiño.
Luego se levantó y le dio las gracias. La uña del dedo gordo le hacía ver las estrellas, pero no quería molestar al médico con eso. Era consciente de que no se trataba de una dolencia letal y si querías que te creyeran y escucharan no podías llegar con muchas dolencias al mismo tiempo. Un pequeño achaque puede robar el protagonismo a lo que realmente quieres solucionar. En su opinión, a los médicos se les daba mal eso de las prioridades. A menudo, una pequeña pero visible afección recibía una atención inmerecida mientras se olvidaba lo principal por parecer más rebuscado. Tu tiempo se acababa y te invitaban a que te fueras. Contabas como mucho con un minuto para captar el interés de tu médico, tres minutos para explicar contextos complicados y luego ya está. Cada vez que iba al médico, Harry preparaba minuciosamente lo que iba a decir y el modo de hacerlo. Hoy la consulta había resultado todo un éxito. Ahlström podía tener otras cosas, pero no te escatimaba tiempo.
Mientras abandonaba el centro de salud, Harry pasó junto a una estantería con publicaciones. Arriba del todo había un pequeño folleto sobre picaduras de las garrapatas. Cogió un ejemplar y lo deslizó en el bolsillo para examinarlo al llegar a casa. Ciertamente se había vacunado contra la encefalitis, pero para la enfermedad de Lyme, también conocida como borreliosis, no existía vacuna, así que había que tener cuidado. Sin esforzarse mucho, podía rememorar como diez ocasiones en las que se había quitado garrapatas de la piel. El pelaje de los perros era proclive a atraerlas. Una vez en casa comprobaría los síntomas típicos del Lyme.
¿Existe peor pecado que traicionar a tus seres más cercanos y renegar de tu propia sangre? Si el asesinato de un extraño puede acarrearte cadena perpetua, la deslealtad a tus allegados debería castigarse más duramente. Con la pena de muerte. Pero ¿seguro que la muerte es un castigo? Quizá solo sea una salida por la puerta de atrás que te permita esquivar el sufrimiento. ¿No es eso lo que hacemos con los animales al sacrificarlos por pura compasión? Por ser únicamente animales y no poder responder de sus actos. La conciencia humana exige una mayor responsabilidad por nuestra parte en tanto que seres vivos. En consecuencia, la punición debe estar a la altura. La traición a tus seres más próximos no debe castigarse con la muerte, sino con el padecimiento. No con el tormento del cuerpo, al no ser este el peor; sino con el del alma. Con la lenta degradación de tu dignidad, la vergüenza subsiguiente y el autoconvencimiento de que uno es la propia causa de sus males. Y de que podrías haberlo evitado.