Al despertar de nuevo, Maria se encontró a su lado al comisario Tomas Hartman. Tenía aspecto cansado, la camisa arrugada y su pelo gris rizado de punta. Tardó un momento en comprender dónde estaba. Tomó aire con cuidadosas y breves aspiraciones.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Maria mirando el reloj, que marcaba las siete y cuarto de la mañana. Los individuos de blanco estaban cambiando de turno. Rostros conocidos desaparecieron y otros nuevos hicieron su entrada en escena. La pulcra Lotta, una mujer de mediana de edad, acababa de marcharse a casa, ahora que Maria ya discernía su nombre en la placa, dando paso a Daniel, un joven con trenzas rasta.
—Unas horas. Me llamaron anoche.
—¿Y el chico? ¿Cómo está? —inquirió Maria y apretó los puños alrededor del colchón preparándose para la respuesta—. Necesito saberlo.
—Está en la unidad de cuidados intensivos.
Hartman hizo una pausa con el fin de calibrar la reacción de Maria.
—¡Quiero saberlo!
Hartman le cogió de la mano, cerró los ojos para ordenar sus pensamientos y volvió a abrirlos, mirándola fijamente.
—Tiene varias costillas rotas, una hemorragia pulmonar y está inconsciente. Las patadas contra la cabeza… No se puede excluir que sufra otras hemorragias. Lo han llevado al quirófano.
Fue entonces cuando llegó el llanto. Hartman le acarició el pelo con su puño grande y torpe para calmarla y consolarla, al igual que hacía con sus hijos cuando eran pequeños. Sin palabras, solo con su presencia. Escuchando y protegiendo.
—Pero se va a salvar, ¿no es cierto? —insistió Maria suplicante—. Tiene que salir de esta.
Hartman sacudió lentamente la cabeza.
—Los médicos no nos dan muchas esperanzas. Presenta lesiones gravísimas. ¿Estás en disposición de contarme lo que pasó?
Maria se incorporó a duras penas sobre la cama y empezó a relatarle lo ocurrido. Al recordar las cosas terribles que habían sucedido se vio obligada a luchar contra el miedo y el llanto. Hartman le pidió una y otra vez que volviera a intentarlo y fuera más precisa.
—¿Por qué le pegaban? —preguntó Maria mirando a su superior a los ojos sin esperar respuesta—. ¿Por qué? En el pasado existía una especie de código de honor de película de vaqueros. No se agredía a alguien que fuera más pequeño, y siempre de hombre a hombre. ¿Qué ocurrió? ¿Sabes lo que pasó antes de que yo llegara? ¿Por qué se lanzaron contra él?
—No lo sé. He hablado con sus padres. Ayer a las nueve de la noche se despidió de su amigo Oliver. Se disponía a recorrer a pie unos pocos cientos de metros. Su madre vive en el barrio de al lado. Dos minutos más y habría encontrado refugio.
—Llevaban pasamontañas negros. Uno de ellos era más alto que los demás y parecía ser el cabecilla. Fue él sobre todo quien le daba patadas al chaval. No me dio la impresión de que hablaran el dialecto de Gocia. El alto hablaba con una mezcla de dialectos. —Maria calló y sus ojos se hicieron grandes y oscuros—. Me clavaron una jeringa llena de sangre. Me dijo: «¡Bienvenida al infierno!». Puede ser que me hayan infectado.
—¿Qué dice el médico al respecto?
—No saben nada. Se limitan a cuidarme las heridas. Nadie me escucha y no tengo fuerzas para lograr que me presten atención. Todos van con tanta prisa…
—Entonces hablaré con ellos. Ahora descansa. Yo me encargo de esto.
Un nuevo semblante apareció en el hueco de la puerta.
—La policía me ha informado de que le pincharon con una jeringa contaminada. En breve acudirá un médico especialista en infecciones para hablar con usted.
Acto seguido la enfermera se esfumó con su carrito camino a la siguiente habitación. Maria se sentó en el borde de la cama. Le dolía el estómago, la espalda y la cabeza. Sentía como si tuviera cuchillos dentro del tórax. Tenía todo el cuerpo dolorido, con excepción del brazo derecho. Al levantarse, la cabeza empezó a darle vueltas. Avanzó un par de pasos y se agarró a la jamba de la puerta. Pensó que iba a desmayarse y fue a tumbarse de nuevo a la cama. De lejos vio cómo se acercaba alguien por el pasillo. Se trataba de Jonatan Eriksson, el especialista en infecciones que tan bien les había atendido cuando Emil cayó enfermo. Su presencia le llenó de una alegría inmensa. Las lágrimas volvieron a brotar. En ese mundo extraño del hospital encontraba una cara conocida, alguien en quien confiar.
—Maria, ¿cómo estás? —dijo sentándose en la silla que Hartman acababa de abandonar y cogiéndole la mano derecha mientras le daba unas palmaditas cuidadosas con la otra mano. Acercó su cara y ella le sonrió con sus labios hinchados y tensos.
—Debo de tener un aspecto penoso, ¿verdad? He tenido días mejores… Debemos dejar de vernos de este modo, Jonatan.
Él captó la broma y le devolvió una sonrisa de oreja a oreja.
—Querrás decir que tenemos que dejar de vernos en el hospital… He venido nada más enterarme de lo que ha pasado. ¿Sabes quién fue el muchacho que te clavó la jeringa?
—No. Era alto y llevaba el rostro oculto. Sus ojos eran grises o verdes. Uno de sus compinches parecía drogado. Tenía las pupilas diminutas, como si estuviera colocado de morfina, y sus movimientos eran espasmódicos. Sin embargo, el que me metió la aguja, no me dio la impresión de que estuviera colocado. Me la insertó varias veces en una especie de acceso de rabia. La jeringa contenía sangre y lo hizo con toda la intención. Eran tres y no pude con ellos —explicó Maria, abrumada por ese pavor renovado cada vez que expresaba en palabras el terrible suceso. Por su mente se sucedieron imágenes en ráfagas de la aguja atravesándole la piel—. ¿Voy a morirme?
Jonatan negó con la cabeza.
—El riesgo de contagio con VIH es mínimo. Sin embargo, en lo que respecta a la hepatitis B y C el riesgo es mayor. En ese caso, el hígado puede verse afectado. Lo primero que vamos a hacerte ahora es una prueba para verificar que no tengas anticuerpos y que estuvieras ya infectada con estas enfermedades. Luego te vacunaremos de urgencia contra la hepatitis B y te administraremos inmunoglobulina, tras lo cual podrás sentirte bastante segura.
—Pero ¿y si soy seropositiva?
—Te realizaremos la prueba del sida para aseguramos de que no estuvieras contagiada con anterioridad. Dentro de tres y seis meses te efectuaremos otros análisis. Procederemos del mismo modo con la hepatitis. La última de las pruebas será dentro de nueve meses.
—¡Dios mío! ¿Tengo que esperar nueve meses para saber si estoy infectada? ¿No hay ningún método más rápido?
—Comprendo que estés preocupada, pero si el análisis de VIH dentro de tres meses da negativo es extremadamente improbable que estés contagiada. El control después de seis meses es por seguridad.
—Tres meses… pero existen los retro virales, ¿verdad? Si tienes VIH y te los administran puedes vivir mucho tiempo.
Jonatan ya hizo en el pasado una excepción cuando Emil se puso enfermo y no podía recibir visitas. Le ayudaría también esta vez, aunque fuera contra las normas.
—No son fármacos inofensivos que puedas tomarte si no es estrictamente necesario. Si nos constara que el joven que te pinchó estaba infectado con VIH o bien tu análisis da positivo te administraremos retrovirales, pero antes de eso no.
—Pero no sabemos quién es. Imagínate que no le echamos el guante… Tiene que haber una diferencia entre pincharte solo con una jeringa con restos de sangre y que te inyecten esa sangre.
—Naturalmente. La cantidad de sangre es importante, pero prefiero esperar. Es por ti, Maria. Si fueras mi esposa haría lo mismo —insistió mirándole a los ojos. La contempló con cariño, pero con gesto serio, hasta que Maria se atrevió a cruzar la línea y encomendarse a él.
—Sea entonces así. Por cierto, ¿cómo está tu mujer?
Maria había pensado en ocasiones en ellos y particularmente en la confesión que le hizo Jonatan de que su esposa tenía graves problemas con el alcohol.
—Ya no vivimos juntos. Se ha mudado con otro hombre que sufre la misma adicción. No puedo hacer nada en absoluto. No va a vivir mucho si continúa así… No, no quiero que me compadezcan, solo explicar la situación. No estuve a la altura, no fui capaz de ayudarle… Si te apetece alguna vez tomar un café para hablar un poco ya sabes dónde me encuentro.
—Me encantaría —respondió Maria con toda franqueza.
—¿Cómo te van las cosas a ti? —preguntó él, desvelando con su mirada que no buscaba frases de cortesía sino una respuesta en confianza.
—Estoy enamorada de un hombre… —dijo Maria callando luego en seco. No era fácil explicar la relación con Per Arvidsson.
—¿Pero…? Puedo percibir que hay un pero detrás…
—Pero… la cosa no está exenta de complicaciones. Se llama Per Arvidsson y es policía. Seguramente lo recordarás. Aquel al que dispararon en acto de servicio. Físicamente se ha recuperado, pero cae en depresiones de tanto en tanto. Trabaja a mitad de jornada y acaba de separarse de su esposa. Tiene a los niños cada dos fines de semana. Nos vemos a veces, pero no se siente capaz de mantener una relación. No puede con mis hijos, le resulta demasiado difícil que tantas cosas giren en torno a ellos, así que nos vemos los fines de semana cuando no están nuestros respectivos hijos y tratamos de hacer algo. Ni siquiera está seguro de amarme. Dice que la única sensación que tiene es de vacío.
—¿Y eso es suficiente para ti? —inquirió Jonatan con un gesto muy serio—. Pienso que en ocasiones uno se conforma con migajas de la vida por creer que no merece más. Eso es lo que me pasó a mí. Quería que ella lo hiciera con todo su corazón, no que recurriera a mí de tanto en tanto, cuando necesitaba consuelo. Ahora que se ha ido me pregunto cómo llegamos a esa situación.
—Lo que me da Per me basta… si es lo único que me puede ofrecer ahora mismo. Seguro que poco a poco puede ir mejorando. Espero que con algo de tiempo la cosa se arregle.
—Cuídate, Maria, y llámame.
Jonatan se le quedó mirando un largo rato y Maria sintió como un cosquilleo por el cuerpo. Existía una tensión entre ellos. Así fue desde el primer momento, cuando ella, por error, le echó una bronca por teléfono un par de años atrás. Se diría que había pasado una eternidad. Maria se dio cuenta de que, a su pesar, no pudo evitar ruborizarse. Él, al advertirlo, le soltó la mano.
—Aprecio tu amistad —añadió, como si hubiera leído los pensamientos de ella y no quisiera incomodarla más. Acababa de declarar que estaba disponible y ello hubiera podido malinterpretarse como una proposición demasiado descarada.
Una enfermera asomó la cabeza detrás de la cortina que separaba las camillas.
—Jonatan, te están buscando en planta. ¿Has apagado tu localizador?
El médico se palpó el bolsillo del pecho.
—Tengo que haberlo olvidado en la sala de guardia. Nos vemos, Maria. Prométemelo. Llama cuando quieras.
—¿Cuánto tiempo debo quedarme aquí? —le preguntó a viva voz cuando Jonatan estaba ya en el pasillo.
—Por lo que a mí respecta puedes marcharte cuando te hayan realizado todas las pruebas. Tienes un par de costillas rotas. El cirujano tal vez quiera tenerte un tiempo en observación por si hay alguna hemorragia o una perforación en la pleura —respondió él mientras Maria veía el último retazo de su bata blanca doblando la esquina.
Tan pronto la dejaron sola empezó a darle vueltas a la cabeza. Repasó una y otra vez el terrible suceso, tratando de recordar más detalles. El muchacho alto llevaba botas Doc Martins con puntera de acero y vaqueros de la marca Kilroy. Un joven con bastante pasta, o bien de padres forrados de dinero, o generosos… Resultaba difícil precisar su edad. Los otros dos hablaban como si fueran oriundos de la región de Västerås, con eles pastosas. «¡Joder! Vamos a dejarlo, Roy. Nos piramos». Al alto lo llamaban Roy. Hartman estaba examinando en ese momento la lista de delincuentes y bandas conocidas de esa comarca. Además, iba a solicitar también la contribución de testigos a través de la radio y los canales de televisión locales. Quedarse ahí esperando era una pérdida de tiempo. Maria quería ayudar, pero comprendió que no le dejarían participar en la investigación por su implicación personal.
—Los padres del chico quieren hablar con usted si tiene fuerzas para hacerlo. Se encuentran en la unidad de cuidados intensivos —le dijo la enfermera del carrito, una vez más—. Permítame únicamente hacerle las últimas pruebas antes de abandonar la cama.
Le hizo un torniquete en el brazo derecho con una goma elástica azul para buscarle una vena adecuada donde pinchar, tras lo cual la piel adquirió un tono rojizo y un vaso sanguíneo se destacó en el pliegue del codo. Maria giró la cabeza y trató de respirar profundamente. Nunca antes había tenido miedo a las inyecciones, pero ahora la simple visión de la aguja le provocó unas convulsiones incontroladas y, finalmente, el llanto. Maldijo su melindrosidad y se enfureció con la enfermera al tratar esta de consolarla.
La unidad de cuidados intensivos se encontraba inmersa en una luz clara y deslumbrante. Maria fue recibida por una comitiva ataviada de verde que pasaba visita carpeta en mano cual legión romana guarecida por escudos. Al fondo del pasillo divisó a un musculoso hombre de unos cuarenta años de edad, de mirada nerviosa, párpados inflamados y cabello fino empapado en sudor. El sujeto fue a su encuentro.
—Soy el padre de Linus —explicó, tendiéndole la mano a modo de saludo y reprimiendo las lágrimas—. Sería capaz de matar a los cabrones que hicieron esto a mi hijo. ¿Lo entiende? Los machacaría. No hay castigo suficiente para ellos. ¡Malditos hijos de puta!
—Comprendo que se sienta así —respondió Maria aturdida ante su terrible ira. No le cabía duda de que sería capaz de liquidarlos si se cruzara con ellos en ese momento.
—Pienso enterarme de quiénes han sido y me los voy a cargar.
—Tranquilízate, Ulf, y repara en lo que estás diciendo. —Una mujer pelirroja y regordeta con un vestido color pastel trató de envolverle con un brazo—. Vengarse no nos devolverá a Linus. No quiero que acabes en la cárcel. Tienes que calmarte. Me estás asustando, Ulf.
La mujer empezó a llorar. Las palabras de él fueron como un latigazo.
—Es tu puta culpa. Si hubiera estado conmigo, las reglas hubieran sido distintas. Piensas que eres buena con él porque le dejas salir hasta la hora que quiere, pero no es más que indolencia de mierda. Si se hubiera quedado en mi casa, como él quería, nunca habría ocurrido esto.
—¡Ulf! —replicó ella con voz suplicante—. Por favor, déjalo…
Él extendió la mano para atajar su tentativa de abrazo y dio un paso atrás.
—¡Es tu jodida culpa, Katarina!
Maria intervino. Resultaba insoportable verles pelearse.
—¿Cómo está Linus?
—Pero ¿es que no lo entiende? —repuso Ulf observándola fijamente con la mirada enloquecida—. ¡Está muerto! ¡Muerto! Y voy a pillar a los cabrones responsables de esto, aunque sea lo último que haga. Me importa una mierda si doy con mis huesos en chirona. Le pedí que viniera para saber exactamente qué sucedió. ¿Sabe quiénes fueron?
—No. No sabía… que había fallecido. —La noticia le cayó como una losa, aunque debería haberse preparado para ella—. Lo siento sinceramente. Lo último que me dijeron antes de acudir aquí era que lo habían llevado al quirófano. ¿Podemos sentarnos en algún sitio para hablar tranquilamente?
Maria sintió flaquear sus piernas. El dolor en el tórax se hizo casi insoportable. No podía desmayarse, no ahora. No podía convertirse en una molestia.
—Murió hace casi tres horas. Ni siquiera tuvieron tiempo de prepararle para la operación. Una costilla le había perforado el pericardio —dijo la mujer con la voz entrecortada por un nuevo acceso de llanto. Y aunque le hubieran salvado la vida, hubiera quedado postrado para siempre, y con respiración asistida. Según los médicos, no iba a recuperar la consciencia. Los golpes en la cabeza… Sufrió una hemorragia interna. Nunca más habría podido hablar, comer por sí solo, moverse…
—¡Cállate de una puta vez, Katarina! No aguanto oír más.
Ulf dio media vuelta y se les adelantó con grandes y rápidas zancadas, como si eso le permitiera alejarse de las palabras de ella. Se sentaron entonces en torno a una mesa en la sala de familiares. Ulf volvió a levantarse casi de inmediato y comenzó a andar de un sitio para otro frente a ellas.
—¡Joder! —exclamó golpeando el puño contra el marco de la puerta—. ¡La puta mierda!
—Lo siento mucho por ustedes. Es algo terrible. No sé qué decir. —Maria colocó un brazo en torno a la madre de Linus y esta le respondió con una mirada de infinito agradecimiento—. ¿Existía alguna posibilidad de que Linus conociera a esos hombres? ¿Algún contexto donde haya podido coincidir con ellos anteriormente?
—¡En absoluto! —prorrumpió Ulf reanudando su caminata por la sala—. Linus no tenía muchos amigos en general. Se pasaba casi todo el tiempo en casa.
Katarina miró de reojo a Ulf para comprobar si iba a atreverse a completar su exposición.
—Sufría de asma grave y no podía jugar con los otros chicos de la clase al fútbol ni otras cosas por el estilo. Se ponía peor al realizar esfuerzos. Estaba muy contenta de que tuviera a Oliver, con quien podía jugar a los videojuegos, y así no estar solo. Trataba de buscar cosas que pudiéramos hacer juntos, pero eso no siempre es lo más conveniente. Un chico de su edad debe estar con sus amigos, no con su madre. Hice todo lo posible por animarle para que se relacionara con muchachos de su misma edad —aclaró, lanzando luego a su ex marido una mirada prolongada que venía a significar: «Gracias por dejarme acabar de explicar lo que quería decir».
—No es que lo acosaran en la escuela, pero tampoco se juntaba con los demás —coincidió Ulf. Ahora que ya no tenía motivo para gritar a Katarina daba la impresión de haberse desinflado poco a poco, hundiéndose en el sillón más cercano a la puerta. Su ataque de ira parecía haber amainado—. Cuéntenos lo que pasó.
Maria describió en los términos más suaves posibles la forma en que se sucedió la agresión, sin entrar en detalles sobre los perpetradores. Cazar a los culpables era asunto de la policía.
—No vamos a escatimar medios para dar con ellos. Yo no podré participar directamente en la investigación, pero estoy involucrada en calidad de testigo. Siento lo que usted, Ulf. Me gustaría matarlos, pero eso es incompatible con un buen trabajo policial. Mi superior, Tomas Hartman, es un policía muy competente. Pondrá todo de su parte.
Maria comprendió que sus palabras no alcanzaban a convencer a Ulf, cuya voz reflejaba una sombría determinación. Esperaba realmente que se calmara y confiara en la diligencia de la policía.
—Gracias por atreverse… por intentar salvar a Linus.
Katarina le dio a Maria un sentido abrazo y miró a Ulf, pero este fue incapaz de mostrar gratitud alguna. Su odio le cegaba.
—Mencionó que había un testigo, un hombre que pasó pero no les ayudó. ¿Podría describirlo con más detalle?