Eran casi las once cuando Linn Bogren terminó su turno en el hospital. Justo antes de marcharse a casa el personal de tarde había llegado un caso procedente de la unidad de cuidados intensivos, en el momento preciso de redactar el informe. Si la decisión se hubiera tomado una hora antes, todo habría sido mucho más ágil. La unidad de medicina tenía que hacerse cargo de un hombre con un cuadro múltiple, con todo lo que ello implicaba: alimentación con sonda, catéter y control de orina. Suero con electrólitos, proteínas y grasa. Venía además con oxígeno, respiración asistida y una bomba para analgesia que nunca antes habían visto. Ni siquiera contaban con un modo de empleo para esa bomba. Tardaron un rato en instalarle y en informar a sus allegados de que no podían mantenerlo en cuidados intensivos, por falta de espacio. La UCI había acogido durante la noche a un muchacho con graves lesiones que precisaba con más urgencia esa plaza, aunque, obviamente, no se le explicó exactamente así a los familiares del hombre mayor. Era mejor enfocarlo como una noticia tranquilizadora: «La situación se ha estabilizado y consideramos que puede pasar a planta». Antes, cuando la situación era más boyante, contaban con vigilancia adicional. Al anciano le hubiera hecho falta alguien constantemente a su lado, teniendo en cuenta su estado de confusión. En el breve espacio de tiempo que había estado en la unidad, había logrado sacarse la aguja en dos ocasiones, derramando sangre y suero en la cama, lo que les obligó a cambiar las sábanas. Como es natural, el hombre necesitaba una habitación individual, lo que les llevó a reamueblar media unidad y a colocar a una señora en el pasillo, la cual también actuaba aturulladamente y hubiera sido necesario que alguien la supervisara de vez en cuando.
Linn se dirigió con paso diligente a casa bajo la luz de las farolas por Strandpromenaden, junto a la muralla. A lo lejos, en el horizonte azul gélido, pudo vislumbrar el transbordador de Gocia, blanco como un terrón de azúcar, camino del puerto. Trató de desconectar su mente del trabajo, respirar con calma y relajarse, pero le resultó imposible. No podía dejar de pensar en ese muchacho destrozado. Por su colega de la UCI se enteró de que lo habían agredido y de que sus lesiones podían ser fatales. Había visto a sus padres en el rellano de la escalera. La descarnada desesperación de estos le había conmocionado profundamente.
Pero tenía que dejar de darle vueltas a las cosas del trabajo, tranquilizarse de regreso a casa para poder conciliar luego el sueño. Al día siguiente tendría que estar de nuevo en pie a las siete. En el mejor de los casos podría descansar cinco horas. Una vez que empiezas a mirar el reloj estás perdida. Primero te quedan cinco horas de sueño, luego cuatro, tres, dos, una y finalmente, ninguna. Solía dormir como un tronco hasta que sonaba el reloj. El trabajo en el centro de salud le venía mejor. Semana continua, de ocho de la mañana a cinco de la tarde, pero el verano anterior se había comprometido a regresar al hospital, que padecía escasez de personal. Se había mostrado muy reacia a volver por varias razones, pero al final había dado su brazo a torcer. Necesitaba el dinero y este año podría arreglárselas con solo una semana de vacaciones en noviembre.
Se detuvo un momento ante la Puerta del Amor de la muralla. Doce años atrás se había prometido justo aquí, en una mañana de primavera, fría pero soleada, con las olas arremetiendo contra las piedras de la playa. Había sido feliz en ese momento… ¿o no realmente? Era una chiquilla, tal vez más enamorada del amor que del hombre con el que se había comprometido. Él lo quería así y su voluntad era de hierro. Era mayor y sabía lo que se hacía. Mostraba en todo mucha más seguridad que ella. Según él, estaban hechos el uno para el otro. Ya entonces había tenido sus dudas, pero le ocurría lo mismo con muchas otras cosas en la vida. Raras veces sabía con certidumbre lo que quería, y al final tienes que decidirte por algo, ¿no es cierto? No elegir a alguien con quien vivir era sinónimo de estar sola, y no había nada más terrorífico que eso.
Atravesó la Puerta del Amor y puso rumbo a su hogar a través de la Studentallén. Había mucha gente pululando por la ciudad, en su mayor parte jóvenes celebrando el final de curso. Todavía no era época de afluencia masiva de turistas y la Semana Medieval tendría lugar a finales de agosto, pero el calor había llevado a la multitud a salir de sus madrigueras y a empezar a hacer vida social. A las puertas del hotel Wisby vio a una novia de blanco con su comitiva, todos ellos riendo, conversando animadamente y abrazándose. Probablemente la fiesta había sido todo un éxito. Ella era preciosa. Linn se acordó de Sara y sintió una punzada en el corazón. La novia estaba igual de hermosa e irresistible que la valiente Sara, con su ondulado cabello de color pelirrojo claro y sus vivos ojos grises.
Sara había llegado a la unidad con un diagnóstico de fibrosis quística. Incurable. E injusto. Cuanto más tiempo pasaba, más se deterioraba su respiración. Sus días los llenaban la fisioterapia y un tratamiento masivo a base de antibióticos y, entre tanto, una gran necesidad de conversar. Linn se quedaba con ella hasta bastante después de terminada su jornada laboral. Porque lo deseaba, más que ninguna otra cosa. Y no solo por Sara… No se trataba en absoluto de un sacrificio. Se convirtieron en amigas íntimas. Iban juntas al teatro o al cine y escuchaban música hasta bien entrada la noche. Compartían experiencias, discutían… Uno no debe relacionarse con sus pacientes en el tiempo libre. No está bien. Si no quieres sucumbir, debes separar trabajo y ocio por completo. Eso es algo que sabe cualquier enfermera profesional. Pero los sentimientos siguieron su propio camino. Cada empeoramiento de Sara cuando acudía a la unidad era para ella como una pérdida personal. Como un golpe en el estómago. Sara solía llamar a la sección antes de ir a la consulta: «Ya no puedo quedarme en casa. Otra vez tengo fiebre». La cantidad de oxígeno que se le suministraba no cesaba de aumentar. Las infecciones la golpeaban cada vez con mayor dureza. Su capacidad pulmonar se redujo y la muerte empezó a dejarse ver sobre sus mejillas. Era tan joven… No había alcanzado ni los treinta. Solo existía una posibilidad: el trasplante de pulmón. Unos nuevos pulmones y una nueva vida. La colocaron en lista de espera. Eso suponía una pequeña esperanza, pero la cola era larga y los pulmones debían ser compatibles. Hay pocos donantes de órganos y la espera es en cierto modo macabra. Tener la esperanza de que alguien muera para poder vivir uno. Linn no quería que Sara se lo planteara de una forma tan negativa y burda. De una muerte por lo demás sin sentido puede surgir algo bueno. Una parte del cuerpo tiene la oportunidad de seguir viviendo, de dar vida. Transcurrieron las semanas y Sara hizo todo lo posible por mantenerse en forma. Se alimentaba de manera sana, entrenaba, pensaba positivamente, dormía el máximo posible, descansaba, volvía a ejercitarse. Todo iría bien. Tenía que salir bien.
Entonces llegó el día. Había un par de pulmones nuevos y se la llevarían en helicóptero hasta el Hospital Karolinska. Un viaje a vida o muerte. Linn la acompañó durante esa noche en el hospital. De cualquier manera, ninguna de las dos habría podido dormir. Era luna llena y la lámpara de la sala estaba apagada. Bajo una luz plateada pudo apreciar el blanquecino rostro de Sara y el brillo de sus ojos negros. Su piel resplandecía de forma preocupante.
A media noche le subió la fiebre, se le enrojeció la cara y sus ojos refulgían, todo ello acompañado de escalofríos. Gotas de sudor sobre la frente. Esa noche se le concedería la oportunidad de vivir a otra persona de la lista de espera. No te pueden operar si estás demasiado enfermo. Sara empeoró. Perdió peso. Al final le suministraban quince litros de oxígeno con la mascarilla y resollaba como si hubiera corrido una maratón. Se debatía entre la vida y la muerte en un sudoroso combate contra una infección que se negaba a capitular.
«Debes irte a casa —le decían a Linn sus colegas—. Tienes que intentar dormir si quieres hacer bien tu trabajo». Sam Wettergren, el jefe de servicio, mantuvo una larga conversación con ella. Se había percatado de la situación y la reinterpretó a su modo. Parecía tan feo en su boca, lo que no era más que consideración y compromiso. Le dijo sin empacho que debía solicitar el despido y que, de no hacerlo, tenía la intención de trasladarla a otro sitio. Una enfermera no debe mantener una relación privada con un paciente. No podía permitir eso en su unidad.
En lugar de negar cobardemente lo que sentía por Sara, optó por no hacer ningún comentario a sus palabras. No estaba dispuesta a convertirse en una víctima. Si Wettergren la enfrentaba a un ultimátum, pensaba contraatacar con algo que no le resultaría nada agradable, él, que se las daba como un ejemplo a seguir. Bastaba con una indirecta sobre el fatídico error que cometió y que podía echar por la borda su carrera para siempre.
—¿Y qué piensa hacer con eso? —le preguntó Sam Wettergren. Linn pudo apreciar cómo se deslizaba un manto de miedo sobre su altanero rostro.
—Nada… si se me deja en paz —fue su respuesta. Uno a uno en el primer asalto. Si él se mantenía a un lado no transmitiría a nadie sus observaciones.
—¿Sabe Sara algo sobre el estudio? ¿Le han contado alguna cosa?
—No, es su médico y obviamente confía en usted. No quiero socavar la confianza que le tiene. No le diré nada a Sara si usted se ocupa de lo suyo y yo de lo mío.
Una semana después la situación cambió. Sara se había recuperado una vez más, lo que supuso todo un milagro. Le desapareció la fiebre y pudo reducirse su dosis de oxígeno, aunque la mantuvieron hospitalizada. Continuó entrenando con una increíble determinación. Pedaleaba con su oxígeno kilómetros y kilómetros en la bicicleta estática a la espera de una última oportunidad. Reposo, ejercicio, reposo, ejercicio… evitando a toda costa el contacto con personas que pudieran estar resfriadas o portar alguna enfermedad contagiosa. Linn había echado personalmente una bronca a un médico jefe de planta al que habían consultado cuando se dispuso a acceder a la sala pese a su nariz moqueante.
Y la oportunidad volvió a presentarse… una lluviosa noche de noviembre, estando Linn de servicio. Nunca olvidaría esa noche, no mientras estuviera viva. La llamada vino del coordinador. Se iba a proceder a la operación; habían recibido pulmones nuevos. Linn fue instruida sobre los tubos de oxígeno para el trayecto en helicóptero, los medicamentos preparativos del paciente, el papeleo a rellenar… Llamó al médico de guardia y, temblorosa, despertó a Sara para comunicarle la maravillosa noticia. Rieron y lloraron, desbordadas por la alegría y el miedo cual golpes de mar. Todo tenía que funcionar a la perfección ahora. Linn calculó la cantidad de oxígeno y pidió a un colega que la verificara. Le puso las agujas a Sara. Los chicos de la ambulancia se presentaron a toda velocidad.
—¡Hasta pronto! —le dijo Linn—. ¡Nos vemos!
Y abrazó a Sara. Podía ser la última vez que la estrechara entre sus brazos, la última vez que la veía con vida.
—Te quiero, Linn. De verdad —le susurró Sara entre su pelo.
—Yo también te quiero. Más que nada en el mundo.
Esas fueron las palabras, las palabras prohibidas, tendiendo un puente sobre el abismo. Un gozo estremecedor y un miedo vertiginoso. Para que dieran a Sara el coraje y la fuerza de vivir.
Linn descuidó a los otros pacientes durante el resto de su turno de trabajo. Tenía su mente en todo momento con Sara. Fue un verdadero milagro que lo más grave que ocurriera fue el considerable retraso en la medicación nocturna y que muchos de los pacientes acabaran durmiéndose sin sus somníferos.
Cuando llegó a casa esa noche no pudo conciliar el sueño. Se sentó junto a la ventana con la mirada perdida en la lluvia y pidiendo al Dios en que no creía que salvara a Sara, que la operación fuera bien y que Sara resistiera los medicamentos inmunosupresores para que no rechazara los pulmones. «Te quiero, Sara». Era la primera vez que lo decía para sus adentros, algo que ya sabía en lo más profundo de su ser, pero que no se había atrevido a confesar ni siquiera ante sí misma. Contra todo sentido común: un paciente, y una mujer. ¿Cuáles serían las consecuencias? No, esa noche no pudo pegar ojo.
Como suelen decir los magos: las maravillas ocurren mientras esperas; los milagros requieren más tiempo. En un primer momento no fueron capaces de reconocerla. Una lozana jovencita con falda veraniega y pelo suelto de rojas ondulaciones entró despreocupadamente en la unidad. Sus ojos resplandecían y su sonrisa era luminosa como el sol.
—¡Sara! ¡Mi querida Sara! Deja que te vea. ¡Es fantástico! Ni siquiera oxígeno —dijo Linn sin poder ocultar su alegría ante nadie.
Y Sam las dejó estar ese día.