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Dos ancianos caminaban por el bosque de eucaliptos que crecían en la orilla sur del río Abati. Se detuvieron frente a una pila de huesos gigantescos que los animales que se alimentan de carroña habían dejado pelados, desparramados y blancos.

—Los colmillos no están —dijo Walaka.

—Sí —convino Mohammed—; los askaris volvieron y se los llevaron.

Caminaron juntos entre los árboles y luego se detuvieron otra vez. Había un montículo de tierra en el límite del bosque. Ya se había asentado y sobre él crecía nueva hierba.

—Déjame, primo. Quiero quedarme aquí un rato.

—Queda en paz, entonces —dijo Walaka y se acomodó el nudo de su manta para que le quedara más cómoda. Mohammed se agachó cerca de la tumba. Se quedó allí, inmóvil, durante todo el día. Luego, al atardecer, se puso de pie y se alejó en dirección al sur.