Capítulo 4

Linn apretó el paso de camino a casa. Todo el cuerpo le dolía de agotamiento. Tampoco había dormido mucho en los últimos días. Claes se encontraba en alta mar. Antes de que volviera tenía que decidirse: abandonarlo o quedarse con él. Llevaba casi un mes fuera y luego estaría en casa todo un mes, presente en todos y cada uno de sus momentos libres, y ella añoraría su trabajo para librarse de las manos de él sobre su cuerpo y de las expectativas que no estaba dispuesta a darle. Lo mejor sería coger sus cosas y mudarse antes de que volviera. Solo se llevaría lo más importante; el resto se lo podía quedar él. En realidad uno necesita bastantes pocas cosas: ropa, algunos recuerdos, libros. La idea de hacer la maleta con él mirándola mientras trataba de convencerla para que se quedara le revolvía el estómago. No adoptaría una actitud violenta ni enfurecida, sino que la contemplaría con mirada triste, observando sus movimientos, callado y herido en lo más profundo de su ser. Esa acusación le haría más daño que unas palabras duras. Tal vez le recordaría todas las cosas hermosas que habían vivido juntos, los amigos, la casa en el centro que ninguno de los dos hubiera podido mantener, en la que habían invertido todo su dinero y creatividad. En realidad, sobre todo el dinero, la creatividad y el tiempo de Claes. Como enfermera ganaba la mitad que él. La separación traería consigo una situación económica totalmente diferente, y era consciente de ello.

¿Qué dirían los amigos? ¿Y los compañeros de trabajo? ¿Los padres de él? En sus trece años de relación había intimado tanto con su familia… Quería mucho a su suegra, que se había convertido en la madre que nunca tuvo, Sus hermanos, con quienes siempre coincidía en las festividades más señaladas, Nochebuena, Nochevieja, Pascua y San Juan, en las que organizaban agradables fiestas. Y en otoño siempre se iba de vacaciones con Lotta, la hermana de él. Este año habían hablado de ir a Tenerife. Todo ello en un plato de la balanza, y Sara en el otro. Linn tropezó con el empedrado, bajo un silencio y una calma absolutos. Las ideas se le arremolinaban en la mente buscando un sostén, una decisión a la que agarrarse. Tenía que decidirse muy, muy pronto. Sara, ese ser tan maravilloso y divertido… Cuando estaban juntas no había asomo de duda, pero a solas la decisión no era tan sencilla.

¿Y si lo abandonaba? En ese caso podría mudarse a casa de Sara, que en la vida sería capaz de dejar su magnífica rosaleda de Lummelunda. ¿Cómo se sentiría yéndose a vivir a casa de alguien, sin tener nada propio? Una invitada en el hogar de Sara, pagando la mitad y no poseyendo nada. ¿Qué pasaría si Sara recaía? Si enfermaba gravemente y moría justo en el momento en que Linn renunciaba a su seguridad y daba un salto hacia el abismo. En ese caso sería del todo imposible reparar su traición y regresar. La soledad sería insoportable, sin Sara ni Claes. Según estaban las cosas en ese momento, tenía a los dos. No, no podía pensar de una forma tan calculadora. Linn trató de desembarazarse de sus mezquinos pensamientos. ¿Qué diría la familia de Sara? Ellos no sabían nada. Creían que nunca se relacionaba con hombres porque estaba enferma y no quería comprometer a ninguno, o quizá porque la enfermedad le ocupaba tanto tiempo que no alcanzaba a verse con nadie. Habían dejado de preguntar al respecto hacía mucho.

Solo faltaba una semana para que Claes volviera. Si optaba por marcharse, tendría tiempo de hacer las maletas el fin de la semana siguiente. Claes abandonaba el servicio el lunes próximo. Todavía tenía la posibilidad de seguir viviendo en esa aburrida seguridad, pretender que todo seguía como de costumbre y nada había sucedido, pero eso equivaldría a traicionar a Sara y a lo que sentía en lo más profundo de sí misma. Naturalmente albergaba también un sentimiento de culpabilidad, pero no era solo culpa suya que las cosas estuvieran así. Necesitaba otra cosa, algo que Claes no podía ofrecerle. Tal vez había llegado la hora de repartir responsabilidades en lugar de cargar ella con todo. Habían perdido la capacidad de sentir proximidad mutua. Él necesitaba sexo para atreverse a la intimidad, y ella cercanía para querer mantener relaciones. Así podría resumirse. Y luego, todo se había vuelto tan insoportablemente tedioso…

Linn miró el reloj. Debía llamar a Sara para desearle buenas noches, pero algo la retuvo. Habían empezado a planificar una vida juntas, pero Linn no había sido del todo sincera en cuanto a lo que había en el otro plato de la balanza. No quería entristecer a Sara, ni hacer que se sintiera insegura. Ya bastaba con que ella se machacara la cabeza con eso. «Tú decides. Es tu vida y tu decisión», le había dicho Sara. Así estaban las cosas. No había forma de librarse.

Linn cruzó el aparcamiento de la Torre de la Pólvora para recoger una bolsa con ropa que tenía en el coche. Había comprado prendas nuevas para su nueva vida. Aunque no divisó a nadie, tenía la sensación de ser observada. Tal vez fueran sus remordimientos de conciencia los que le provocaban esas fantasías. Elevó su nivel de alerta y evitó acercarse demasiado a los vehículos estacionados. Una puerta podría abrirse de repente y alguien agarrarla para meterla en el coche. Miró rápidamente a ambos lados y aceleró el paso, atravesando la puerta de la muralla y ascendiendo hasta la explanada de Fiskarplan. Ya casi estaba en casa. Specksgränd se encontraba sumida en la oscuridad. ¿Qué había sucedido con las farolas? ¿Se habían estropeado todas? Una lata de cerveza pasó rodando por la calzada. Algo inesperado. Un estruendo en mitad del silencio. Dirigió su mirada hacia el interior del portal de donde procedía la lata, pero no vio a nadie. Sentía sus rodillas como de goma y avanzaba poniendo un pie delante del otro. Tenía que largarse. No se atrevía a mirar a su alrededor, pero había alguien ahí, justo detrás de ella. Pasos rápidos a sus espaldas. Del siguiente portal surgió una sombra, una figura de gran estatura con pasamontañas y una cadena enrollada en la muñeca. Los pasos a sus espaldas se apreciaban ahora más nítidamente. En ese momento se ralentizaron. Giró la cabeza y vio un par de ojos resplandecientes. De una calle transversal asomó un tercer hombre. Quería gritar, pero la voz no le obedecía.

—¿Tienes un cigarrillo? —le dijo el sujeto más alto a menos de un metro de ella. Su aliento apestaba a alcohol y su mirada inyectada en sangre parecía salvaje.

—Lo siento, pero no fumo —alcanzó a responder con una voz seca.

—No te he oído. ¿Qué has dicho? —repuso pegando su rostro al de ella ante lo que Linn retrocedió automáticamente.

—Joder, ¿no ves que la estás empujando? —La voz pertenecía al chico situado detrás de ella. Era de menor estatura y tenía los incisivos ligeramente salientes. Tensaba los músculos bajo los brazos arremangados de su sudadera.

—¿No tienes un cigarrillo? —insistió el alto sacudiendo la cadena.

Ella negó con la cabeza. Ya no podía confiar en su voz.

Vio cómo los ojos grises verdosos de él iban de un lado al otro. Se decía a sí misma que mientras no la tocara y todo se quedara en palabras no pasaba nada. Lo importante era mantener el asunto a ese nivel. Si era lo suficientemente educada y Complaciente la dejarían marcharse.

—Entonces tendrás que darnos alguna otra cosa.

La agarró entonces entre las piernas con su enorme mano y apretó con fuerza. Ella intentó quitarle la mano, pero era mucho más fuerte. Le hacía daño. Primero sintió más miedo que repugnancia. Esta última se presentó luego… con ánimo de permanencia. El alto le miró con una sonrisa burlona. Sintió luego una mano en el hombro. Tenía al tercer muchacho pegado a ella. El gorro bajado ocultaba la parte superior de la cara. Era más delgado que los otros dos, apenas una sombra gris. Tres contra una, y el callejón vacío.

—¡Dejadme en paz! ¡Soltadme, por favor!

—Eso depende de si eres una niña buena y haces lo que te decimos —replicó quitándole la mano de sus partes y desabrochándose la bragueta.

Los otros rieron. Acto seguido recibió un empujón en la espalda, le sujetaron los brazos por detrás y uno de ellos le agachó la cabeza.

—¡No quiero! ¡Dejadme en paz!

—Si gritas te rajamos el cuello, ¿entiendes? —dijo y la agarraron con más fuerza aún—. ¿Lo entiendes?

Se bajó los calzoncillos. La piel violeta se destacaba bajo el vello desordenado.

—Sí.

La obligaron a arrodillarse y se vio abrumada por el olor a sexo y por un malestar físico. Surgieron las arcadas y el llanto. El alto le dio una bofetada y lanzó una imprecación. En ese mismo instante se abrió un portal tras la valla situada enfrente y apareció un vecino con sus perros. La banda se dispersó. Se esfumó con la misma rapidez con la que había aparecido.

—¿Puedo ayudarla en algo? ¿Se siente mal? —Harry, el vecino bonachón, se le acercó dispuesto a asistirla para levantarse. A Linn le temblaban las rodillas y le costó trabajo mantener el equilibrio—. Uno se descuida fácilmente y toma más de lo que es capaz de aguantar cuando sale con los amigos. ¿Se las arregla por sí sola? —añadió reprimiendo una sonrisa y observándola con ojos amables.

—Sí, sí, no se preocupe —dijo andando tambaleante como una anciana—. No es lo que usted piensa trató de aclarar, pero él le lanzó un guiño. Parecía evidente que no pensaba admitir excusa alguna.

—Sí, a todos nos ha pasado, aunque probablemente yo era algo más joven que usted cuando explore mis límites. ¡Vaya fiestas me pegaba! —repuso, y tiró de la correa—. ¡Mirabell! ¡Gordon! Ya… Ya sé que tenéis prisa. Continuamos nuestro camino. Son tan impacientes…

Hubiera querido contarle, explicarle lo ocurrido, pero su jocosidad era impenetrable y ella no se sentía con fuerzas para vencerla.

Linn entró en el portal dando tumbos. Cerró con llave la puerta en un torpe movimiento, colocó una silla bajo el pomo y fue a buscar el cuchillo de cocina más grande que pudo encontrar. Su pulso acelerado le retumbaba en todo el cuerpo. No se atrevía a bajar la guardia. Apagó las luces, se sentó totalmente en tensión y escudriñó en la oscuridad de la calle. ¿Habrían visto dónde vivía? No se le había ocurrido pensar en eso mientras se dirigía dificultosamente hacia la puerta. En ese momento solo quería salvarse y echar el pestillo tras de sí. Ahora maldecía su estupidez. Tenía que haberle explicado a Harry lo que había pasado. Podía haberle pedido que la dejara entrar en su casa y estar así a buen recaudo, pero le había refrenado, por una parte, la interpretación que este había hecho de la situación y, por la otra, la vergüenza, una vergüenza que no le correspondía a ella, pero que, sin embargo, tenía pegajosamente presente. A las niñas buenas no les ocurre eso, así que te lo has buscado. ¿Quién iba a creerla cuando ni siquiera el bueno de Harry tenía intención de hacerlo? ¿Por qué iba la policía a interpretar la situación de otro modo? Se vería abocada a repetir en detalle la asquerosidad que le había ocurrido para que después ni siquiera la creyeran. Además, no había pasado nada. ¿O sí? No se había producido una violación. Era acoso sexual, y ¿qué pena conlleva eso? No, no quería exponerse a una situación de ese tipo, tener que reproducir aquellos hechos vomitivos en un interrogatorio, ante personas desconocidas, que acaso en el fondo dudaran sobre si había sido consentido. «¿Por qué no opuso resistencia?», «Eso, ¿por qué?», «Porque traté de salir al paso sin violencia. Eran más y más fuertes». Había, además, otra cuestión. Su cuerpo se había negado a obedecerla, se convirtió en gelatina y no podía confiar en él. No había sido capaz de correr, solo de tambalearse, medio paralizada. Se había mostrado tan vacilante e inestable que Harry pensó que estaba borracha.

Linn se tumbó en la cama. Decidió dormir con la ropa y las zapatillas de deporte puestas. El cuchillo lo dejó en la mesilla de noche y el palo de béisbol y el móvil en la cama, junto a ella. Ya habían dado las doce. Solo le restaban unas horas de sueño antes de volver al trabajo, donde debería dispensar a los pacientes un trato cercano y no cometer error alguno. Antes de dormirse debía llamar a Sara. Si no, esta se extrañaría y, en caso de preocuparse, vendría con el coche a casa. No habría forma de impedírselo. El callejón tiene mil ojos cuando quiere. Alguien vería a Sara presentarse en mitad de la noche y se lo contaría luego a Claes. No podía permitirlo, no ahora, antes de pensárselo bien y decidir lo que iba a hacer. Linn sintió el cansancio como una placa de hierro alrededor de su cabeza. Tenía todo el cuerpo en ebullición. No sería capaz de dormir. Tenía que llamar a Sara.

Dos almas, pero un solo pensamiento. Al sonar el móvil, Linn se incorporó de un salto en la cama.

—Quería saber si estabas viva. No me habrás olvidado, ¿verdad? Me llamo Sara y soy tu amada.

—He tenido mucho lío en el trabajo. Acabo de llegar a casa.

—Te echo de menos. Me siento sola aquí.

—Yo también te echo de menos. Más de lo que te imaginas.

—¿Ha pasado algo en concreto?

—No, simplemente se complicó la cosa. Nos trajeron un paciente a cuidados intensivos a última hora. La UCI estaba llena, les había llegado un muchacho al que propinaron una paliza. ¿Han dicho algo ya por la radio?

—No que yo haya escuchado. ¿Cómo estás tú?

—Estoy exhausta.

—Entonces tienes que dormir. Mañana hablamos. ¿Has decidido si vas a contarle a Claes lo nuestro? Tienes que elegir, Linn, ya lo sabes, ¿verdad? No puedes jugar a dos bandas. No sería capaz de soportarlo.

—Hablaré con él. Tan pronto como vuelva, te lo prometo. Te quiero con locura.

Dijo las palabras acertadas, pero no logró dar un tono convincente a su voz.

—Te amo. Pronto tendremos que ser muy valientes —dijo Sara apenas sin resuello.

—Juntas somos enormemente valientes. Buenas noches. Linn no fue capaz de pronunciar ninguna palabra más.

Le resultaba imposible pegar ojo. La sensación de vulnerabilidad impedía a Linn quedarse tumbada en la cama. Vivía en la planta baja y alguien podía romper con facilidad el cristal de la puerta de su terraza. Se mantuvo atenta ante cualquier ruido proveniente de la calle, fue de una habitación a otra y exploró los distintos cachivaches que Claes y ella habían comprado juntos. La gran foto de bodas retocada e impresa sobre un lienzo, como si de una pintura se tratara, ella con un vestido color crema, de corte profundo en la espalda y una parte delantera de cuello alto, como marcan los cánones; y él ataviado con esmoquin, pajarita rosa y pelo corto. Eran tan jóvenes y sabían tan poco el uno del otro y del amor. No fue un amor apasionado, más bien una amistad, unos brazos cálidos y protectores. Ella lo había llamado amor. Hasta conocer a Sara pensaba que eso era todo. Linn se palpó el collar, lo había llevado siempre, desde el día de la boda. Era un regalo de la madre de Claes, un objeto de gran valor que habían ido heredando en su familia durante generaciones. Formaba ahora parte de ella. El collar se había convertido en la señal de que era la señora Bogren, en lugar de la alianza, que no podía llevar en el trabajo.

La mayor parte de los muebles los había comprado en un sitio de subastas en internet. Habían conseguido amueblar toda la casa por menos de veinticinco mil coronas. Muebles caros y de alta calidad por una miseria. Pero no quería quedarse con nada de eso. Se trataba de objetos irremisiblemente asociados a la vida que había vivido con Claes y que, además, no encajaban con el luminoso mobiliario y estilo bohemio de Sara.

Un ruido procedente de la calle volvió a sumergir a Linn en el miedo que había logrado conjurar durante un breve instante, la verja chirrió levemente. Pasos sobre el camino de grava. Aguzó al máximo el oído, agachó la cabeza por debajo de las ventanas y regresó con paso vivo al dormitorio. Se metió en los bolsillos el cuchillo y el móvil y se agazapó luego detrás del sofá. Unos golpecitos precavidos sobre la puerta de la entrada. Desde su escondrijo pudo ver bajo la tenue luz cómo se accionaba el tirador. El corazón se le aceleró dentro del pecho. Sentía como si se asfixiara de tanto contener la respiración. Volvieron a llamar a la puerta. Tras lo que le pareció una eternidad oyó de nuevo los pasos sobre la grava. El pomo de la puerta de la terraza se movió. ¿Cómo actuaría si rompían el cristal?

Otra vez se hizo el silencio. No ocurrió nada. Los árboles de fuera se balanceaban indolentemente a merced del viento. Se oyó algo raspando contra la pared. Trató de convencerse de que era una rama rozando la fachada. Y, entonces, allí… un rostro en la ventana. No pudo discernir quién era. Unas manos ahuecadas y una nariz contra el vidrio.

Linn quiso chillar pero el grito se le ahogó en la garganta. Marcó los dos primeros dígitos del número de emergencias y paró en seco. Si denunciaba a los jóvenes, estos podrían enterarse de su identidad y tal vez nunca más la dejarían en paz.