El viernes 6 de junio fue un día inusualmente cálido. El calor permaneció en las callejuelas de Visby hasta bien entrada la tarde. El pálido crepúsculo flotaba sobre las ondulaciones del mar, iluminando las oscuras torres de la muralla y las ruinas del monasterio, testigos de una época distante y más esplendorosa. La silueta escalonada de la fachada de la casa que había servido de almacén durante el período Hansa mostraba un aire fantasmal bajo la luz encarnada del atardecer. Alguien en la distancia interpretaba una melancólica melodía medieval con una flauta de madera.
Al regresar a casa procedente de Hamnplan 5 a las nueve de la noche, Maria Wern maldijo su elección de zapatos, preciosos con sus finos tacones, afiladas punteras y correas en torno al tobillo, pero completamente imposibles para caminar. Todavía se respiraba una tibia y placentera atmósfera y la noche, en su conjunto, había resultado agradable, excepto a última hora, cuando Erika, como era del todo previsible, se había topado con un chico de su agrado, tras lo cual se volvió sorda y ciega para los demás. Justo cuando Maria empezaba a sentirse desplazada, un cóctel de frutas, con pajita y parasol, fue a parar a la mesita que tenía delante.
—Para la señora, del caballero junto a la puerta —anunció el camarero con una sonrisa que apenas ocultaba cierta burla.
Alguien había captado la situación y, oportunamente, clavaba su estocada ahora que la habían abandonado. Mana miró de refilón hacia la puerta. Un hombre le guiñó un ojo y la saludó tímidamente con un movimiento de muñeca, como en las comedias estadounidenses. «Hola, soy yo».
Pero no. Tan desesperada no estaba.
—Me tengo que ir. Dele las gracias de mi parte.
Maria se levantó y trató de establecer contacto visual con Erika, inmersa en una conversación con su nueva adquisición, de nombre Anders y de profesión médico de zona en la ciudad. Una persona inusualmente simpática. Tal vez estuviera casado o fuera sociópata, adicto a algo o un perverso engorroso. Los hombres de buen parecer y en apariencia libres solían tener trampa. Maria no pudo evitar sentir una punzada de inquietud cuando Erika le preguntó a Anders si quería acompañarla a casa. Ella, que era policía, debía saber que había locos sueltos en los bares.
—¡Ten cuidado! —le dijo Maria, pero no pareció darse por aludida. Por otra parte, tal vez fuera él quien necesitara una advertencia. Erika solía cuidar bien de sí misma—. Tienes el móvil encendido, ¿verdad, Erika? —le susurró Maria mientras se levantaba.
—¡Ni que fueras mi madre! Como podrás comprender, no voy a tener tiempo esta noche para llamarte —contestó Erika sonriéndole afablemente y apretándole el brazo—. No te preocupes.
—Exacto —intervino Anders—. Nada de que preocuparse. Tengo una hija en casa y a una madre anciana de canguro. Mi hija espera que la lleve a su casa a una hora decente. Va a ser un beso en el portal y luego emprenderé en solitario mi camino a casa por las peligrosas calles de Visby.
Pagó cada uno lo suyo y salieron a la templada noche.
Soplaba el viento del sureste, tratando de apartarlos del muelle. Las farolas se reflejaban en el agua oscura y los barcos del puerto deportivo desprendían música y bullicio. No había prácticamente nadie en el malecón. Se despidieron en Donners Plats y Maria continuó por Hästgatan hacia su casa de Klinten. Los pies le dolían terriblemente, así que se descalzó y cogió los zapatos para llevarlos en la mano. En algunos lugares relucían trozos de vidrio y afiladas chapas de botellas, lo que hizo que Maria pusiera cuidado en dónde pisaba. Un taxi se detuvo para recoger a una pareja ataviada de fiesta, pero el taxi no suponía una opción para Maria. No era más que un gasto innecesario en tiempos de penuria. Además, su casa le pillaba muy cerca. Prosiguió por Wallersplats y torció en Södra Kyrkogatan en dirección a la catedral, cuyas torres negras asomaban por encima de los techos de las casas. Evitó la plaza Stora Torget y puso rumbo hacia Ryska Gränd. Decidió ir a Klinten por las largas y empinadas escaleras de la iglesia, una sesión de ejercicio como castigo por no haber ido a entrenar en toda la semana.
Al llegar a Ryska Gränd, Maria oyó unos gritos de auxilio de una resquebrajada voz de muchacho adolescente. En un primer momento, todo se le antojó irreal: tres hombres con pasamontañas se dedicaban a patear a una persona tendida en el suelo. Aunque el callejón se encontraba a oscuras, pudo ver que también le estaban dando patadas en la cabeza. El chico tirado en el suelo podía tener unos trece o catorce años, pocos más que el hijo de Maria. El chaval no dejaba de lanzar alaridos y sacudía su delgado cuerpo con cada golpe recibido.
—¡Quietos! ¡Policía! —chilló Maria sacando su identificación policial y adoptando una voz lo más potente y segura posible, aún temblando por dentro. Los tres hombres alzaron la mirada durante un instante, sopesándola y calibrándola. Bastaba con actuar serenamente, infundiendo respeto, para tratar de resolver la situación sin necesidad de más violencia. Se acercó entonces con paso firme hacia ellos, sola ante los tres, mientras marcaba el 112. En el mejor de los casos les ahuyentaría del lugar y podría rescatar al muchacho. «¡Contestad ya!». La habían puesto en la cola de llamadas. El tiempo de espera no debía superar los tres minutos, unos tres minutos infernales. El hombre de mayor corpulencia esbozó una sonrisa sarcástica mirándola fijamente y le propinó una nueva patada al chico, esta vez en el estómago. El muchacho no emitía ya sonido alguno. Probablemente estuviera inconsciente. Entonces el otro hombre asestó a Maria un golpe tan fuerte que le tiró el móvil al suelo, aplastándolo a continuación bajo su zapato con punta de acero. Maria se agachó para intentar averiguar cómo se encontraba el joven. Tenía la cara destrozada y sanguinolenta, y el cuerpo flácido. Había dejado ya de protegerse con los brazos.
—¡Dejadlo! ¡Lo vais a matar! —insistió Maria, invadida en ese momento por el miedo.
Apareció en el callejón un hombre alto de unos setenta años, con gorra y abrigo de color claro. Maria gritó pidiendo auxilio, pero el sujeto se limitó a pasar de largo a toda prisa, como si no viera ni oyera nada, con el gabán revoloteando en torno a sus piernas. Ni siquiera se dio la vuelta, el pelo cano de la nuca por fuera del cuello del abrigo.
—¡Llame a la policía! ¡Ayúdenos! ¡Llame a la policía! —clamó con una voz aún enérgica y autoritaria.
Pero el hombre se evaporó de la escena. «¡Cobarde de mierda! La próxima vez serás tú quien necesite ayuda. Deberás cargar con esto el resto de tu vida…», quiso gritarle. Tenía que ayudarles a alertar a la policía. ¿Es que no lo entendía? Maria sintió una gran oleada de ira e impotencia. Los próximos segundos iban a resultar decisivos si querían salir de esa con vida.
—¡No te metas en esto, puta policía!
El alto le volvió a soltar una patada al chico. Maria, sin saber de dónde pudo sacar la fuerza, consiguió empujar al autor de la agresión, que perdió el equilibrio y cayó. El puntapié dio en el aire, justo por encima de la cabeza de la víctima. Había un joven, más bajo y rechoncho que los otros, con pinta de drogado. Se movía con espasmos y sus pupilas parecían diminutas, como cagaditas de mosca.
—¡Joder! Vamos a dejarlo, Roy. Nos piramos.
Los demás no le oyeron. El largo se lanzó de nuevo contra el chico indefenso y Maria gritó pidiendo ayuda sin dejar de zafarse de ellos, revolviéndose como un animal salvaje. Si no conseguía impedirlo matarían a ese muchacho, no mucho mayor que su Emil. De hecho, hubiera podido ser su propio hijo. Maria hizo acopio de todas sus fuerzas, lanzando golpes, pegando patadas y pidiendo auxilio a pleno pulmón. Logró darle de lleno al alto entre las piernas, lo que obligó a este a agacharse por un instante, pero entonces uno de los otros le impactó con la rodilla en la parte inferior de su espalda, arrojándola al suelo. A Maria empezaron a zumbarle los oídos y seguidamente recibió un puñetazo en la cara. Tenía un regusto de sangre en la boca y el dolor le impedía respirar. Consiguió levantarse a duras penas, para encajar no obstante una nueva patada en la espalda que dio con ella otra vez en el suelo. La agente pudo llegar gateando hasta el punto donde se hallaba el cuerpo del chico y lo cubrió con el suyo para protegerle la cabeza. Le propinaron una fuerte patada en el costado. Y otra más. Sintió como si algo se le hiciera añicos, un dolor inimaginable, pese a lo cual logró concentrarse en salvaguardar su cabeza y la del muchacho.
—¡Maldita policía de los cojones!
El alto se le aproximó con una jeringa, de lo que Maria se apercibió con el rabillo del ojo. La cánula resplandecía. Gritó. Contenía sangre de color rojo oscuro.
—Por favor, yo… No lo hagáis, no lo hagáis… ¡Ay! ¡Dios mío!
El alto se sentó sobre su espalda mientras los otros le sujetaban brazos y piernas. Por un momento pensó que querían violarla, que la jeringa no era más que un arma con la que amenazarla. Pero la cosa era más seria.
—¡Bienvenida al infierno! —le espetó él en tono sarcástico.
La aguja se abrió paso por los pantalones y la piel, hundiéndose en su cuerpo y raspándole el fémur. Maria trató de deshacerse de sus agresores a patadas, lo que hizo que la aguja se saliera. O tal vez se hubiera partido dentro de su carne. Lo ignoraba. Pero el muchacho seguía atacándole y ella tenía que tratar de marcarle; morderle, arañarle, rasgarle su rostro oculto. Entonces él le escupió en plena cara con la mirada llena de odio y se levantó con la intención de propinarle una patada más.
En ese momento se abrió una ventana y una mujer gritó:
—¡Si siguen montando ese alboroto llamaré a la policía!
—¡Hágalo! ¡Llame a la policía! —contestó Maria.
Aunque no consiguió hacer oír su voz, puesto que una nueva patada la dejó sin resuello. La espalda se le quebró. El dolor era inaguantable.
Se abrió una nueva ventana.
—¿Qué es lo que está pasando?
—¡Socorro!
La voz de Maria resonó como un graznido hueco. Le lanzaron una nueva patada y ella trató de protegerse la cabeza con el brazo. Y otra más. Se escuchó un crujido. El dolor hizo que se le nublara la vista.
—¡Llamen a una ambulancia! ¡Por favor!
Su voz no era más que un susurro, tal vez solo un pensamiento. Se hizo el silencio y cesaron los puntapiés. Figuras oscuras merodeando desordenadamente en torno a ellos, como si de un baile ritual se tratara. Botas con puntas de acero, las voces de las ventanas tornándose un eco. Una última patada hizo que se le estremeciera todo el cuerpo.
Lo primero que vio Maria al despertar fueron unos ojos que la contemplaban fijamente. Cuerpos humanos sumidos en la oscuridad, con piernas alargadas y ojos. Un callado murmullo de voces agitadas y lamentos. Ecos, palabras entrecortadas a las que agarrarse en un mar de tormentoso dolor. Trata de atrapar las palabras, pero estas permanecen incomprensibles. La sirena cada vez más intensa de una ambulancia que se aproxima. Alguien la toca, intenta moverla. El dolor es indescriptible. Un rostro desconocido a un palmo, un hombre de mirada exaltada. Sus palabras, no obstante, infunden calma. Y son claras. Una voz amable. Ella solo tiene ganas de llorar.
—¿Cómo está? ¿Dónde le duele? —le pregunta el tipo de la ambulancia.
—¿Está vivo el muchacho?
Él no le oye. Respirar hace daño.
—¿Dónde le duele?
Ella no es capaz de contestar de forma inteligible. Tiene los labios hinchados y la voz ya no le responde. Hemorragias, fracturas del cuello, identificación… palabras que vuelan de un lado a otro sin anclaje. La voz masculina toma el mando y ella se deja llevar sin oposición alguna. El muchacho y ella, tendidos en camillas, son introducidos en sendas ambulancias que les esperan. Maria alcanza a ver el cuerpo laxo del chaval. Tiene que salir de esta, sobrevivir, pese a todos los golpes y patadas en la cabeza. ¿Dónde están sus padres? En breve serán informados. Maria siente un conato de llanto que le atraviesa el cuerpo y que se convierte en un espasmo sin lágrimas. Cada oscilación del vehículo le produce un dolor insoportable. A lo largo del agitado trayecto hasta el hospital le acompaña en todo momento el hombre de la ambulancia, con sus ojos intranquilos y su voz serena. Le dice que se llama Tobias y ella se aferra a su nombre como si de un mantra se tratara.
La luz de los tubos fluorescentes de la sala blanca le hirió los ojos. Unas personas, también de blanco, revoloteaban junto a ella cual luminosas mariposas. Manos y voces en una bruma de dolor. Un médico se acercó y se presento, pero Maria fue incapaz de fijar el nombre en su consciencia. Su rostro era redondo, sudaba y portaba unas gafas ligeramente caídas sobre la nariz. Al hablar, la mandíbula inferior parecía triturar las palabras. Una pequeña herida sangrienta en la barbilla por un descuido con la cuchilla de afeitar. A Maria le pareció oír la palabra «radiografía». Él le había preguntado algo y quería una respuesta, pero el dolor la engullía en su negrura. Las voces iban y venían, su intensidad oscilando en la consciencia de Mana.
—El muchacho… ¿Cómo está el muchacho? —preguntó Maria agarrando una bata blanca. Tenía que saber.
—¿Es su hijo?
Maria negó con la cabeza.
—Está en la UCI. La policía quiere hablar con usted luego —contestó una voz de mujer sosegada y suave. ¿Acaso el personal médico debe realizar un examen de voz antes de ser contratado? Cuanto más callada y calma, más grave es el asunto, ¿no es así? Se puede advertir en sus ojos, el único sitio por el que se les escapa la verdad. Si el silencio es profundo, significa que la muerte está presente, que se libra una lucha entre vida y muerte.
Ayudaron a Maria en su traslado a la cama.
—Me han pinchado.
—Vamos a realizarle una radiografía en un momento.
Dos voces conversando. Nadie la oía. La cama comenzó a rodar.
—Me pueden haber contagiado por vía sanguínea —dijo Maria sintiendo cómo el miedo le atravesaba el cuerpo—. ¡Puedo estar infectada!
Seguían sin oírle. La cama cogió velocidad mientras se sucedían las luces deslumbrantes de los apliques del techo. Pasaron junto a ella unas batas blancas, silentes como sombras sacadas de un sueño. Únicamente se oía el rumor de los ventiladores y el arrastrar y chirriar de las ruedas de la cama sobre el suelo de hormigón.
—¡Me han clavado una jeringa llena de sangre! —exclamó Maria tratando de establecer contacto visual con la persona que conducía su cama, que en ese momento saludó a un colega—. ¡Pueden haberme contagiado el VIH!